E-Book, Spanisch, Band 504, 336 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
Guisado La muñeca
1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-19419-54-5
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 504, 336 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
ISBN: 978-84-19419-54-5
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Thriller, terror y género policiaco combinados en un adictivo debut al más puro estilo del maestro Stephen King. Cuando Ana pidió ayuda a Daniel para cargar con la muñeca hasta el hoyo, no intuía ni por asomo que, junto con el juguete, arrojaría también en aquel húmedo abismo su infancia y las vidas de cuantos le rodeaban. Un cuarto de siglo después -en un pueblo costero del sur peninsular y bajo el disfraz del desarrollo urbanístico-, el azar desenterrará varios cuerpos en el antiguo vertedero municipal y removerá así un ponzoñoso pasado que solo esperaba el momento para salir de su letargo y cobrarse una deuda... En ese lugar en que los muertos reclaman sus nombres y los vivos juegan a olvidarlos, una inspectora en horas bajas intentará redimir sus errores y desenmarañar veinticinco años de oscuridad. Al más puro estilo It, del maestro del suspense Stephen King, el thriller, el terror y el género policiaco se disputan el protagonismo en esta adictiva y trepidante novela en dos tiempos, donde la ligereza de la adolescencia y la gravedad de la edad adulta colisionan con la desgarradora energía propia de todos los ritos de paso. «Una historia inquietante de trauma y venganza».Susana Martín Gijón Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte. Proyecto financiado por la Unión Europea-Next Generation EU
Antonio Guisado (Sevilla, 1973) ha trabajado en diferentes sectores orientados al ámbito comercial, hasta que en 2012 dio un giro a su vida enfocándola hacia una de sus grandes pasiones, el mar, lo que le llevaría a reconvertirse profesionalmente en velero. La muñeca es su primera novela negra.
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Prólogo
DANIEL No soy médico ni abracé nunca el celibato y la fe de profesión, pero sé distinguir el final de las cosas, del camino. Han transcurrido ya demasiados años y quizá es hora de revelar los secretos que guarda el alma, pues la hora se acerca y tiene sombra ya, y aunque algunos recuerdos se atenúan a medida que recorremos estaciones, una tras otra, conformando años que se amontonan en lustros, en décadas, y hasta en alguna fracción de siglo decente, hay otros que nunca se olvidan ni diluyen; al contrario, permanecen tan vívidos como el primer día, por mucho que nos esforcemos en lo contrario, o precisamente por ello. Sucedió hace muchos muchos años, cuando aún acostumbraba a lucir pantalones cortos y calcetines a juego, pues esta es la condena con que algunas madres buscan presumir de hijos decentes y pulcros, y la mía era presumida hasta el extremo, por lo que, además de los dichosos pantalones cortos, era norma indiscutible el llevar los calcetines del conjunto subidos y estirados hasta el límite mismo del tejido, ni un centímetro menos. Hastiado ya de escuchar el chirrido grotesco que provocaba incumplir tal norma, alcancé un punto en que llegó a obsesionarme y, de forma mecánica y casi sin ser consciente de ello, vino a devenir en la malsana costumbre de estirar los calcetines hacia el cielo en cualquier paseo cada pocos pasos. Quizá sea una barbaridad anunciar esto por mi parte, pero me atrevería a aventurar que la chepa que luzco en estos años de senectud comenzó a forjarse a base de doblar, y doblar y volver a doblar aquella joven espalda inocente para estirar los malditos calcetines, que a su vez, hartos de ser manoseados y estirados, se dilataban perdiendo la elasticidad inicial para sucumbir a la gravedad cada pocas decenas de metros. Y en esas estaba yo, hincado de rodillas, la cabeza gacha, a pocos metros de la esquina que anunciaba mi casa luchando con los calcetines del demonio, cuando entraron en mi reducido campo de visión los inconfundibles zapatos de charol de Ana. Si mi condena eran los calcetines, la de Ana debían de ser, sin duda, en aquella época los zapatos de charol; no en vano, cada madre tiene sus manías. Los llevaba a todas horas; no solo para ir a misa o pasear los domingos, no. Se los había visto calzar de diversos colores, siempre relucientes e impolutos; siempre desde la distancia. Ana era una compañera de clase y vecina del barrio con la que hasta aquel día extraño había intercambiado apenas un par de frases. Aquella tarde los zapatos de charol eran negros. —¿Qué haces ahí agachado? —preguntó. —Nada, los cordones, que se aflojaron y me los pisaba —mentí. —Claro, los cordones. —Lo dejó pasar. Todo el mundo en el colegio estaba al tanto de mi obsesión con los calcetines, y aunque Ana nunca me llamó así, o mejor dicho, hasta aquel día no me había llamado de ninguna manera simplemente, la mayor parte de la clase había desterrado mi nombre para citarme por aquel dichoso sustantivo, algo modificado, para herir aún más hondo; los niños son así. «Calcetino». Ese era mi nombre para todo el mundo. Casi llegué a olvidarme del que eligieron mis padres —concretamente, mi madre—, y más de una vez el sonido provocado por las letras que conforman el de «Daniel» pasaba ante mí como un tren sin viajeros ni paradas, pero el tiempo nunca descansa, y un día como cualquier otro, cerca del desvío del cauce común de la infancia, donde el afluente de la universidad y el cambio de compañeros, el maquinista recordó las paradas, y en una de ellas se subió Daniel, apenas cruzándose con Calcetino al bajar. —Y tú ¿dónde vas con eso? Ana portaba un enorme bulto bajo el brazo izquierdo, a la vez que se ayudaba con el derecho para sostenerlo. —Al vertedero, a tirarlo —contestó con una mueca de disgusto, quizá de asco, apoyando el bulto en el suelo, descubriendo así frente a mi cara, de nuevo apuntando al asfalto, un nuevo par de zapatos junto a los suyos, estos solo un par de tallas más pequeños, negros mate. —Jolín, ¡qué susto! —se me escapó mientras me enderezaba—. ¿Una muñeca? ¿Por qué la quieres tirar? Debe de ser muy cara; es casi tan grande como tú. —Pues no sé si será muy cara o no, pero no me gusta. No me gusta nada de nada. Parece que me mira siempre. —¿Y tu madre qué dice? —¿Mi… madre? —titubeó—. Mi madre no lo sabe aún, pero cuando se dé cuenta ya no tendrá remedio. ¿Sabes? Me obliga a tenerla en mi cuarto, porque dice que fue un regalo de mis tíos y sería de mala educación hacer otra cosa, y que cuando vienen a casa, aunque sea solo por Navidad, deben ver la muñeca allí. ¿No te parece una estupidez? —Supongo que sí —asentí—. Pero los adultos son así. Hacen muchas estupideces, y no lo digo porque sea tu madre, ¿eh? —Ya, te entiendo. ¿Me ayudas con la muñeca? Pesa muchisísisisimo. Puedes cogerla por los pies, y yo lo haré por la cabeza. Porfa, ¿me ayudas, porfa? —No sé… —dudé un poco pensando en la mía, que contaba los minutos que yo tardaba desde la panadería a casa, y resolví en apenas un segundo—: Va, el vertedero no está lejos. Pero te advierto que te la vas a cargar. ¿Y no sería más fácil dejarla en un contenedor? En aquella esquina hay uno, mira —dije señalando el metálico bulto gris con aspecto de tanque abandonado. —No me atrevo. Podría verla mi madre, o peor aún, alguna amiga de esas tontas que a veces van a casa, y podría llamarla y contárselo como quien deja caer un moco, así como sin importancia. ¿Sabes cómo digo? —Yo asentí. Lo había pillado perfectamente, y seguía pensando, mientras la escuchaba, en la comparación, y en lo raro que sonaba en una niña hablar de mocos—. Algunas son muy cotillas, ya te digo. Y quiero que sea definitivo. ¿Me ayudarás o no? Y así, cargando entre los dos aquella muñeca que asomaba los pies para delatarse mientras el resto del cuerpo se escondía tras una enorme bolsa de basura negra con la que Ana la había tapado, como si de un secuestro se tratara, llegamos al vertedero, lugar que, por otro lado, yo tenía prohibido pisar. Pero las mujeres invitan a hacer cosas a los hombres que no quieren sin saberlo, y las niñas a los niños, claro. Es un arma misteriosa que solo suele funcionar en un sentido. Confieso que sufrí horrores, y no por el peso, sino porque al sostener la muñeca todo el camino tras Ana, que loca por deshacerse de ella no paró ni aflojó el paso en ninguna ocasión, me fue imposible estirarme los calcetines, que notaba resbalados sobre los zapatos. —Una, dos y… ¡tres! —exclamó Ana. Era la señal para soltar la muñeca, que rodó por el terraplén hasta el fondo de la tumba elegida, en aquel cementerio de cosas que llamaban vertedero. Había decidido tirarla en el hoyo nuevo, aún vacío y recién excavado y reluciente; todo lo reluciente que puede estar un hoyo. Ya nos volvíamos como espías en campo enemigo, pues nos podía caer una buena reprimenda si nos descubrían allí, cuando una curiosidad desconocida me hizo recular para echar un único vistazo al fondo, donde debía de reposar la muñeca. Y como el niño de pies a cabeza que era, no pude reprimir el impulso, y me asomé. Allí estaba. Me pareció horrible. La muñeca era enorme, una de esas que fabrican del tamaño de un niño grande, «a tamaño natural», dicen, con su pelo lustroso y artificial pero asombrosamente real y rubio desparramado sobre la tierra, la espalda sobre el fondo, y esos ojos sin vida mirándome, pues en la caída la bolsa se había desprendido del cuerpo y reposaba a pocos metros, huérfana. Lo increíble del asunto es que, además, los brazos articulados como aspas de molino en las axilas habían quedado separados del torso y apuntaban al cielo, a mí, los dos en idéntica posición, como diciendo… «¡Recógeme! ¡Recógeme! ¿No te da pena?». Y allí me quedé, absorto en esos ojos que parecían llamarme como las sirenas a Ulises, susurrando caricias. —¿Qué haces? Vamos, que nos van a ver —me sacó del trance Ana, las palabras deslizadas a ras de suelo. Ya pisando la acera izquierda de la calle principal, cuando nos entreteníamos en tratar de pisar en nuestro avance única y exclusivamente las losas granates, obviando las blancas, como alfiles improvisados de un ajedrez desbaratado, caí. Aquellos ojos que me miraban me alcanzaron, llamándome en silencio. —Oye, ¿y las muñecas no cerraban los ojos cuando se acuestan? —¿Qué dices? ¿A qué viene eso? —Pues eso. No soy un experto, pero todas las muñecas que vi en mi vida cierran los ojos cuando se acuestan. ¿Esta no? Para ser tan grande debían haber pensado en eso. —Esta también, pero eso ¿qué más da ya? —Es que los tenía abiertos —contesté, parando sobre una baldosa granate donde entraban los dos pies. —Imposible. Te lo estás inventando, ya lo sé. —¿Y por qué me lo iba a inventar? Menuda tontería. —Pues porque has visto las cintas. —¿Las qué? —Te burlas de mí, y no nos conocemos tanto como para eso. Que me hayas ayudado con la muñeca no te da derecho. Yo permanecía parado, tieso sobre la baldosa granate. Ana me había cogido cierta ventaja, y, tras la recriminación, paró en seco para volverse pisando una de las baldosas blancas con...