E-Book, Spanisch, 128 Seiten
Reihe: Ilustrados
Hoffman Cascanueces y el Rey Ratón
1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-17281-90-8
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 128 Seiten
Reihe: Ilustrados
ISBN: 978-84-17281-90-8
Verlag: Nórdica Libros
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Ernst Theodor Amadeus Hoffmann (Königsberg, 1776 - Berlín, 1822). Escritor y compositor alemán. Hijo de un abogado, su tercer nombre era originalmente Wilhelm, pero más tarde adoptó el de Amadeus en honor a Mozart. Estudió derecho en Königsberg. Vivió en Varsovia, donde creó una orquesta y se dedicó a componer. En 1814 aceptó el cargo de Consejero de Justicia del Tribunal de Berlín, sin que por ello se resintiera su ingente producción literaria de aquellos años. Su fama se debe más a su obra como escritor que a sus composiciones. Adscrito al Romanticismo, donde más destacó su gran personalidad fue en sus cuentos fantásticos, en los que se mezclan el misterio y el horror, y que han alcanzado fama universal. En ellos crea una atmósfera en ocasiones de pesadilla alucinante y aborda temas como el desdoblamiento de la personalidad, la locura y el mundo de los sueños, que ejercieron gran influencia en escritores como Víctor Hugo, Edgar Allan Poe y el primer Dostoievski.... Ilustrador Maite Gurrutxaga (Amezketa, Guipúzcoa, 1983). Estudió Bellas Artes en la Universidad del País Vasco (Bilbao) y la Universidad de Barcelona. En Bellas Artes redescubrió el mundo de la ilustración. Comenzó a ilustrar libros en 2008. Desde entonces, ha trabajado en libros para niños, jóvenes y adultos, así como discos, revistas o carteles. Su trabajo ha sido reconocido con diferentes galardones como el Premio Euskadi de Literatura en Ilustración de Obra Literaria o, en 2015, el Premio Lazarillo de Álbum Ilustrado.
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El cuento de la nuez dura
La madre de Pirlipat era la esposa de un rey y, por tanto, una reina y la misma Pirlipat, desde el mismo momento en que nació, una princesa. El rey estaba fuera de sí de contento por la hermosa hijita que estaba en la cuna; daba gritos de júbilo, bailaba y saltaba a la pata coja sin parar de gritar:
—¡Yuju!... ¿Ha visto alguien nunca algo más bonito que mi Pirlipatita?
Y todos los ministros, generales, presidentes y oficiales del Estado Mayor saltaban a la pata coja, igual que el soberano, gritando bien fuerte:
—¡No, jamás!
Y, de hecho, tampoco se podía negar que, desde que el mundo es mundo, no había nacido ninguna niña más hermosa que la princesa Pirlipat. Su carita parecía tejida de delicados copos de seda, blancos como lirios y rojos como rosas, los ojitos vivaces y chispeantes como el azul del cielo, y era muy lindo que los ricitos se ensortijaran en un sinfín de relucientes hilos de oro. Además, Pirlipatita había traído al mundo dos filas de pequeños dientecillos de perlas, con los que, a las dos horas de nacer, mordió el dedo del canciller real, cuando este intentaba ver su alineación más de cerca, haciéndole gritar:
—¡Ay, Jesús!
Otros afirman que gritó «¡ay, ay!», pero las opiniones al respecto siguen aún a día de hoy muy divididas.
En resumen, Pirlipatita mordió de verdad al canciller real en el dedo y todo el país, entusiasmado, supo entonces que el ingenio, el coraje y la razón habitaban también en el pequeño y angelical cuerpecito de Pirlipat.
Como ya he dicho, todos estaban encantados, únicamente la reina se sentía muy temerosa e intranquila, nadie sabía por qué. Lo que más llamaba la atención era que ordenaba vigilar la cuna de Pirlipat con mucho cuidado. Además de que en las puertas había alabarderos, sin contar a las dos niñeras que estaban pegadas a la cuna, había seis más que, noche tras noche, tenían que permanecer sentadas en la habitación. Pero lo que parecía una locura y nadie podía comprender era que cada una de esas seis niñeras tenía que tener un gato en el regazo y acariciarlo durante toda la noche, de forma que no parara de ronronear. Es imposible, queridos niños, que vosotros podáis adivinar por qué la madre de Pirlipat hacía todas estas cosas, pero yo sí lo sé y os lo voy a contar ahora mismo.
Aconteció que, en una ocasión, se habían congregado en la corte del padre de Pirlipat un buen número de excelsos reyes y príncipes, muy amables, por lo que todo se hacía con mucho boato y se organizaron muchas justas, comedias y bailes de corte. El rey, para dejar absolutamente claro que a él no le faltaban ni oro ni plata, quiso meter buena mano al tesoro de la corona y gastarlo en algo muy agradable. Por ello, como el jefe de cocina le había dicho en secreto que el astrónomo de la corte había anunciado la época de la matanza, encargó un festín de embutidos, se metió en su carruaje y él en persona invitó a todos los reyes y príncipes... únicamente a una cucharada del caldo, para que se alegraran con la sorpresa de aquellas exquisiteces. Entonces le dijo muy amablemente a la reina:
—Tú ya sabes, querida, cuánto me gustan los embutidos...
La reina sabía de sobra lo que quería decir con eso, pues lo que significaba no era otra cosa más que ella misma debía dedicarse, como ya había hecho otras veces, al muy provechoso oficio de hacer embutidos. El tesorero mayor tuvo que llevar al punto a la cocina el gran puchero de oro y las cacerolas de plata; se preparó un gran fuego con leña de sándalo, la reina se puso sus delantales de damasco, y pronto empezaron a salir del puchero los dulces aromas del caldo de los embutidos. Hasta el consejero de Estado llegó aquel agradable olor; preso de un gozo interno, no pudo contenerse.
—Con su permiso, señores —exclamó, y de un salto se plantó en la cocina, abrazó a la reina, removió un poco el puchero con el cetro de oro y luego, ya calmado, regresó al Consejo de Estado.
Justo entonces había llegado el importante punto en el que había que cortar el tocino en dados y dorarlo en la parrilla de plata. Las damas de la corte se retiraron porque la reina, por pura fidelidad y respeto hacia su real esposo, quería hacer esto sola. Solo que en cuanto el tocino empezó a asarse, se escuchó una vocecita muy delicada que susurraba:
—¡Dame a mí también algo del asadito, hermana!... Yo también quiero un festín, yo también soy reina... ¡Dame un poco del asadito!
La reina sabía muy bien que era doña Ratoninka quien así hablaba. Hacía ya muchos años que doña Ratoninka vivía en el palacio del rey. Decía estar emparentada con la familia real e incluso que era la soberana del reino de Ratonia, por eso tenía una corte enorme bajo el fogón. La reina era una mujer muy buena y bondadosa, y aunque, por lo general, no quería reconocer a doña Ratoninka como a su hermana, sí que le permitió de todo corazón que tomara parte en el festín de aquel día de fiesta y dijo:
—Salid de ahí, doña Ratoninka, vos también podéis probar mi tocino.
Entonces doña Ratoninka salió rápidamente, dando brincos muy contenta, saltó al fogón y, con sus delicadas patitas, fue cogiendo uno tras otro los pedacitos de tocino que la reina le iba dando. Pero entonces llegaron todos los compadres y las comadres de doña Ratoninka, e incluso también sus siete hijos, unos bribones muy desobedientes, que se lanzaron sobre el tocino sin que la reina, asustada, pudiera defenderse. Por suerte llegó también la camarera mayor y ahuyentó a los impertinentes huéspedes, de manera que quedó aún algo de tocino que, siguiendo las indicaciones del matemático de la corte, se repartió muy artísticamente entre todos los embutidos.
Sonaron tambores y trompetas, todos los potentados presentes y los príncipes se dirigieron al festín de embutidos con relucientes trajes de fiesta, en parte bajo blancos palios, en parte en carruajes de cristal. El rey los recibió con cordial amabilidad y afecto, y luego se sentó, ataviado como soberano con cetro y corona, a la cabecera de la mesa. Ya ante el plato de la morcilla de hígado se vio que el rey palidecía cada vez más y más, levantaba los ojos al cielo, unos suaves susurros salían de su pecho..., ¡parecía como si un intenso dolor se estuviera revolviendo en su interior! Pero ante el plato de la morcilla de sangre se hundió en el sillón entre graves lamentos y sollozos, y se llevó las manos a la cara sin dejar de lamentarse y suspirar.
Todos se levantaron de la mesa de un salto, el médico de cabecera se esforzó en vano por cogerle el pulso al desdichado monarca, una desgracia profunda, indescriptible, parecía desgarrarlo por dentro. Por fin, por fin, tras muchas palabras de aliento, tras aplicar fuertes remedios como cenizas de plumón de ganso y similares, pareció que el rey volvía algo en sí; sin que apenas se le oyera tartamudeó:
—Muy poco tocino.
Entonces la reina se echó desconsolada a sus pies y dijo entre sollozos:
—¡Oh, mi pobre y desdichado esposo real!... ¡Oh, cuánto dolor habéis tenido que soportar!... Pero ved aquí a vuestros pies a la culpable... Castigadla, castigadla con dureza... ¡Ay!... Doña Ratoninka con sus siete hijos, compadres y comadres, se ha comido el tocino y... —al decir esto la reina cayó de espaldas, sin sentido.
Pero el rey se puso en pie todo furioso y gritó bien fuerte:
—Camarera mayor, ¿cómo ha sucedido esto?
La camarera mayor contó todo lo que sabía y el rey decidió vengarse de doña Ratoninka y su familia, que se habían comido el tocino de los embutidos. Se mandó llamar al consejero de Estado, se decidió procesar a doña Ratoninka y confiscarle todos sus bienes. Pero como el rey dijera que, mientras tanto, podían seguir comiéndose todo el tocino, le pasaron todo el asunto al relojero y arcanista[8] de la corte. Este hombre, que se llamaba justamente como yo, es decir, Christian Elias Drosselmeier, prometió expulsar para siempre de palacio a doña Ratoninka y a su familia gracias a una inteligente operación de Estado. En efecto, inventó unas pequeñas máquinas, muy artísticas, en las que metió un pedazo de tocino asado sujeto con un hilo y que Drosselmeier colocó alrededor de la casa de la señora Cometocino. Doña Ratoninka era demasiado lista como para no ver la treta de Drosselmeier, pero todas sus advertencias, todo lo que les dijo no sirvió de nada: atraídos por el dulce aroma del tocino asado, los siete hijos y muchos muchos compadres y comadres de doña Ratoninka cayeron en las máquinas de Drosselmeier y, justo en el momento en que iban a morder el tocino, quedaron presos de una reja que cayó de repente, y luego fueron ejecutados vergonzosamente en la cocina. Doña Ratoninka abandonó con un pequeño grupito el lugar del horror. Odio, desesperación y venganza colmaban su pecho. La corte se alegró mucho, pero la reina estaba preocupada porque conocía el carácter de doña Ratoninka y sabía de sobra que no iba a dejar pasar sin venganza la muerte de sus hijos y parientes. En efecto, cuando la reina se disponía a preparar para el real esposo un paté de bofe, que le gustaba mucho, apareció y dijo:
—Mis hijos..., mis compadres y comadres han sido asesinados. Cuídate mucho, señora reina, de que la reina de los ratones no degüelle a tu princesita a mordiscos... cuídate mucho.
Tras esto desapareció otra vez y no volvió a dejarse ver, pero la reina estaba tan asustada que dejó caer al fuego el paté que estaba preparando y por segunda vez doña Ratoninka le estropeó al rey uno...