E-Book, Spanisch, Band 413, 268 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
Gracia Las amantes boreales
1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-17624-08-8
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 413, 268 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
ISBN: 978-84-17624-08-8
Verlag: Siruela
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Irene Gracia (Madrid, 1956) cursó estudios de pintura y escultura en la facultad de Bellas Artes de Barcelona. Ha publicado las novelas Fiebre para siempre (premio Ojo Crítico 1994), Hijas de la noche en llamas (1999), Mordake o la condición infame (2001) y El coleccionista de almas perdidas (Siruela, 2006, finalista del premio de novela Fundación J. M. Lara a la mejor novela publicada en ese año). Es también autora de varios cuentos, aparecidos en diferentes antologías, y de una abundante obra pictórica.
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En la larga noche, antes de dejarme vencer por el sueño, suelo recordar nuestro pasado común y mi propio pasado...
Mis padres y los de Fedora eran amigos además de socios, y se dedicaban al negocio del cobre. Lo importaban de Chile y luego lo vendían en Rusia y el norte de Europa. Como la empresa tenía su propia vida, por no decir su propia mecánica, nuestros padres lo delegaban todo en sus capataces y sus encargados, y llevaban una vida disipada y melancólica. Al final, la frivolidad es una disciplina muy severa, y te va matando el alma. Lo fui viendo en mi madre día tras día. Su vejez paulatina no se detectaba en su piel, que se mantenía lisa como la porcelana; se detectaba en su mirada, en su sonrisa y en algunas de las palabras que decía de forma inconsciente y que surgían como puñales infectados desde las regiones más oscuras del alma.
Mi abuelo había sido menos frívolo que ella y mi padre. A los veinte años era ya un pianista renombrado, pero abandonó la música tras la muerte de su esposa, una bailarina que falleció en el parto de mi madre. Desde aquel mismo día mi abuelo se dedicó a restaurar pianos junto al camposanto donde reposaba su mujer.
Como mis progenitores apenas me hacían caso, bien puedo decir que mis verdaderos padres fueron mi abuelo y mi nodriza, una mujer de provincias que se llamaba Eulalia y que me dio de mamar hasta los tres años. Eulalia estaba siempre pendiente de mí, y mi relación con ella era tan íntima como la que se puede tener con una buena madre. Fue ella la que me enseñó a leer y a escribir y la que me llevaba al cine Aurora todos los sábados, para ver películas que nunca olvidaré: Alicia en el País de las Maravillas, a los cuatro años; La vida de Cristo, a los seis años; y El asesinato del duque de Guisa, a los ocho años.
Con la nodriza solía ir al cine. En cambio, a los espectáculos de danza solía ir con mi abuelo y gracias a él pude ver bailar a Isadora Duncan. La primera vez que actuó en San Petersburgo fue en enero de 1905. La misma Isadora contaba que, cuando bajó del tren, nadie la estaba esperando en el andén porque el tren se retrasó doce horas y llegó a las cuatro de la madrugada. Mientras se dirigía al hotel en carroza vio una procesión de obreros cargando con más de cien ataúdes en el sombrío amanecer de invierno. La noche siguiente, cuando le tocó bailar en el Teatro Imperial, le asombró el contraste entre lo que había visto el día anterior y el lujo tan hiriente como asombroso de las damas y caballeros que asistían a su espectáculo. Isadora había visto el entierro de parte de los obreros que habían muerto asesinados el Domingo Sangriento, y que nuestros padres nos ocultaron para que no creyésemos que vivíamos en el infierno y porque para ellos la muerte de doscientos individuos de la chusma tenía menos importancia que el fallecimiento de uno de aquellos caballos por los que apostaban en el hipódromo y que a veces llevaban el nombre de algún antiguo héroe ruso.
Solo mucho más tarde, cuando ya estaba cerca la Revolución de Octubre, me enteré de los pormenores del Domingo Sangriento, y supe que aquel domingo más de 200.000 obreros se habían acercado al Palacio de Invierno con iconos religiosos y retratos del zar para pedir clemencia al monarca con voluntad cristiana y buenas maneras. Exigían subidas salariales que les permitieran alimentar mejor a sus familias. La prueba de que su protesta se enmarcaba dentro de los límites del cristianismo, y apuntaba al concepto de caridad más que al de revolución, se observa en el hecho de que capitaneaba la manifestación un sacerdote ortodoxo que se había convertido en el gran defensor de la clase obrera, el padre Gapón.
También supe más tarde que, mientras los obreros se agolpaban ante el Palacio de Invierno, el zar se hallaba pasando el fin de semana en el palacio residencial de Tsárskoye Seló, el Versalles ruso, y que fue su primo, el duque Vladimir Aleksándrovich, el que ordenó a la Guardia Imperial disparar contra la multitud.
Tres años después del Domingo Sangriento, conocí a Fedora en el cementerio de pianos de mi abuelo, un enorme taller ubicado en la isla Vasílievski, entre la estación marítima y el cementerio Smolensk, donde se amontonaban centenares de teclados de todas las clases y todas las épocas. Era una nave en la que te podías perder por su amplitud y por la cantidad de restos de pianos que contenía, apilados unos sobre otros. Algunos parecían cadáveres todavía hermosos; sin embargo, la mayoría ya no tenía remedio. Habían sido desahuciados. Eran instrumentos muertos, pero el espectáculo que conformaban resultaba conmovedor. Pianos y más pianos montados los unos sobre los otros, hasta llegar al techo, como si formasen hileras de nichos donde se apilaban claves, clavicordios, clavicémbalos, órganos, armonios, espinetas...
Los instrumentos más desmembrados resultaban casi irreconocibles, como los soldados mutilados en el campo de batalla. Se acumulaban en una zona parecida a una fosa común. Eran ruinas de otros tiempos, de otras músicas. Algunos pianos carecían de teclados y habían enmudecido, pero otros podían ser muy elocuentes y simplemente necesitaban que les afinasen la voz.
Una tarde, Fedora llegó con su profesora de música en busca de una pieza para su piano, y mi abuelo les dejó que se perdiesen por su cementerio. Entre los montones de cadáveres, Fedora fue acercándose a la franja de luz que entraba por una de las ventanas. Yo me hallaba oculta tras el piano que Nadezhda von Meck regaló a Chaikovski, y me hice visible dando un grito. Del susto, Fedora pasó a las carcajadas que yo misma le comuniqué. Enseguida sentí que nuestros espíritus circulaban de uno a otro cuerpo con facilidad, y percibí que entre ella y yo había una conexión.
A partir de entonces, rara era la tarde que Fedora no venía a visitarme al cementerio de pianos, acompañada de su niñera. En aquel camposanto de artefactos que en otro tiempo habían provocado las jubilosas lágrimas del público, nos contábamos la una a la otra los secretos de nuestras respectivas familias. Nuestro común desdén por nuestros padres nos vinculaba más todavía. En San Petersburgo, nuestros progenitores tenían fama de disolutos y de haber jugado al intercambio de parejas. Fedora y yo lo dábamos por hecho. Eran unos libertinos y por eso nosotras estábamos en un cementerio de pianos. Aunque un hijo siempre abre una brecha en el reino del placer, existía la posibilidad de que ese hijo se esfumara como un soplo de viento. Podía quedar en el alma un morado para la culpa, pero la fiesta seguía para la gente que nunca quiere dejar la adolescencia. Fedora y yo procurábamos mantenernos ajenas a su universo; a pesar de ello, no podíamos evitar que en San Petersburgo la gente nos mirase tan mal como a nuestros padres, que apenas pisaban la ciudad en los últimos tiempos, pues compartían una casa solariega a orillas del Báltico, en la que pasaban parte del blanco verano y alguna semana del negro invierno.
Y, mientras ellos iban y venían, nosotras solíamos pasar los fines de semana en casa de mi abuelo, que nunca iba a dejar la ciudad porque San Petersburgo era de la misma sustancia que sus huesos y los huesos de su difunta esposa. En su cementerio musical pasábamos las horas muertas y las horas vivas.
Nuestro pasatiempo favorito consistía en trepar por las montañas de órganos, armonios, organillos, pianolas y pianos, para tocar al azar los teclados mutilados. Creíamos que los claves, clavicordios y clavicémbalos agradecían que los hiciésemos sonar, los resucitásemos y los librásemos de su largo silencio, que es la cárcel y la tumba de los instrumentos musicales.
Pensábamos que se mostraban tan agradecidos y generosos con nosotras como el genio con Aladino. Nos sentíamos poseídas por los espíritus de cuantos habían tocado aquellos instrumentos. Nosotras llamábamos a esa experiencia «la música del azar y la muerte», porque todo era azar en nuestra selección, y todo era muerte.
Nos convertíamos en médiums cuando nos hallábamos en el cementerio de pianos. Sentíamos que la música que íbamos tocando se nos filtraba por las yemas de los dedos, se nos disolvía en la sangre, nos corría por las venas, y nos movía todos los miembros del cuerpo, como si nuestra vida dependiese de todas aquellas estructuras en ruinas.
El día que celebramos el Año Nuevo, después de pasar nuestras primeras Navidades juntas con mi abuelo, Fedora y yo nos hallábamos en el cementerio de pianos, cuando llevamos a cabo un pacto de sangre, que consistía en hacerse un corte y juntar las muñecas, mezclando nuestra sangre. Lo habíamos leído en un libro sobre los pieles rojas.
Los movimientos de Fedora fueron delicados y perfectos, y le bastó con acariciar su vena con la navaja de afeitar para que brotasen las suficientes gotas de sangre. Se hizo un corte superficial, que apenas se llegaba a ver. En cambio, yo me hice una herida profunda, y se me iba por ella la sangre como el agua por la boca de un manantial. Empecé a marearme y me desmayé.
Al final, un médico vecino de mi abuelo me tuvo que coser con cinco puntos la muñeca de la mano izquierda para detener la hemorragia. ¡Qué ironía! El día que Fedora y yo formulamos un pacto de sangre para vivir siempre unidas, casi muero desangrada y nos separamos definitivamente.
Ese percance asustó a mi abuelo, que era un hombre sabio y parco en palabras, y le dijo a nuestros padres que él no se podía responsabilizar de dos criaturas tan asilvestradas como nosotras. Su miedo a no sabernos cuidar se había agrandado con la misteriosa...




