E-Book, Spanisch, Band 510, 364 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
González Torralba Buenos tiempos
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19553-59-1
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 510, 364 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
ISBN: 978-84-19553-59-1
Verlag: Siruela
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Victoria González Torralba (Barcelona, 1966) es licenciada en Ciencias de la Información. Su trayectoria profesional se ha desarrollado en diferentes publicaciones, principalmente en revistas culturales, femeninas y de viajes. Su primera novela, Llámame Méndez (finalista del Premio Tuber Melanosporum-Morella Negra 2018 y del Premio Cubelles Noir 2018), es una precuela de la serie del famoso inspector creado por su padre, el escritor Francisco González Ledesma.
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Capítulo 1
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La arena húmeda desprendía un tenue aroma a algas. Con el cuerpo entumecido, avancé por la playa como una sonámbula. El sol aún no asomaba por la línea del horizonte. Juan Sil, algo más adelantado, caminaba con decisión. Llevaba a cuestas los aparejos de pesca, la nevera con los cebos y un mal humor endémico. Era un hombre enérgico, incluso a aquellas horas intempestivas.
Lo contemplé con ojos adormilados y pensé que, aunque coincidiéramos en un mismo espacio, habitábamos dimensiones diferentes.
—Espabila, que al final saldremos los últimos.
Su voz sonó grave, rasposa.
Miré alrededor. No vi a nadie, ni en la playa ni adentrándose en el mar. Estábamos solos. Seríamos los primeros en salir, como siempre.
Nos detuvimos junto a la barca, que descansaba boca abajo junto a otras de tamaño similar.
Confundirse de embarcación resultaba imposible. La de Sil era roja, de un rojo chillón que te estallaba en la retina. Las sillas de su cantina también eran de ese color, así como la puerta que daba al almacén y la verja del jardín.
La explicación a tanta exaltación cromática no respondía a una sensibilidad especial, sino a una prosaica realidad. En el pasado alguien le había saldado una deuda pagándole con botes de pintura roja. En la vida de Sil las cosas funcionaban así. La relación causa-efecto era una línea recta de trazo firme.
Con más habilidad que fuerza, dimos la vuelta a la embarcación y depositamos en su interior los utensilios de pesca y el calzado del que nos acabábamos de desprender.
Los zuecos de Sil resonaron al golpear contra las tablas. Constituían en él un signo distintivo. Le encantaba arrastrar los talones al caminar, dejando que la suela de madera raspara el suelo, igual que un fantasma tirando de sus cadenas.
Algunas personas se parapetan detrás de gestos innecesarios. Se frotan las manos para aliviar un frío que no sienten, se rascan la cabeza fingiendo un picor que no padecen o miran con empeño el reloj sin importarles qué hora es. Simulan una necesidad que no existe. Sil campaneaba levemente las caderas al andar. Ninguna tara física justificaba ese movimiento. En su juventud se había enrolado en un barco mercante y él atribuía a aquella época el origen de su peculiaridad.
—El mar te recuerda constantemente que no es fácil mantenerse en pie. En la tierra es bueno seguir recordándolo —afirmaba socarrón cuando le afeaban los andares.
Yo tenía el convencimiento de que renqueaba por dejadez, como si con esa laxitud quisiera manifestarle al mundo su descreimiento. En todo caso, aceptaba aquella y sus muchas otras rarezas con naturalidad, del mismo modo que asumía sin inmutarme su mala reputación.
Sobre él se rumoreaba que en el pasado había ejercido toda suerte de oscuros oficios y que como prestamista, actividad que desempeñaba con esmero y codicia, imponía severas condiciones. Sabía todo eso, como también sabía que conmigo siempre se había portado bien.
Arrastramos la barca hasta la orilla valiéndonos de unos rodillos.
Me quité la camiseta y los pantalones recortados. La humedad del amanecer se me adhirió a la piel.
Agradecí la penumbra. Mi cuerpo me parecía un catálogo de defectos, sobre todo si lo comparaba con el de las turistas extranjeras que, con la llegada del buen tiempo, invadían la costa. Esas jóvenes voluptuosas, de pelo rubio y ojos descaradamente azules me hacían sentir culpable, como si mi presencia deslustrara el paisaje. Una emoción similar me embargaba cuando, a finales de junio, las veraneantes procedentes de Barcelona se instalaban en los flamantes chalés. Las muchachas de esas familias poseían un aura especial. Caminaban con aire despreocupado, dejando a su paso un aroma a colonia y la estela colorista de sus prendas, muy alejadas de las que yo debía resignarme a vestir.
Al coincidir en la playa, el paseo o en los apartamentos que ellas disfrutaban y yo limpiaba, me sentía pequeña e insegura, aplastada por el peso del aplomo que da el dinero.
Observé con disgusto mis caderas y mis piernas, demasiado rotundas. Intenté consolarme recordando la finura de mi talle, mis ojos almendrados y el gracioso hoyuelo que partía en dos mi barbilla. Ese era el escueto inventario de rasgos de los que me sentía orgullosa.
El resto lo consideraba vulgar.
De niña nadie había señalado mi belleza, ni siquiera como muestra de afecto. Llegada la edad de considerar la apariencia, no era capaz de esgrimir argumentos para rebatir esa ausencia de elogios.
Me sujeté el pelo con una goma para evitar que la brisa lo arremolinara. La coleta no me favorecía, pero me daba igual. Sil era el único testigo y él tenía peor pinta que yo.
Exhibía sin pudor un bañador de tiempos remotos.
Contemplé sus piernas robustas, excesivamente cortas y algo arqueadas, la curvatura de su abdomen, los hombros cubiertos de un vello oscuro, sus bíceps poderosos, pero deslucidos por la flaccidez de la piel que los envolvía, y me pregunté cómo podía aquel hombre, de cuyas capacidades donjuanescas se contaban historias al filo de la leyenda, tener tanto éxito con las mujeres.
La respuesta estaba en la fuerza de su fisonomía. Las cejas pobladas y la cuadratura de la mandíbula le conferían un aire agreste, no carente de atractivo. Sobre todo, si te detenías en sus ojos. Eran negros, como su mirada.
Ignoraba su edad, pero sumaba años suficientes como para prestarle más atención a los recuerdos que a los sueños; a pesar de ello, sospechaba que por mucho que viviera nunca le parecería bastante. Algo en su interior se agitaba inquieto, como una fiera enjaulada.
Las normas más elementales de la prudencia aconsejaban no enojarle o contrariarle. Sus brotes de mal humor no resultaban agradables. No vociferaba ni daba puñetazos en la mesa. Ese no era su estilo. Él adoptaba actitudes de apariencia más inofensiva, aunque más letales. Le bastaba clavar sus pupilas en las tuyas para dejarte paralizado, causándote el mismo efecto que un veneno inyectado en la yugular.
No consideraba esta particularidad un defecto, más bien una muestra de autenticidad, incómoda pero genuina. Me resultaba más inquietante la oscuridad que en ocasiones brotaba de sus silencios. En ese aspecto, Sil era como el mar, de naturaleza cambiante y profundidades insondables.
Metimos el bote en el agua y saltamos dentro.
Nuestras siluetas aún peleaban con las últimas sombras.
Una vez sentados en la bancada, colocamos los remos en las chumaceras y nos pusimos en marcha, Sil bogando y yo sujetando el timón.
El suave tableteo de las olas acariciando la proa tenía un efecto sedante.
Permanecimos en silencio.
Poco a poco, las construcciones que bordeaban la playa se fueron achicando.
Los primeros rayos de sol, que ya se desperezaban, chocaban contra las fachadas encaladas, proyectando una luz blanca y limpia.
A lo lejos, asomaban viñedos y olivares que, bajo el tímido manto de la mañana, adquirían la consistencia de una pintura al óleo. Dispersas en el lienzo, como brochazos caprichosos, se distinguían masías y florecientes chalés. Las primeras, elegantes testigos de un mundo condenado a desaparecer, y los segundos, sello distintivo de un progreso devorador.
La gente prosperaba, se atrevía a tener sueños, a pagarlos letra a letra y, sin darse cuenta, convertían sus deseos en realidades mediocres.
Más allá, las vías del tren subrayaban el paisaje.
Aspiré el aire marino y la sensación de letargo que hinchaba mis párpados empezó a desvanecerse.
El día que despuntaba tal vez valiera la pena.
Fijé mi atención en el campanario de la ermita, una iglesia del siglo XI, y en las tejas anaranjadas de la Torre del Arzobispo, una construcción defensiva alzada en el siglo XVII para proteger a la población de los ataques piratas. Cuando ambas se juntaban en nuestra perspectiva, nos deteníamos. Era la referencia que fijaba el fin de trayecto.
Sil echó el ancla y empezamos a cebar los anzuelos.
Le gustaba emplear varios tipos de gusanos. Las titas eran las mejores para pescar doradas, abundantes en esas aguas, aunque también capturábamos lubinas, sargos, raspallones, doncellas y serranos.
Yo me limitaba a pasarle los tarros intentando no prestar atención a su interior. Sentía compasión por aquellos animales cuyo destino los condenaba a ser atravesados por un anzuelo. Los amparaba el desconocimiento, no saber qué les esperaba. No eran tan distintos a nosotros.
Sil no podía considerarse un profesional, aunque tenía destreza. Llevaba muchos años saliendo al mar.
Solía usar caña corta, pero lo que más le gustaba era pescar con volantín. El método más auténtico, afirmaba con determinación cuando me instruía.
La técnica consistía en un sedal con un plomo en su extremo y diversos anzuelos cebados dispuestos por encima de él. En apariencia resultaba sencillo, pero para que el hilo no se te acabara enredando se requería práctica.
La primera vez que mi mano se agitó impulsada por la agonía de la presa descubrí en mí una excitación inesperada. Fue una sensación inquietante, un gozo bruto y primitivo del que no quise sentirme responsable. Aquel día Sil me miró y sonrió, como si fuéramos cómplices...




