Hofmann / Ribas | Azul marino | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 359, 408 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

Hofmann / Ribas Azul marino


1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-16854-32-5
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 359, 408 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

ISBN: 978-84-16854-32-5
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



Azul marino, última novela de la serie policiaca de Rosa Ribas y Sabine Hofmann, cierra magistralmente la trilogía protagonizada por la joven periodista Ana Martí. Barcelona, 1959. Mientras la Sexta Flota norteamericana permanece fondeada en el puerto, alterando la rutina de una ciudad en plena dictadura, un marinero estadounidense es asesinado en un antro del Barrio Chino en lo que a primera vista no parece más que una simple reyerta arrabalera.Pero una vez más, la indudable perspicacia e incansable curiosidad de la periodista Ana Martí serán fundamentales a la hora de esclarecer el suceso. Ya sea ejerciendo como intérprete del inspector Isidro Castro -viejo conocido con el que ya colaboró anteriormente- en su forzoso entendimiento con la Policía Militar de la Marina americana o bien desarrollando sus propias investigaciones para El Caso y Mujer Actual, nuestra intrépida protagonista irá desenmarañando una historia plagada de medias verdades e intereses diversos: los de quienes buscan un culpable español y los de aquellos que preferirían que el asesino fuera un extranjero. Además, una serie de tramas interconectadas, que van desde la prostitución y el contrabando de los bajos fondos hasta la degradación moral de las altas esferas de la burguesía, vendrán a complicar las cosas en este extraordinario fresco de una ciudad y un tiempo recreados con tal maestría que permanecerán para siempre en el imaginario de todos los lectores.

Sabine Hofmann nació en 1964, en Bochum, Alemania, pero actualmente vive en la pequeña ciudad de Michelstadt.  Estudió Filología Románica y Germánica, y trabajó varios años como docente en la Universidad de Fráncfort. Allí conoció a Rosa y empezó una larga amistad que la escritura conjunta de Don de lenguas, lejos de destruir, ha afianzado

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1 —Hay que joderse. Un exabrupto no sería la mejor manera de empezar el día, pero en los últimos tiempos era tan habitual para el inspector de primera Isidro Castro como el café cargado que tomaba antes de salir de casa o el saludo mudo a los dos policías que flanqueaban la entrada del edificio de la Jefatura de Policía. Ese lunes necesitó repetirlo al volver a su despacho. Abrió la ventana. El tráfico en la Vía Layetana llenó la pequeña estancia de ruidos de motores y voces. Isidro contempló los vehículos y a las personas que subían y bajaban la calle. El azul incierto de la mañana había cedido al contundente gris de las nubes que cubrían el cielo. Isidro las miró con suficiencia. Es que ni llover sabía allí. Tantos años y aún no había visto una lluvia como las de Galicia. Eso era llover y no lo que ofrecía Barcelona, o trombas de agua o un goteo feo, indeciso; pusilánime, como la gente que habitaba una ciudad a la que se negaba a querer por más que sus dos hijos hubieran nacido en ella. Encendió otro cigarrillo y lanzó una densa humareda a la calle, como si quisiera perderla de vista. A pesar de que a su mujer le disgustaba el aliento a tabaco, volvía a fumar desde hacía varios meses. Tampoco es que se besaran mucho, a decir verdad. —Hay que joderse. El comisario Goyanes, su jefe, acababa de encomendarle un nuevo caso. Eso, en principio, estaba bien, si no fuera por dos inconvenientes. En primer lugar, que en ese momento estaba ocupado en otra investigación; modesta, tal vez, pero inconclusa, y si algo le fastidiaba a Isidro era dejar las cosas a medias. Más incluso que la probabilidad de que otros se llevaran ahora los frutos de su trabajo en el caso del falso nieto. Lo peor, sin embargo, era que el asunto del que acababa de hablarle el comisario Goyanes era con extranjeros, con americanos. Desde el momento en que los barcos de la Sexta Flota empezaron a atracar en el puerto de Barcelona, allá por el 51, le desagradaron esas hordas de marineros grandullones irrumpiendo en las calles de la ciudad, con el paso zambo, las voces altas y esas ridículas gorritas ladeadas. No le gustaban los americanos. No era tanto el que fueran protestantes, allá ellos, sino las ínfulas que se daban de ser los paladines de la libertad, como si eso fuera algo importante o necesario. Era esa soberbia con la que miraban a los españoles, como si fueran medio pigmeos. Era su manera de andar tirando dólares para que la gente los recogiera como las focas en el circo. Era su idioma, era su música, era esa maldita goma de mascar que los hacía parecer rumiantes. Eso sí, el tabaco era excelente. Pero él seguía fumando picadura española. Dio una larga calada al cigarrillo. Y ahora un americano muerto. Un marinero de uno de los barcos de la Sexta Flota anclados en el puerto. Un marinero americano muerto. Acuchillado. —¡Hay que joderse! —dijo una vez más al recordar su conversación con el comisario Goyanes.     —Se dieron cuenta de que había un muerto en el local cuando se presentó la Policía Militar. Aunque atendía al relato de Goyanes, los ojos de Isidro estaban pendientes del temblor nervioso de la comisura derecha en la boca del comisario. Su jefe llevaba varias semanas especialmente tenso. Quedaba sumido durante horas en un estado de murria letárgica de la que despertaba con frenéticos ataques de actividad en los que bramaba, daba puñetazos en la mesa, se repetían los portazos y sus intromisiones más bien entorpecían el trabajo de sus subordinados. A Isidro nunca le interesaron los politiqueos y se había mantenido siempre apartado de los corrillos, pero era imposible sustraerse por completo a los rumores, sobre todo cuando algo había detrás de ellos. —Las aguas están turbias arriba —le había comentado un compañero, señalando hacia el techo con el pulgar, tras la última diatriba furibunda del comisario. Isidro le había recordado que el barro siempre viene de abajo; el otro, a despecho del patente desinterés que denotaba esa corrección metafórica, había añadido además que soplaban nuevos vientos en el país, que la vieja guardia estaba perdiendo cada vez más terreno y con ella sus acólitos, como Goyanes, falangista acérrimo. A ello suponía Isidro que se debía el permanente tic de Goyanes y cierta urgencia histérica en su presentación del caso. —El marinero estaba en un reservado, caído boca abajo sobre una mesa. Al incorporarlo vieron que tenía un tajo en la garganta. Parece ser que hubo una pelea de órdago. Todavía no se sabe ni cuántos participaron... —Pero eso es cosa de la Policía Militar de los americanos. Son ellos los que se encargan de sus peleas. —Isidro se recostó en el respaldo de la silla frente a su superior. Desde hacía varias semanas una punzada en las lumbares profetizaba un ataque de ciática. «Los años», se dijo. En agosto había cumplido los cincuenta y siete. Sabía, con todo, que ese dolor en los riñones se debía seguramente a las tribulaciones que le causaban los hijos, sobre todo Cristóbal, el mayor. —Sí, pero ahora tenemos un muerto en suelo español y, por lo visto, no solo hubo norteamericanos en la pelea, por lo que los militares americanos han pedido nuestra colaboración y al Gobierno Militar y al Civil les ha faltado el tiempo para decir que sí. —Goyanes hizo una pausa y fijó la vista en algún punto detrás de Isidro—. Si tenían que matarse, ya podrían haberlo hecho en sus barcos, la madre que los parió. No traen más que problemas. Les vendimos el país, Isidro. Asesoraron mal al Generalísimo. Por muy anticomunistas que sean, no pueden ser nuestros aliados, no comparten nuestros principios, no comparten nuestra moral... Y ahora esto. Se quedó callado. Los falangistas como Goyanes eran los que más oposición habían presentado a los pactos con los norteamericanos. Isidro esperó en silencio. Aunque compartiera con Goyanes la antipatía por los americanos, no iba a tener con él ningún gesto de connivencia. La cabeza de Goyanes, un cuadrado casi perfecto partido en dos por un fino bigotito, quedaba enmarcada entre los retratos de Franco y de José Antonio; el rostro, casi tan inmóvil como el de los retratados, de no ser por el leve tic. Finalmente, un parpadeo pareció devolverlo a la realidad desde donde fuera que hubiera estado. —Arriba dicen que es una excelente oportunidad para demostrar la buena relación entre nuestras naciones. Curiosamente, el que más interesado está es el gobernador civil. Bien pensado, tan curioso no es, creo que su silla cojea bastante y le conviene hacer algunos méritos. Más ahora que, por lo visto, en diciembre va a venir el presidente de los Estados Unidos, ese Eisenhower, a visitar al Caudillo. Bueno, da igual. Lo que cuenta es que ahora es asunto nuestro, Isidro. Concretamente tuyo. —Tengo otra cosa en este momento... El comisario lo ignoró. Hablaba con la mirada perdida. —Es un caso envenenado, Isidro. Es un caso con evidentes implicaciones políticas. Mis enemigos están al acecho para pedir mi cabeza. Este asunto les puede dar la ocasión, porque cualquier error puede pagarse muy caro. Por eso me lo han dado a mí. Tratan de hacerme caer. «Así que tu silla también cojea lo suyo», pensó Isidro, y preguntó: —¿Y por qué me lo pasa a mí? El comisario dio un puñetazo en la mesa, algo rutinario, le pareció. —¿Qué? Te gusta que te digan que tienes que ser tú porque eres el mejor de la brigada, ¿no? —La voz de Goyanes sonaba, en cambio, tan irritada que perfectamente podría haberlo insultado. —Hombre... —Mira, Isidro, tenemos que trabajar con ellos, tenemos que hacerlo más que bien y demostrarles que no somos los patanes por los que nos tienen. Tenemos que... Goyanes todavía enumeró dos cosas más que «tenían que», hasta que necesitó tomar aire. —Está bien, comisario. Solo que pensé que... —No me pienses tanto, Isidro, y obedece más. El comentario de su superior lo molestó, pero no se lo dejó notar. Se levantó. —Bueno, pues entonces me pongo a ello. —Te toca esperar un poco. Ya te he dicho que tenemos que coordinarnos con los americanos. Mañana tendrás todo el material y podrás empezar a trabajar. A Goyanes no debió de escapársele su mirada de extrañeza. —Sí, ya lo sé, el muerto estará más que frío, pero así lo ordena la superioridad. De modo que hoy nos quedamos quietecitos. Mañana te esperan a las diez de la mañana en el consulado americano. No tendrás que caminar mucho, subes la calle hasta Junqueras y ya está. Te da el tiempo justo para un cigarrillo. Allí conocerás al policía americano que trabajará contigo. —Pues vaya. —Isidro se quedó en el centro de la habitación con los brazos pegados al cuerpo, tan inexpresivo como su voz al preguntar—: ¿Y cómo se supone que vamos a trabajar el americano y yo? —Juntos. —Juntos. El «juntos» de Goyanes había sido un imperativo, el suyo, una pregunta sin entonación. —Ya sabes lo que quiero decir, hacéis todas las pesquisas juntos, colaborando el uno con el otro. Ellos te pasarán la información que tienen sobre el muerto, sobre la pelea y lo que necesites. —Yo no hablo inglés. El comisario se encogió de hombros. —Ni falta que te hace. Habrá traductor. Como Isidro no mostró reacción alguna, Goyanes pareció sentirse impelido a ofrecerle algo parecido a un consuelo: —No te preocupes, ya verás que al...



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