Goldsworthy | El muro | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, 465 Seiten

Goldsworthy El muro


1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19301-66-6
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 465 Seiten

ISBN: 978-84-19301-66-6
Verlag: Ediciones Pàmies
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«Una imagen extraordinariamente vívida de cómo eran las batallas en las fronteras del Imperio romano». The Times «Descarnada y realista». Daily Telegraph «Acerca al lector a la verdadera naturaleza de la Britania romana». New Books Magazine 117 d. C. Britania. El centurión Flavio Ferox está tratando de vivir, por fin, de forma tranquila, supervisando las propiedades de su esposa, la reina de los brigantes, y controlando el impulso de asesinar a un vecino molesto..., hasta que alguien lo hace por él. Empujado de nuevo a una vida de violencia, pronto se encuentra persiguiendo asaltantes, luchando contra jefes guerreros y negociando con reyes tribales. Bajo el mando del nuevo emperador, Adriano, el mundo entero parece estar cambiando: los antiguos amigos ahora son enemigos, los enemigos afirman ser amigos y nuevas y mortales amenazas acechan en las sombras. Cuando el propio Adriano llega a Britania para inspeccionar la construcción de su gran muro, la guerra estalla súbitamente. Ferox es el único que puede salvar al emperador, pero con su familia y su propia vida en peligro, primero debe decidir de qué lado está.

Adrian Goldsworthy se doctoró en Historia en la universidad de Oxford en 1994, y se ha convertido en un aclamado historiador de la Antigua Roma. Es, además, uno de los mayores expertos en Historia Militar del mundo antiguo. Ha sido catedrático en varias universidades y ha trabajado como asesor en prestigiosos documentales de History Channel. En su obra compagina el ensayo histórico con la ficción. En Pàmies hemos publicado sus seis novelas: Vindolanda (2018), Hibernia (2019), Brigantia (2020), El fuerte (2021), La ciudad (2022) y ahora El muro. Sus obras han sido traducidas a una veintena de idiomas, incluido el español.
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Prólogo


Antioquía del Orontes, en casa del legatus Augusti de Siria

Decimoséptimo día antes de las calendas de septiembre, durante el consulado de Quinto Aquilio Niger y Mario Rebilio Aproniano

16 de agosto del año 117 d. C.

Adriano suspiró mientras volvía a revisar la carta interceptada. Su autor era un individuo bastante decente y bueno en su trabajo, pero demasiado ingenuo. Los libertos solían ser perspicaces, pero Fedimo, el chambelán imperial, escribía con una indiscreción fuera de lugar en un hombre tan puntilloso para con sus deberes. Era como si creyera que nadie podía escuchar a escondidas las palabras de una página, a diferencia de lo que ocurría con una conversación a viva voz.

«Me preocupa la salud del princeps, nuestro señor Trajano, el mejor de los amos, que me ha tratado con tanta justicia y que me concedió la libertad hace muchos años. Sus reglas son estrictas y precisas, sus estándares, altos, como nosotros, los que servimos en su familia sabemos muy bien. Sin embargo, si eres diligente y sigues esas mismas reglas, él siempre es amable. Pocas casas han sido tan felices como la nuestra, tanto si estábamos en Roma, en el campo o en la guerra.

El princeps ya no es joven, cierto, pero los que lo hemos visto en estos últimos años en los montes de Armenia y los desiertos de Asiria no podíamos dejar de maravillarnos ante el vigor de un hombre de sesenta y dos años, que marchaba con tanta firmeza y cabalgaba tan lejos como cualquier soldado del ejército».

Eso era cierto. Cuantos más años cumplía Trajano, más sentía la necesidad de demostrar su vigor a todos —y más que a nadie, a sí mismo—.

«El señor Trajano siempre es más feliz cuando está con su ejército en campaña, cubierto de sudor, con el cabello canoso y el rostro llenos de polvo o empapados de lluvia. Sus sirvientes personales menean la cabeza al calcular la cantidad de trabajo que necesitarán para que vuelva a estar decente. Pero para la hora de la cena vuelve a presentarse inmaculado, con túnica y manto, o, a veces, incluso con toga, y con los zapatos impecables. Y, a la mañana siguiente, está listo antes del amanecer, con la armadura reluciente y las botas y las piezas de cuero lustrosas».

Trajano había disfrutado de todo eso, siempre había querido mostrarse como el típico militar huraño. La lucha y la victoria ejercían sobre él una atracción aún mayor que la del vino, y eso que siempre había sido un bebedor empedernido.

«Solo en estos últimos tiempos su apetito ha disminuido, como sé muy bien, puesto que es tarea mía supervisar cada comida. Él, sus oficiales y los comites solían comer en abundancia, con grandes cantidades de carne, todo servido y elegido con cierto estilo y discernimiento, aunque sea yo quien lo diga. Todo era del mejor gusto, ya que no puedo resistirme a hacer este juego de palabras…».

No, no puedes, ¿verdad?, pensó Adriano.

«… sin rebajarse nunca a la vulgaridad de tantos hombres ricos, incluso entre los senadores, que creen que algo tiene mérito simplemente por ser raro, caro o lujoso. Eran comidas buenas y decentes, para el mejor y más decente de los emperadores. Eso es exactamente lo que el Señor Trajano exigía y recibía. Comía bien, aunque a menudo los platos se quedaban fríos porque le encantaba hablar y reír. Tengo prohibido preparar raciones extra, de esas que, en las mesas elegantes, se van cocinando en distintos momentos, de modo que, cuando la conversación comienza a decaer, se pueda ordenar que los esclavos sustituyan fácilmente los platos fríos con los recién preparados».

Adriano podía oír la voz de su primo, como si Trajano estuviera en esa misma habitación. «Dejemos ese tipo de cosas para los de la ralea de Marco Antonio y su furcia».

Leyó por encima las siguientes líneas, en las que Fedimo se extendía tratando sobre las comidas y su preparación, y lo que era apropiado para un princeps y sus invitados. Los esclavos y libertos solían tener puntos de vista muy rígidos sobre tales cosas. La mayoría de los hombres creen sinceramente que las preocupaciones de su día a día son de la mayor importancia para el resto del mundo. Después de más de una página al respecto, el chambelán expresaba una leve desaprobación por la embriaguez que acompañaba muchas de las comidas a la mesa del emperador.

«Esto es por influencia del emperador, porque bebe lo mismo o más que todos los demás, sin perder nunca del todo el control. Sus asistentes dicen que llevarlo a la cama siempre era fácil, y que se despertaba sin necesidad de que fueran a llamarlo. Es uno de los borrachos mejor educados y más ordenados de los que se tiene noticia».

Adriano resopló, divertido. Trajano estaría complacido con ese comentario mientras se hiciera en privado, pero no querría que se propagara más allá de su círculo. Resultaba muy fácil olvidar que los esclavos y libertos conocían mejor a su amo o a su ama que ninguna otra persona. También los juzgaban, generalmente con perspicacia, aunque desde un punto de vista muy particular. Un hombre sabio consideraría eso como una advertencia, y recordaría no ser demasiado espontáneo en sus actos o sus palabras.

«Ahora bebe menos, y solo después de que yo haya probado su copa, en parte, porque sospecha y, en parte, por motivos de salud. El cambio en sus hábitos alimenticios es aún mayor. El princeps solía comer bien, tanto si la comida estaba caliente o fría como una piedra, pero ahora picotea los platos, y sufre con demasiada frecuencia de dolores de estómago o flojedad intestinal. Los viajes duros y las luchas en tierras hostiles no son cosas que ayuden a engordar. Tal vez no lo creas, ¡pero hasta yo estoy indudablemente delgado! El señor Trajano se ha ido quedando demacrado en los últimos años, por lo que aparenta más edad de la que tiene, incluso con todo su vigor. Desde que se puso enfermo, el mes pasado, se está consumiendo, y sus miembros, que antes eran musculosos, ahora parecen delgados como palos. Lucha para mover, aunque sea mínimamente, el brazo izquierdo, mientras que la pierna está rígida, lo que le hace cojear.

El señor Trajano cree que lo están envenenando, y yo considero el mayor cumplido de mi vida que todavía confíe en mí —y solo en mí— para probar su vino y su comida».

Bueno, eso era suficiente como para asegurarse de que nadie más llegara a leer nunca aquella carta. Había rumores —siempre los había—, pero a Fedimo, cuya opinión no importaría en otras circunstancias, no se le podía permitir expresar tales preocupaciones.

«No sé si esto es cierto o no, pero conozco a mi amo, a mi patrón, y sé que es un hombre valiente que se ha enfrentado a la muerte muchas veces sin pestañear».

Nadie podría dudar de la valentía de Trajano. Dos años antes, en aquella misma ciudad, se había quedado atrapado tras el derrumbamiento de su casa, mientras la tierra temblaba y los edificios se desmoronaban. Se pasó horas en una caverna formada por los escombros, dando ánimos a los esclavos sepultados con él, hasta que el equipo de rescate logró sacarlos.

Un año antes, casi se había ahogado cuando su barco naufragó en el Tigris. Otros perecieron, mientras que él nadó con facilidad hasta la orilla. Algo muy parecido le había ocurrido a Alejandro Magno muchos siglos antes. Dicen que Trajano mostró más emoción cuando llegaron a Cárace, en la desembocadura del gran río, y vio cómo un barco zarpaba para emprender su largo viaje hasta la India. Algunos comentaban que lloró porque era demasiado viejo para hacer lo mismo que Alejandro, que condujo a sus ejércitos hasta aquellas tierras. Adriano lo dudaba, porque el princeps siempre había sabido dominar sus emociones en público y no era tan débil como para derramar lágrimas. Probablemente ese anhelo sí resultaba real, pero, como muchos otros impulsos, era algo que su primo mantendría bajo control.

Todo eso había ocurrido antes de que la guerra se recrudeciera. Trajano había creado nuevas provincias en los territorios arrebatados a los partos y a sus aliados. De repente, estallaron revueltas simultáneas en muchos lugares diferentes. Tal vez fuera casualidad, tal vez no, porque había muchos judíos influyentes en Babilonia, pero la población judía de Egipto, Cirenaica y más allá también se lanzó a una guerra salvaje, masacrando a sus vecinos y derrotando a las diezmadas guarniciones romanas.

Después de meses de victorias, Trajano tuvo que enfrentarse a una amenaza tras otra. Sus ejércitos estaban cansados y diseminados por las tierras recién conquistadas. Los sorprendieron, y no pudieron mostrarse fuertes en todos los frentes a la vez. Hubo derrotas y varios desastres absolutos. Fedimo notó el cambio.

«… cuando la guerra se recrudeció y estallaron rebeliones en muchas de las provincias recién conquistadas, el estado de ánimo de mi señor Trajano se volvió sombrío y los años empezaron a pesarle.

No debería haber dudado de él. Una mañana, el princeps se despertó y fue como si sus hombros se hubieran liberado del peso de varias décadas. Había encontrado el camino a seguir, y despachó órdenes mientras se ponía personalmente a la cabeza de una columna del ejército. A partir de entonces, todas las noticias traían ecos de victorias. Proclamó un nuevo rey de reyes en la ciudad real de Ctesifonte, poniendo a uno de sus hombres como gobernante del gran Imperio parto. Lusio Quieto, ese africano que parece envejecer casi tan bien como el señor...



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