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E-Book, Spanisch, 328 Seiten
Heyns La mecanógrafa de Henry James
1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-17109-26-4
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 328 Seiten
ISBN: 978-84-17109-26-4
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
(Stellenbosch, Provincia Occidental del Cabo, Sudáfrica, 1943) es novelista, traductor y crítico literario. De 1983 a 2003 fue profesor de Literatura Inglesa en la Universidad de Stellenbosch. Posteriormente se dedicó por completo a la escritura. De sus novelas cabe destacar: The Children's Day (2002), The Reluctant Passenger (2003), Bodies Politic (2008), Lost Ground (2011), Invisible Furies (2012), A Sportful Malice (2014) e I am Pandarus (2017). De su labor como traductor debemos señalar la traducción del afrikáner al inglés de The Way of Women de Marlene van Niekerk, que le ha valido un gran reconocimiento.
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CAPÍTULO I
8 de noviembre de 1907
Lo peor de que le dictasen era la espera.
—Y entonces se descubrió levantando la vista cual…
Mientras aguardaba, Frieda Wroth observó cómo la ancha espalda se desplazaba a un extremo de la habitación, daba media vuelta y reanudaba su lento avance hacia el otro extremo. Reflexionó, aunque no por primera vez, sobre lo irónico de su situación: transcribir, mediante hábiles dedos, los efluvios de un escritor, célebre por su comprensión a la hora de plasmar unas vidas tan insustanciales como la suya propia. Sin embargo, probablemente el señor James nunca se había percatado de aquella sutil ironía; tenía un oído prodigioso para captar la amortiguada cadencia de desesperación que resonaba en las oscuras relaciones de sus personajes, pero de ella, según parecía, sólo esperaba una atención escrupulosa y una jovial presteza para contribuir, de forma meramente mecánica, al lento proceder de sus invenciones y reflexiones.
Cuando se presentó para optar a aquel empleo, no habría imaginado que la tratarían como un simple e inadvertido accesorio de la Remington que tecleaba. No se trataba de sus condiciones laborales, que eran todo lo inmejorables que él era capaz de concebir, sino de las connotaciones metafísicas de su identidad como mecanógrafa. Frieda no podría haber formulado ninguna teoría irrebatible acerca de la naturaleza y la función del espíritu humano, pero, por instinto, sabía que su objetivo no era servir como resorte de una máquina de escribir. En ocasiones envidiaba a los personajes ficticios del señor James por la consideración que éste les profesaba y por la autenticidad de las identidades que les otorgaba. Si a Frieda se le ocurría compararse con ellos, la funcionalidad de su trabajo le parecía indignamente instrumental. Para el señor James, ella no era un personaje real ni potencial, sino la mecanógrafa, que había sido designada para desempeñar dicha tarea y confinada a representar ese papel.
El señor James se detuvo ante la chimenea, lo que solía presagiar la enunciación de una frase por su parte. Aunque el escritor la había animado a que «leyese» algo mientras él se perdía en sus cavilaciones, Frieda nunca podía concentrarse en su libro, pues temía que si se enfrascaba en la lectura pudiese perder la primera palabra surgida de las meditaciones del señor James, tal como le había ocurrido una vez ante la notoria, aunque tácita, irritación del maestro. Era el más afable de los hombres, pero no toleraba que interrumpieran el hilo de sus pensamientos: a pesar de devanarse con tanta lentitud, se atascaba con sorprendente frecuencia. Así que ella prefería entretenerse tratando de predecir el resultado de aquellas cavilaciones, aunque hasta la fecha sólo había acertado una vez, cuando la escurridiza palabra en cuestión era «cosa». En esta ocasión, como el señor James perseguía un símil, lo único que Frieda sabía con certeza era que se trataría de lo contrario a lo que ella anticipara, pero, de todos modos, intentó prever esa contrariedad: levantando la vista cual… ¿Montañero que mira deslumbrado la vertiginosa ladera del Mont Blanc?... ¿Aventurero ante la torre legendaria que encierra en lo alto a una princesa de cabellos dorados?
—… colegiala que, con los ojos alzados a la pared, coma, contempla un coloreado mapa del mundo, punto.
El escritor prosiguió su lento y pausado dictado mientras Frieda tecleaba obedientemente, y se detuvo cuando el señor James reanudó sus pasos por la alfombra. Al llegar a la ventana, una leve inclinación de cabeza puso en evidencia que estaba saludando a un transeúnte, el cual, lo más probable, es que no se hubiese percatado de la cortesía que se le brindaba desde aquella habitación que daba a la calle. La caballerosidad del escritor no se limitaba sólo a las personas sensibles; en una ocasión, durante un paseo por Camber Sands, Frieda lo sorprendió descubriéndose ante un barco que cruzaba el canal.
Ante tanta cortesía y consideración —las tabletas de chocolate que, en sus idas y venidas, el escritor le dejaba sobre la máquina de escribir, las flores que le enviaba a su habitación siempre que George Gammon se dignaba a cortar una pequeña muestra de la profusión floral del jardín—, habría resultado una muestra de ingratitud por su parte pedir más. Cuando aceptó la tarea de traducir los raptos de inspiración de un genio a caracteres legibles, no se le había pasado ni remotamente por la cabeza que el genio en cuestión tuviese en cuenta sus deseos, pero había albergado la esperanza de que, en cierto modo, la haría partícipe del secreto de la creación y le permitiría, en escasas y preciadas ocasiones, asomarse a la fragua del arte que ardía con furia en aquella mente extraordinaria. Su experiencia posterior le había despertado ciertas dudas por lo que respecta a la temperatura de aquella hoguera: no era, intelectualmente hablando, un resplandor capaz de calentar los dedos entumecidos; resultaba asombroso que tanta luz proporcionase un calor tan exiguo.
Frieda había terminado preguntándose qué era pues lo que esperaba, una pregunta cuya respuesta podía variar según las circunstancias, aunque toda aquella variedad fuera muy parecida, porque siempre acababa aflorando una cierta ingratitud y la conciencia de un apetito no saciado, como el de la huérfana del cuento que rechaza obstinadamente el banquete que le ofrece el príncipe. En definitiva, era consciente de que se le dispensaba un trato de amable indiferencia, un trato, sin embargo, que hasta hacía poco habría resultado preferible a otros, especialmente a la atención persistente del señor Dodds, de cuyo paciente e incansable galanteo había escapado cuando se trasladó a aquel pueblecito costero tan alejado de Bayswater. Fue en aquel impecable barrio londinense donde el señor Dodds dispensaba sus medicinas en una botica que siempre olía a tintura de yodo. Y el espectro de la tintura de yodo siempre rondaba al boticario, incluso en los jardines de Kensington adonde la llevaba a pasear los domingos soleados. Frieda seguía sin tener muy claro si estaba donde estaba porque perseguía una revelación o porque huía de la dichosa tintura de yodo.
Sin embargo, aquella decisión debería postergarse, pues se había reanudado el lento pero fluido dictado:
—Sí, era una singular, una cálida...
¿Atención? ¿Generosidad?
—… amabilidad que nunca antes le había dispensado nadie, coma, y que inicialmente no habría sabido cómo describir, coma, o ni siquiera qué hacer con ella… ¡Mi querido Fullerton!
El teclado de la máquina de escribir siguió repiqueteando algo rezagado con respecto a la voz, pero Frieda pudo ver cómo el novelista extendía los brazos en señal de bienvenida, un gesto que ella había presenciado ya en el portal de Lamb House, pero que nunca habría imaginado que vería en la habitación del jardín. Pues que el señor James permitiera, y además celebrase, la entrada de alguien en el retiro de su genio era, más que poco habitual, algo del todo insólito, y su joven empleada no habría sabido cómo explicarse aquella salida de la rutina de no haber volcado toda su atención en contemplar a quien había sido causa y motivo de ella. Del hombre que extendía los brazos desde el umbral dirigiéndose al novelista podrían decirse muchas cosas, pero ninguna albergaría una verdad tan simple y notoria como que era realmente bello. Frieda nunca había pensado que los hombres podían ser bellos. Su madre le había dicho que el señor Dodds era un hombre apuesto, y el señor Dodds solía mirarse de soslayo en el espejo de la botica con una complacencia que ponía en evidencia que compartía la elevada opinión de su madre; sin embargo, no había despertado en Frieda más que una sensación de culpabilidad, aunque impenitente, por no coincidir con el parecer de la mayoría, lo mismo que le sucedía con una anciana tía a quien todos consideraban «estupenda para su edad», y que a ella le había parecido siempre espinosa. Del señor Dodds no podía decirse que estuviera estupendo para su edad, ya que sólo superaba a Frieda en unos pocos años, pero «le habían ido muy bien las cosas», que, moralmente hablando, venía a ser lo mismo y lo situaba fuera del alcance de críticas superficiales, haciendo que el considerable tamaño de su nariz careciese de importancia.
Este recién llegado, que por lo que Frieda tenía entendido acababa de regresar de Estados Unidos y que se disculpaba encarecidamente por haber violado el sanctasanctórum, no necesitaba pretextos para su nariz ni para ningún otro rasgo de su persona. Se le podía admirar sin tener que pasar revista a sus virtudes y proezas. Frieda se preguntó si las tendría; le parecía que con aquel aspecto no le hacía falta poseer ni unas ni otras. El brillo azulado de su mirada, los rasgos marcados y joviales de la boca, sus ágiles manos, denotaban una naturaleza más ligera que firme (el señor Dodds era muy apreciado en Chelsea y Bayswater por su firmeza) y un temperamento más proclive al disfrute de los demás que a su propia contemplación. Era incapaz de calcular su edad; al lado del señor James parecía muy joven, demasiado joven para ser amigo de aquel hombre mayor desde tan antiguo como la familiaridad que se profesaban parecía indicar. Por lo tanto, puede que no fuera tan joven como aparentaba, una suposición que no hizo más que incrementar, en lugar de disminuir, el interés que había despertado en ella: cualquiera podía ser joven; en cambio, haber vivido y conservar la frescura de la juventud era una extraña...