Güiraldes | Don Segundo Sombra | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 114, 196 Seiten

Reihe: Narrativa

Güiraldes Don Segundo Sombra


1. Auflage 2010
ISBN: 978-84-9897-044-9
Verlag: Linkgua
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 114, 196 Seiten

Reihe: Narrativa

ISBN: 978-84-9897-044-9
Verlag: Linkgua
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Don Segundo Sombra (1926) es una narración en primera persona de Ricardo Güiraldes. En ella se narra el proceso de formación de un joven, Fabio Cáceres, que busca la libertad en la pampa y en el mundo gaucho. Fabio Cáceres aprenderá al lado de Don Segundo Sombra, un maestro cualificado (siempre segundo y siempre en la sombra). Junto a él va viviendo los quehaceres cotidianos del gaucho, no faltando tampoco los episodios amorosos y sentimentales. Entre los tópicos inicialmente esgrimidos contra Don Segundo Sombra está su carácter popular, el respeto por el habla y las costumbres de los gauchos. Sin embargo, esta obra no es un retrato localista o una exaltación ingenua de un tipo social. El relato es moderno por su construcción y ritmo y por su tratamiento de los personajes. También, por la yuxtaposición de las escenas y por su descripción de la «épica» política. Los personajes están implicados en los conflictos de su tiempo y a la vez, obedecen a impulsos interiores que contrastan con una realidad más profunda. Don Segundo Sombra es fruto de un largo y meditado trabajo. Güiraldes, en una carta a su amigo y traductor de su obra, Valery Larbaud, le explicó los motivos: «Entre nosotros, la terminación de mi libro me ha costado disgustos. Encerrado en mi personaje que no me permitía volcarme en él, sino con mucha prudencia, me he visto refrenado en mis deseos de perfeccionar la expresión y he tenido que dejar muchas cosas como estaban, indigestándome con todas las posibilidades de reforma que se me quedaban dentro. Hubiera rehecho cada capítulo, pero he querido conservarles el tono del personaje que escribe. Usted dirá si hice bien.» Don Segundo Sombra es la obra que más ha contribuido a que Ricardo Güiraldes ocupe un lugar preeminente dentro de la literatura hispanoamericana.

Ricardo Güiraldes nació en una acaudalada familia en la Argentina que se fue a Francia cuando él cumplió un año. Pasó los primeros cuatros años de su vida en Europa y aprendió a hablar francés y alemán. Más tarde vivió en Argentina, en una casa en la ciudad y en la estancia La Porteña, en San Antonio de Areco. Su infancia en el campo lo acercó el ambiente gauchesco. Estudió arquitectura y derecho pero no terminó su formación universitaria. Tuvo entonces una vida de dandy en Europa hasta que se casó con Adelina del Carril en 1913. Fue amigo de Jorge Luis Borges con quien fundó las revistas Martín Fierro y Proa.
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II


Sin apuros, la caña de pescar al hombro, zarandeando irreverentemente mis pequeñas víctimas, me dirigí al pueblo. La calle estaba aún anegada por un reciente aguacero y tenía yo que caminar cautelosamente, para no sumirme en el barro que se adhería con tenacidad a mis alpargatas, amenazando dejarme descalzo.

Sin pensamientos seguí la pequeña huella que, vecina a los cercos de cinacina, espinillo o tuna, iba buscando las lomitas como las liebres para correr por lo parejo.

El callejón, delante mío, se tendía oscuro. El cielo, aún zarco de crepúsculo, reflejábase en los charcos de forma irregular o en el agua guardada por las profundas huellas de alguna carreta, en cuyo surco tomaba aspecto de acero cuidadosamente recortado.

Había ya entrado al área de las quintas, en las cuales la hora iba despertando la desconfianza de los perros. Un incontenible temor me bailaba en las piernas, cuando oía cerca el gruñido de algún mastín peligroso; pero sin equivocaciones decía yo los nombres: Centinela, Capitán, Alvertido. Cuando algún cuzco irrumpía en tan apurado como inofensivo griterío, mirábalo con un desprecio que solía llegar al cascotazo.

Pasé al lado del cementerio y un conocido resquemor me castigó la médula, irradiando su pálido escalofrío hasta mis pantorrillas y antebrazos. Los muertos, las luces malas, las ánimas, me atemorizaban ciertamente más que los malos encuentros posibles en aquellos parajes. ¿Qué podía esperar de mí el más exigente bandido? Yo conocía de cerca las caras más taimadas y aquel que por inadvertencia me atajara, hubiese conseguido cuanto más que le sustrajera un cigarrillo.

El callejón habíase hecho calle, las quintas manzanas; y los cercos de paraísos, como los tapiales, no tenían para mí secretos. Aquí había alfalfa, allá un cuadro de maíz, un corralón o simplemente malezas. A poca distancia divisé los primeros ranchos, míseramente silenciosos y alumbrados por la endeble luz de velas y lámparas de apestoso kerosén.

Al cruzar una calle espanté desprevenidamente un caballo, cuyo tranco me había parecido más lejano y como el miedo es contagioso, aun de bestia a hombre, quedeme clavado en el barrial sin animarme a seguir. El jinete, que me pareció enorme bajo su poncho claro, reboleó la lonja del rebenque contra el ojo izquierdo de su redomón, pero como intentara yo dar un paso el animal asustado bufó como una mula, abriéndose en larga tendida. Un charco bajo sus patas se despedazó chillando como un vidrio roto. Oí una voz aguda decir con calma:

—Vamos pingo... Vamos, vamos pingo...

Luego el trote y el galope chapalearon en el barro chirle.

Inmóvil, miré alejarse, extrañamente agrandada contra el horizonte luminoso, aquella silueta de caballo y jinete. Me pareció haber visto un fantasma, una sombra, algo que pasa y es más una idea que un ser; algo que me atraía con la fuerza de un remanso, cuya hondura sorbe la corriente del río.

Con mi visión dentro, alcancé las primeras veredas sobre las cuales mis pasos pudieron apurarse. Más fuerte que nunca vino a mí el deseo de irme para siempre del pueblito mezquino. Entreveía una vida nueva hecha de movimiento y espacio.

Absorto por mis cavilaciones crucé el pueblo, salí a la oscuridad de otro callejón, me detuve en «La Blanqueada».

Para vencer el encandilamiento fruncí como jareta los ojos al entrar al boliche. Detrás del mostrador estaba el patrón, como de costumbre, y de pie, frente a él, el tape Burgos concluía una caña.

—Güenas tardes, señores.

—Güenas —respondió apenas Burgos.

—¿Qué trais? —inquirió el patrón.

—Ahí tiene don Pedro —dije mostrando mi sarta de bagresitos.

—Muy bien. ¿Querés un pedazo de mazacote?

—No, don Pedro.

—¿Unos paquetes de La Popular?

—No, don Pedro... ¿Se acuerda de la última platita que me dio?

—Sí.

—Era redonda.

—Y la has hecho correr.

—Ahá.

—Güeno... ahí tenés —concluyó el hombre, haciendo sonar sobre el mostrador unas monedas de níquel.

—¿Vah’a pagar la copa? —sonrió el tape Burgos.

—En la pulpería’e Las Ganas —respondí contando mi capital.

—¿Hay algo nuevo en el pueblo? —preguntó don Pedro, a quien solía yo servir de noticiero.

—Sí, señor... un pajuerano.

—¿Ande lo has visto?

—Lo topé en una encrucijada, volviendo’el río.

—¿Y no sabés quién es?

—Sé que no es de aquí... no hay ningún hombre tan grande en el pueblo.

Don Pedro frunció las cejas como si se concentrara en un recuerdo.

—Decime... ¿es muy moreno?

—Me pareció... sí, señor... y muy juerte.

Como hablando de algo extraordinario el pulpero murmuró para sí:

—Quién sabe si no es don Segundo Sombra.

—Él es —dije, sin saber por qué, sintiendo la misma emoción que, al anocher, me había mantenido inmóvil ante la estampa significativa de aquel gaucho, perfilado en negro sobre el horizonte.

—¿Lo conocés vos? —preguntó don Pedro al tape Burgos, sin hacer caso de mi exclamación.

—De mentas no más. No ha de ser tan fiero el diablo como lo pintan ¿quiere darme otra caña?

—¡Hum! —prosiguió don Pedro— yo lo he visto más de una vez. Sabía venir por acá a hacer la tarde. No ha de ser de arriar con las riendas. Él es de San Pedro. Dicen que tuvo en otros tiempos una mala partida con la policía.

—Carnearía un ajeno.

—Sí, pero me parece que el ajeno era cristiano.

El tape Burgos quedó impávido mirando su copa. Un gesto de disgusto se arrugaba en su frente angosta de pampa, como si aquella reputación de hombre valiente menoscabara la suya de cuchillero.

Oímos un galope detenerse frente a la pulpería, luego el chistido persistente que usan los paisanos para calmar un caballo, y la silenciosa silueta de don Segundo Sombra quedó enmarcada en la puerta.

—Güenas tardes —dijo la voz aguda, fácil de reconocer.

—¿Cómo le va don Pedro?

—Bien ¿y usté don Segundo?

—Viviendo sin demasiadas penas graciah’a Dios.

Mientras los hombres se saludaban con las cortesías de uso, miré al recién llegado. No era tan grande en verdad, pero lo que le hacía aparecer tal hoy le viera, debíase seguramente a la expresión de fuerza que manaba de su cuerpo.

El pecho era vasto, las coyunturas huesudas como las de un potro, los pies cortos con un empeine a lo galleta, las manos gruesas y cuerudas como cascarón de peludo. Su tez era aindiada, sus ojos ligeramente levantados hacia las sienes y pequeños. Para conversar mejor habíase echado atrás el chambergo de ala escasa, descubriendo un flequillo cortado como crin a la altura de las cejas.

Su indumentaria era de gaucho pobre. Un simple chanchero rodeaba su cintura. La blusa corta se levantaba un poco sobre un «cabo de güeso», del cual pendía el rebenque tosco y ennegrecido por el uso. El chiripá era largo, talar, y un simple pañuelo negro se anudaba en torno a su cuello, con las puntas divididas sobre el hombro. Las alpargatas tenían sobre el empeine un tajo para contener el pie carnudo.

Cuando lo hube mirado suficientemente, atendí a la conversación. Don Segundo buscaba trabajo y el pulpero le daba datos seguros, pues su continuo trato con gente de campo, hacía que supiera cuanto acontecía en las estancias.

...en lo de Galván hay unas yeguas pa domar. Días pasaos estuvo aquí Valerio y me preguntó si conocía algún hombre del oficio que le pudiera recomendar, porque él tenía muchos animales que atender. Yo le hablé del Mosco Pereira, pero si a usted le conviene...

—Me está pareciendo que sí.

—Güeno. Yo le avisaré al muchacho que viene todos los días al pueblo a hacer encargos. Él sabe pasar por acá.

—Más me gusta que no diga nada. Si puedo iré yo mesmo a la estancia.

—Arreglao. ¿No quiere servirse de algo?

—Güeno —dijo don Segundo, sentándose en una mesa cercana— eche una sangría y gracias por el convite.

Lo que había que decir estaba dicho. Un silencio tranquilo aquietó el lugar. El tape Burgos se servía una cuarta caña. Sus ojos estaban lacrimosos, su faz impávida. De pronto me dijo, sin aparente motivo:

—Si yo juera pescador como vos, me gustaría sacar un bagre barroso bien grandote.

Una risa estúpida y falsa subrayó su decir, mientras de reojo miraba a don Segundo.

—Parecen malos —agregó—, porque colean y hacen mucha bulla; pero ¡qué malos han de ser si no son más que negros!

Don Pedro lo miró con desconfianza. Tanto él como yo conocíamos al tape Burgos, sabiendo que no había nada que hacer cuando una racha agresiva se apoderaba de él.

De los cuatro presentes sólo don Segundo no entendía la alusión, conservando frente a su sangría un aire perfectamente distraído. El tape volvió a reírse en falso, como contento con su comparación. Yo hubiera querido hacer una prueba u ocasionar un cataclismo que nos distrajera. Don Pedro canturreaba. Un rato de angustia pasó para todos, menos para el forastero, que decididamente no había entendido y no parecía sentir siquiera el frío de nuestro silencio.

—Un barroso grandote —repitió el borracho—, un barroso grandote... ¡ahá! aunque tenga barba y ande en dos patas como los cristianos... En San Pedro cuentan que hay muchos d’esos ochos; por eso dice el...



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