E-Book, Spanisch, Band 94, 216 Seiten
Reihe: Narrativas
Guidorizzi Yo, Agamenón
1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-19168-61-0
Verlag: Gallo Nero
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Los héroes de Homero
E-Book, Spanisch, Band 94, 216 Seiten
Reihe: Narrativas
ISBN: 978-84-19168-61-0
Verlag: Gallo Nero
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Giulio Guidorizzi ha impartido clases de Literatura griega y Antropología de la Antigu?edad en las universidades de Turín y Milán. Entre sus obras destacan Il mito di Edipo (Einaudi, 2004, con Maurizio Bettini), Il mito greco (Mondadori, 2009-2012, cuyo prólogo recibió el Premio De Sanctis 2013 en la categoría de ensayo breve), Il compagno dell'anima. I Greci e il sogno (Raffaello Cortina, 2013, premio Viareggio-Rèpaci), Ulisse. L'ultimo degli eroi (Einaudi, 2018), Enea. Lo straniero. Le origini di Roma (Einaudi, 2020) y Pietà e terrore. La tragedia greca (Einaudi, 2023). Ha traducido al italiano, entre otros, a los poetas líricos griegos, Bacantes, Ifigenia en Áulide y Las troyanas de Eurípides y Edipo rey de Sófocles.
Weitere Infos & Material
Mýthos. Correr por una esposa
Los cantores recuerdan lo que ocurrió, lo bello y lo feo, todo mezclado. Y recuerdan al rey Agamenón y al ejército de su pueblo, los aqueos; para los egipcios y para los hititas. Los mencionan en sus crónicas porque hallaron los filos de sus armas de bronce y la belleza de sus artes. Los aqueos conquistan ciudades, llevan sus naves a tierras lejanas y a veces otros pueblos los requieren para combatir a su lado y luego los recompensan con grandes cantidades de oro. Su lengua es la más ágil de todas las lenguas a la hora de formular pensamientos y nombres.
Sin embargo, los antepasados de los aqueos no sabían nada del mar color vino. Tal vez vivían entre llanuras aisladas por donde corrían a caballo y llevaban sus rebaños a pacer; en campamentos de tiendas y cercados de pastores nómadas donde había que velar por las noches a turnos para proteger al ganado de los animales salvajes y a las mujeres y los niños de los saqueadores, y con el amanecer bendecían la luz. Eran hombres instruidos en toda clase de peligros, y cuando llegaron a esa parte del mundo, conquistaron ciudades que otros hombres llevaban habitando mucho tiempo; hombres esbeltos y oscuros, diestros en fabricar naves y construir palacios. A las nuevas tierras se llevaron consigo las divinidades de los lugares de donde venían. Profesaban una religión tribal fundada en la familia patriarcal: Zeus era un padre y, sobre todo, un fecundador. Sus atributos de poder eran el rayo y el trueno, con los que acompañaba a su pueblo desde la época remota en que este vivía en las extensas e ilimitadas llanuras, donde el cielo y sus fenómenos se manifestaban con una fuerza desmesurada y los hombres se sentían ramitas a merced de la tormenta. En su viaje hacia el Mediterráneo descubrieron otras divinidades, sobre todo una diosa a quien los hombres del sur daban muchos nombres, por lo que ellos también la llamaron con los nombres de sus diosas: Hera, la esposa divina, Gea, Rea o incluso Deméter, la tierra fecunda. Todas ellas constituyen facetas distintas de una misma fuerza femenina, oscura y omnipresente, que sabe generar árboles, animales, hombres y mieses sin fin. Descubrieron que la diosa ya existía en las penínsulas abrasadas por el sol y el viento a las que llegaron, y aparecía representada en estatuillas de mujeres desnudas con el vientre hinchado y fértil y las caderas anchas. La llamaron , «la señora». Los viejos y los nuevos dioses mezclaron sus nombres, pero su naturaleza siguió siendo la misma. Aunque los ancestros de los aqueos impusieron muchas de sus antiguas costumbres, también los vencidos enseñaron a los vencedores muchas cosas que desconocían, sobre todo las palabras escritas y, entre ellas, la que indicaba un elemento natural que los aqueos jamás habían visto antes: el agua estriada de espuma y atravesada por la proa de los barcos; , el mar.
Desde entonces, los documentos grabados en tablillas de arcilla se compilaron, bien ordenados, en los archivos reales: los escribas registraban todo lo que acontecía mediante un sistema adoptado en esas tierras soleadas y aplicado a la nueva lengua. , señor; , trípode; , sacerdotisa; y los dioses , Atenea, , Dionisos: signos que se transformaban en sonidos y sonidos combinados en palabras, todas las necesarias.
Una bella invención para tener bajo control lo que un rey posee: las tinajas de vino y aceite, las medidas de grano que llenan los almacenes, los carros de guerra que debe proporcionar cada división de reclutamiento, los caballos y las armaduras. Una invención con la que los sacerdotes recababan ofrendas para llevarlas al templo y presentarlas ante las divinidades. Miel, cebada y vino para la Señora del Laberinto, venerada en la isla de Creta: Ariadna, la muy pura, Y también ofrendas para Asana, la señora de la guerra, y para Zeus, el padre de todos.
Los aqueos encomendaban muchos aspectos concretos a la palabra escrita, pero su legado más importante, esto es, los recuerdos de su pueblo, no lo confiaban a la escritura porque esta aprisiona la memoria, de modo que preferían escuchar a sus poetas. Los llamaban aedos, es decir, cantores. Los poetas eran los especialistas de la memoria y, en cuanto que analfabetos, jamás esgrimían una pluma entre las manos. A diferencia de los escribas egipcios, que custodiaban el saber encerrándolo en los rollos de pergamino, el único instrumento de los aedos era la voz, y al escucharlos parecía que sus palabras volaran: , «palabras aladas». El poder de los aedos es superior al de los escribas, constreñidos a copiar conceptos ya pensados; ellos, en cambio, son libres para narrar cuanto sucedió en los tiempos lejanos, las historias de los antepasados o, como suele decirse, «lo que fue, es y será». Todos los tiempos posibles pertenecen a los dominios de la palabra. Así, los aedos cuentan las «glorias de los hombres», , para que se conozcan en la posteridad.
Cuando la muerte ha recogido ya toda su cosecha, los cuerpos desaparecen y solo la memoria de lo consumado puede franquear el tiempo. Cada vez que un rey muere y sus facciones apenas se han entumecido en el sueño perpetuo, un orfebre le modela una máscara de oro sobre el rostro, las mujeres se alzan en un lamento fúnebre e innumerables sacrificios se llevan a cabo el día de las exequias. A veces las esposas del rey se clavan un puñal de oro en la garganta para seguir a su hombre en la muerte. A continuación se celebran las proezas del héroe para dar gloria a sus hijos, y a los hijos de sus hijos.
Quien contempla el mar desde un barco no ve el fondo arenoso donde se aferra el ancla, pero sabe que está ahí; quien contempla el pasado no recuerda a todos sus ancestros, pero sabe que forman eslabones de una cadena que amarra la nave a su ancla. Eso mismo hacen los aedos con sus cantos: solo ellos nos permiten sumergirnos para distinguir cada eslabón de la cadena y los contornos del ancla fondeada, el punto donde comienza el tiempo de los hombres.
Es extraordinaria la confianza que depositan los aqueos en la memoria; un pueblo aún joven que no separa el pasado del presente, pues sabe que ambos están compuestos por la misma materia. Es precisamente esa juventud lo que les permite otorgar tal confianza: una civilización en declive ostenta una relación malsana con la propia memoria y se siente abrumada, aterrada o presa del deseo de anularla. Plutarco, que también se ve a sí mismo como sacerdote del pasado glorioso de su pueblo, escribe que, de todo cuanto ha ocurrido, nada queda ya, nada sobrevive. Todo nace y se desvanece en el mismo momento: nuestras acciones, nuestras palabras, nuestros sentimientos… El tiempo lo arrastra consigo como un río en crecida. La memoria es el oído de las cosas a las que permanecemos sordos, la vista de aquello a lo que estamos ciegos. Palabras que solo puede pronunciar un hombre con una profunda confianza en el porvenir. Sin embargo, los aedos y sus mitos son los ojos y los oídos de un pueblo que hace de su memoria el cemento de su identidad y sabe que existir significa recordar.
Por ello los aedos repiten sin cesar las historias de los héroes antiguos, de las que se nutre el pueblo: Heracles, Teseo, Jasón. Cada uno las cuenta a su manera y luego las enseña a sus discípulos. Los nombres de quienes narran no son importantes porque las historias no les pertenecen a ellos, sino a todos. Vienen de muy lejos y siempre han acompañado al pueblo en su singladura. En la lengua de los aqueos, esas historias se llaman : nadie los ha inventado porque existen desde tiempos muy remotos, y cuando, con el paso de los siglos, los aqueos se convirtieron en griegos, siguieron recordándolos y contándolos, y aún hoy seguimos haciéndolo.
Los aedos se exhiben en las fiestas, entre la muchedumbre de las competiciones organizadas para ellos; los nobles aqueos los hospedan en sus cortes para divertir a los huéspedes con sus historias y celebrar la gloria y la grandeza de su linaje. Algunos son ciegos o tullidos, pues los dones que otorgan los dioses no son fáciles de sostener, y un cuerpo enfermo bien puede ir a la par de un corazón capaz de encontrar las palabras más bellas. Los dioses les han concedido un bien y un mal, les han quitado la fuerza para darles la memoria y la voz del canto. También los videntes suelen ser ciegos, lo cual es fácil de comprender: cantores y profetas no miran las cosas mundanas como los demás, no tienen que esquivar golpes de lanzas y espadas porque su mirada se dirige a otra parte y lo que contemplan en este mundo ya se ha consumido.
Los aedos conocen los orígenes de las familias nobles y las genealogías humanas y divinas, y las cantan para que todos recuerden a sus antepasados y estén orgullosos de ellos, y sus antiguas gestas perduren en la memoria del pueblo.
Por boca de todos circula, entre todas esas historias, una sobre los orígenes de la familia de Agamenón; horrorosa, violenta y llena de sangre. La historia de una estirpe predestinada a más sangre y más violencia.
El padre del padre de Agamenón fue Pélope, que vino desde una tierra muy lejana para casarse con una mujer terrible, hija de un padre terrible. El rey Enómao de Pisa —ciudad que más tarde pasaría a llamarse Olimpia— tenía una hija bellísima de ojos oscuros y paso ligero llamada Hipodamía. No quería conceder su mano a ningún pretendiente aunque renunciara así a grandes cantidades de oro y numerosos caballos, el...




