Goldsworthy | El fuerte | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 430 Seiten

Goldsworthy El fuerte

El último bastión romano más allá del Danubio
1. Auflage 2021
ISBN: 978-84-18491-50-4
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

El último bastión romano más allá del Danubio

E-Book, Spanisch, 430 Seiten

ISBN: 978-84-18491-50-4
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



105 d. C. Dacia. Roma y el reino de Dacia están en paz, pero nadie cree que esto pueda durar. Enviado a hacerse con el mando de un fuerte aislado más allá del Danubio, el centurión Flavio Ferox presiente que la guerra se acerca, pero además sabe que entre los suyos puede haber algún traidor. Muchos de los brigantes que tiene al mando son antiguos rebeldes y criminales que tan pronto pueden matarle como obedecer una orden. Y luego está Adriano, el primo del emperador, un hombre con planes propios... Enérgica, cautivadora y profundamente auténtica. El fuerte es el primer título de una nueva trilogía del conocido historiador Adrian Goldsworthy.

Adrian Goldsworthy se doctoró en Historia en la universidad de Oxford en 1994, y se ha convertido en un aclamado historiador de la Antigua Roma. Es, además, uno de los mayores expertos en Historia Militar del mundo antiguo. Ha sido catedrático en varias universidades y ha trabajado como asesor en prestigiosos documentales de History Channel. Su obra se centra en el ensayo histórico, y con Vindolanda (Pàmies, 2018), Hibernia (Pàmies, 2019) y Brigantia (2020) se adentró por primera vez en la novela histórica de la Roma imperial. Sus obras han sido traducidas a una veintena de idiomas, incluido el español. El fuerte es la cuarta novela que publicamos del autor, y el inicio de una nueva trilogía.
Goldsworthy El fuerte jetzt bestellen!

Autoren/Hrsg.


Weitere Infos & Material


I


Fuerte de Piroboridava, provincia de Moesia Inferior

Tres días después de los idus de febrero, durante el consulado de Julio Cándido y Cayo Antio (105 d.C.)

Empezó a nevar de nuevo cuando alcanzaron lo alto de la torre. Los grandes copos caían lentamente en el aire calmo y se posaban en la madera. Había dos centinelas de guardia, con las toscas capas moteadas de blanco. Los hombres se cuadraron cuando apareció su centurión. Sabino tenía la cara redonda y aspecto de ser bastante más joven de sus veintisiete años. Era relativamente nuevo en la legión, incluso en el ejército, y le habían concedido el puesto después de pasar unos años en el consejo de su ciudad, en la Bética, pero los hombres le apreciaban. Sonrió a los dos legionarios y les hizo un gesto para que se relajasen.

—¿Todo bien, muchachos? —les preguntó Sabino, que ya conocía la respuesta.

—Todo bien, señor.

Los «muchachos» eran dos veteranos a los que les faltaban un par de años para concluir sus veinticinco de servicio con la I Minervia, y a los que les gustaba no andarse con ceremonias. Se arrebujaron en sus capas y adoptaron la muy practicada pose de centinelas haciendo su trabajo, fingiendo obviar la presencia del centurión y de los oficiales que estaban con él al tiempo que se aseguraban de poner la oreja para enterarse de cualquier cosa que pudiera ser útil o digna de chismorreo. Hacía semanas que en la guarnición se rumoreaba que estaban a punto de ser relevados y que se les permitiría regresar a la civilización, por lo que la llegada de cuatro jinetes aquel mediodía se tomó como una buena señal al respecto. Iba a ocurrir. Por extraño que pudiera parecer un cambio de guarniciones antes de que acabara el invierno, y por extraño que pudiera ser reemplazar una guarnición legionaria por un grupo de irregulares provenientes de la salvaje Britania. Si eso significaba que la vexillatio de la I Minervia podía volver a su base —donde fuera que se hallara—, entonces ¿qué más daba que el ejército estuviera tomando una decisión aún más absurda de lo que era habitual? Se iban, y, por la pinta del asunto, se irían pronto. Aquella esperanza ayudaba a mantener el calor a los hombres, que caminaban de un lado a otro en lo alto de la torre.

La bota de uno de los britanos resbaló donde la nieve se había convertido en fango. El hombre que tenía al lado le sostuvo y asintió como si pretendiera consolarle. Estaban completamente afeitados y vestían con propiedad, hasta el punto de poder ser confundidos con decuriones de un ala regular de caballería, verdaderos auxiliares en lugar de irregulares bárbaros. Cada uno de ellos llevaba un buen casco de hierro con un estrecho guardanucas, más seguro para los jinetes que los yelmos de la infantería, que eran más anchos. Ambos eran hombres delgados y espigados y lucían penachos amarillos de plumas en lo alto de los cascos, lo que hacía que parecieran aún más altos. El tercero gozaba de una constitución parecida, aunque era aún más alto, y tenía la piel de la cara tan pegada al hueso que, a pesar de sus bigotes, su rostro se asemejaba a una calavera. Pareció esbozar una mueca burlona dedicada al hombre que había estado a punto de caer, aunque quizá no fuera más que su expresión habitual. Envuelto en una gruesa capa de tartán, tocado con un anticuado casco militar, aunque sin distintivos de rango, a Sabino más se le antojaba un bandido que un soldado.

El cuarto hombre los seguía parsimonioso, pero era el integrante más importante del grupo —de hecho, era el único hombre de cierta relevancia entre ellos—. Sabino esperó a que apareciera. Al fin el gran penacho transversal de un casco de centurión apareció por la trampilla. Flavio Ferox era otro britano, aunque servía en una legión, por mucho que ahora estuviera al mando de una banda de rufianes. Desde que empezara el recorrido por la guarnición, el joven oficial había hecho lo posible por mostrarse cordial. Ferox era todo un veterano, y, por lo que se decía, tenía una larga y distinguida hoja de servicios. Nunca hacía ningún daño ser amable con alguien que, un buen día, podía convertirse en un contacto útil. La lastima era que el tipo fuera tan arisco.

—El scorpio de abajo —dijo Ferox bruscamente antes incluso de poner ambos pies en lo alto—. ¿Cada cuánto tiempo se lleva a cabo el mantenimiento?

En la planta inferior había una máquina ligera de asedio cubierta para protegerla de los rigores del clima.

Antes de que Sabino pudiera responder, uno de los centinelas dio un pisotón en los tablones y se puso firme.

—¡Se limpia cada tres días, señor! —informó el soldado—. ¡Las cuerdas se comprueban cada día, señor!

Ferox gruñó y Sabino confió en que la gratitud que sintió hacia el legionario no se notara demasiado. Tarde o temprano habría recordado la respuesta, pero en ese momento se había quedado en blanco.

—¿Se alcanza el puente con él?

El fuerte se alzaba junto a un camino principal que llevaba al río.

—No —repuso Sabino, seguro de su respuesta al menos esta vez—. Con un poco de suerte y con el viento a favor puede ser, de vez en cuando, pero sin precisión. Hay algo más de unos doscientos cincuenta pasos desde la puerta hasta el primer tablón del puente. Doscientos cincuenta y tres, para ser exactos —añadió habiéndolo comprobado por sí mismo.

Ferox asintió.

—Así que colocar uno aquí arriba no serviría de nada.

—Me temo que no.

Otro gruñido. El centurión dejó atrás la escala y se irguió. Era un hombre corpulento, aunque algo más bajo que el bandido y más ancho de hombros. Transmitía cierta fuerza melancólica. Tenía los ojos grises y fríos, aunque cuando giró la cabeza para mirar a su alrededor, Sabino creyó ver satisfacción en ellos. Después de dos horas recorriendo los edificios y las estrechas calles del fuerte, suponía todo un alivio estar ahí arriba. Incluso bajo la nieve, las vistas eran magníficas, con profundos valles cuyas pendientes ascendían hacia el nordeste en dirección al paso de montañas que serpenteaba y se perdía de camino al gran río.

Sabino decidió que aquel era buen momento para animar a todo el mundo, así que se dirigió al parapeto e hizo un gesto con los brazos para mostrar la grandeza que los rodeaba.

—Bien, ahí están —dijo esbozando en su cara redonda un gesto más infantil de lo habitual.

Su casco, con el penacho transversal como el de Ferox, aunque en este caso negro en vez de blanco, parecía demasiado grande para él, lo que servía para reforzar su aspecto pueril. Llevar encima esa cosa era un incordio cuando se trataba de hacer algo tan rutinario como recorrer el fuerte, pero cuando el recién llegado oficial decidió no quitárselo, Sabino no pudo más que imitarle.

—Sí, ahí lo tenéis —continuó—. Hasta el último de ellos, todos los árboles son de la altura y de la forma reglamentaria y están en sus puestos —dijo teatralmente—. De hecho, diría que hay una docena más de ellos desde ayer… Ese de ahí, por ejemplo. —Señaló—. Y el roble que tiene al lado. Estoy seguro de que es el doble de alto que cuando lo vi la última vez.

—Es un haya, señor —le corrigió uno de los centinelas—. Con el debido respeto, señor.

—Oh… ¿En serio, Maternus?

El legionario asintió.

—Y tiene la misma altura que ayer.

A un veterano siempre se le permitían cosas que no se hubieran tolerado en un recluta cualquiera, más aún tratándose de un oficial tan afable como Sabino.

—¿De verdad? Bueno, tú sabes más de esas cosas, estoy seguro —continuó el centurión—. Así que es un haya… Eso demuestra que los muy truhanes cambian de parecer de un día para otro.

Le resultó decepcionante que Ferox no sonriese, y, en su lugar, quitó la nieve del parapeto con la mano para poder apoyarse y mirar a lo lejos. Su instinto le decía que los informes eran correctos, y que el ataque podía llegar en cualquier momento. Y, sin embargo, ahí fuera todo estaba tranquilo, sin el menor indicio de peligro. Puede que estuviera equivocado y puede que no. Si todavía seguía vivo, era gracias a su instinto y a una buena cantidad de suerte, lo que aún le preocupaba más, porque aquel lugar no le hacía sentir afortunado.

—Deberás tener cuidado —le dijo el centurión.

Las palabras de este parecieron enlazar con sus pensamientos, y Ferox tuvo que hacer un esfuerzo para no reaccionar.

—¿Cuidado, Sabino? —Ferox hizo lo posible por aparentar despreocupación y esbozó una irónica sonrisa antes de volver a fijarse en el paisaje.

No había dicho gran cosa en toda la mañana, de modo que su guía recibió la respuesta con satisfacción.

—Sí, señor —dijo Sabino—, hay que tener cuidado y no ponerse a contar árboles. No es bueno si se quiere mantener cierta paz interior.

No hubo más respuestas, y, pasado un rato, el sujeto que parecía un bandido resopló.

—En Britania también tenemos árboles. ¿Qué les pasa a estos?

—Te llamabas Vindex, ¿verdad? —Sabino recordó el nombre porque era el mismo que el del senador que había intentado derrocar a Nerón, pero murió en el intento. El bandido farfulló una insolencia, pero el romano decidió no darle importancia, aliviado de que alguien hubiera dicho algo—. Sí. Verás, Vindex, estos bosques tienen algo de especial. ¿Verdad, Maternus?

—Así es, señor —repuso el centinela. Daba la sensación de que había oído ya la perorata—....



Ihre Fragen, Wünsche oder Anmerkungen
Vorname*
Nachname*
Ihre E-Mail-Adresse*
Kundennr.
Ihre Nachricht*
Lediglich mit * gekennzeichnete Felder sind Pflichtfelder.
Wenn Sie die im Kontaktformular eingegebenen Daten durch Klick auf den nachfolgenden Button übersenden, erklären Sie sich damit einverstanden, dass wir Ihr Angaben für die Beantwortung Ihrer Anfrage verwenden. Selbstverständlich werden Ihre Daten vertraulich behandelt und nicht an Dritte weitergegeben. Sie können der Verwendung Ihrer Daten jederzeit widersprechen. Das Datenhandling bei Sack Fachmedien erklären wir Ihnen in unserer Datenschutzerklärung.