E-Book, Spanisch, Band 65, 396 Seiten
Reihe: El Ojo del Tiempo
Hollis La vida secreta de los edificios
1. Auflage 2012
ISBN: 978-84-9841-894-1
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Del Partenón a Las Vegas en trece historias
E-Book, Spanisch, Band 65, 396 Seiten
Reihe: El Ojo del Tiempo
ISBN: 978-84-9841-894-1
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
«Hollis combina una actitud iconoclasta con un brillante estilo para crear una especie de contrahistoria de la arquitectura y narra la biografía posterior de esos 'maravillosos y quiméricos monstruos' que son los edificios.»Washington Post«En el libro de Hollis hay pasión y compromiso; tras leerlo volvemos al mundo más observadores y rebosantes de preguntas.»The Times Literary Supplement Un edificio nace con la expectativa de permanecer para siempre, pero un edificio es un ser voluble: es habitado y modificado, y su existencia habla de una constante y curiosa transformación. Edward Hollis vuelve a imaginar la historia de la arquitectura de una forma radical y hace un seguimiento de trece edificios para revelarnos la historia oculta del Partenón y la Alhambra, de la catedral de Gloucester y Santa Sofía, de Sans Souci y Notre Dame de París, del Templo Malatestiano y Loreto. Pero también explora monumentos recientes, desde los legendarios Hulme Crescents de Manchester hasta el Muro de Berlín y los parques temáticos de fibra de vidrio de Las Vegas.
Edward Hollis nació en Londres en 1970 y estudió arquitectura en las Universidades de Cambridge y Edimburgo. Durante un año colaboró en Sr¯? Lanka con el famoso arquitecto Geoffrey Bawa y, después, de vuelta en Escocia, pasó a formar parte de un estudio de arquitectura, donde trabajó en reformas radicales de edificios como algunas villas victorianas, una antigua fábrica de cerveza o un ayuntamiento. En la actualidad ejerce como profesor de Arquitectura de Interiores en el College of Arts de Edimburgo. La vida secreta de los edificios es su primer libro.
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El sueño del arquitecto Érase una vez un arquitecto que tuvo un sueño. La cortina de su salón burgués se rasgó y él se encontró recostado en lo alto de una colosal columna, desde donde divisaba un gran puerto. En una colina cercana, la aguja de una catedral gótica se elevaba por encima de los puntiagudos cipreses de un oscuro bosque; al otro lado del río, una luz dorada bañaba una rotonda corintia y los arcos de ladrillo de un acueducto romano. El acueducto se alzaba sobre una columnata griega, delante de la cual una procesión conducía desde la ribera hasta un ornamentado templete jónico. A lo lejos, la figura de un templo dórico se acurrucaba bajo un palacio egipcio y, detrás de todos estos edificios, un velo de neblina y un jirón de nube envolvían la Gran Pirámide. Fue un momento de quietud absoluta. Una perspectiva en el tiempo se había convertido en una perspectiva en el espacio, conforme el pasado retrocedía de una manera ordenada, un estilo tras otro, desde la cortina del salón del presente hasta el horizonte de la Antigüedad. La alta Edad Media ocultó en parte el esplendor clásico; la magnificencia romana se levantaba sobre los cimientos de la razón griega; la gloria de Grecia quedaba ensombrecida por la arquitectura primigenia de Egipto. Aquella selección de edificios formaba un canon arquitectónico: cada ejemplo ofrecía al arquitecto inspiración, consejo y advertencia sacados del tesoro dorado de la Historia. Todos los grandes edificios del pasado habían resucitado en un monumental día del éxtasis. Todo había sido creado de nuevo y ni las inclemencias del tiempo, ni la guerra, ni el errabundo gusto habían dejado su marca en la escena. Todo estaba fijado tal como había sido concebido: cada edificio era una obra maestra, una obra de arte, un pasaje de música congelada, no deteriorado por las componendas, los errores o la desilusión. No se podía agregar ni quitar nada sin empeorarlo. Todos los edificios eran hermosos, su forma y su función se hallaban en perfecto equilibrio. Esa escena era lo que la arquitectura fue, es y debe ser. Pero justo antes de despertar el arquitecto se dio cuenta de que estaba soñando y recordó las palabras de Próspero al despedir al reino de espíritus que ha invocado, al final de La tempestad: Las torres coronadas de nubes, los suntuosos palacios, los templos solemnes, el inmenso globo mismo y todo cuanto contiene se disolverá y, lo mismo que se ha desvanecido esta apariencia insustancial, no dejará nada tras de sí: estamos hechos de la misma materia que los sueños y nuestra corta vida se cierra con un sueño. El sueño del arquitecto lo tuvo un emigrado del Viejo Mundo al Nuevo. Thomas Cole nació en Lancashire en 1801, pero pasó su vida adulta entre los riscos y bosques del valle del Hudson, al norte de la ciudad de Nueva York, donde pintó imágenes de una Arcadia todavía no enterrada bajo torres, palacios y templos. Cole no podía evitar pensar en el Viejo Mundo que había dejado atrás y sabía que algún día el Nuevo Mundo llegaría a parecerse a él. Su ciclo pictórico titulado El curso del Imperio representa el valle del Hudson en cinco etapas diferentes: El estado salvaje, El estado arcádico o pastoril, La consumación del Imperio, La destrucción del Imperio y Desolación. En estas cinco imágenes, un bosque virgen al amanecer se convierte en una gran ciudad a mediodía. Al anochecer es un confuso montón de piedras, blanqueado por una luna pálida. En 1840, el arquitecto Ithiel Town encargó a Cole la pintura El sueño del arquitecto y le pagó en libros de muestras. A Town no le gustó mucho el cuadro, pero éste llegó a ser considerado la obra maestra de Cole. El panegírico fúnebre de Cole lo ensalzó como una de las «obras principales [...] de su genio», como «un conjunto de edificios, egipcios, góticos, griegos, moriscos, tal como podría presentarse a la imaginación de alguien que se hubiese quedado dormido tras leer una obra sobre los diferentes estilos de la arquitectura». La visión de Cole sigue obsesionando a los arquitectos. Si tomamos cualquier obra clásica sobre arquitectura y echamos un vistazo a las imágenes, nos encontramos perdidos en un panorama similar de «los diferentes estilos». Unos dibujos de líneas pulcras representan las obras maestras de la Antigüedad, nuevas y lozanas como el día en que nacieron; los cielos azules, las calles limpias y una total ausencia de personas confieren a las fotografías arquitectónicas la calidad intemporal de El sueño del arquitecto. Y no sólo las ilustraciones: la historia escrita de la arquitectura es también una letanía de obras maestras, inalterables e inalteradas, desde las Grandes Pirámides de Gizeh hasta sus descendientes de cristal en París o Las Vegas. Se describen los grandes edificios del pasado como si acabaran de desmontar el andamio, la pintura estuviese aún fresca en las paredes y todavía no se hubiera cortado la cinta: como si la Historia no hubiese sucedido. Es una visión intemporal porque intemporal es precisamente como esperamos que sea la gran arquitectura. Hace casi un siglo, el arquitecto vienés Adolf Loos observó que la arquitectura no tiene su origen en la vivienda, como se podría esperar, sino en el monumento. Las casas de nuestros antepasados, que eran respuestas contingentes a sus necesidades en continuo cambio, han perecido. Sus tumbas y templos, concebidos para durar la eternidad de la muerte y de los dioses, se han conservado, y son ellos los que forman el canon de la historia arquitectónica. El discurso mismo de la arquitectura es un discurso sobre la perfección, una palabra que se deriva del término latino que significa «acabado». El teórico romano Vitruvio afirmó que la arquitectura era perfecta cuando poseía firmeza, utilidad y belleza en un delicado equilibrio. Un milenio y medio después, su intérprete renacentista Leon Battista Alberti escribió que la belleza perfecta es aquella a la cual no se puede añadir nada y de la que no se puede quitar nada. El arquitecto moderno Le Corbusier definió la tarea de su profesión como «el problema de establecer unos criterios para hacer frente al problema de la perfección». En el discurso de la arquitectura, todos los edificios, para seguir siendo bellos, deben mantenerse inmutables y todos los edificios, para mantenerse inmutables, deben aspirar a la fúnebre condición del monumento. La tumba de Christopher Wren, en la cripta de la catedral de San Pablo en Londres, resulta sencilla para tan gran hombre, pero la inscripción que se lee en la pared, sobre el sarcófago, desmiente esa modestia. «Si monumentum requiris, circumspice»: «Si buscas un monumento, mira a tu alrededor». Todos los arquitectos esperan que los edificios que han concebido honren su genio y, por tanto, se atreven a esperar que esos edificios duren para siempre, sin cambios. * Pero El sueño del arquitecto es sólo eso: un sueño, una ilusión, una imagen plana aprisionada en un marco. Figurémonos por un momento que el arquitecto ha despertado de su sueño, ha salido del cuadro y ha abandonado el museo en el que éste se halla expuesto. Aun cuando se encontrara en lo alto de una columna colosal, desde allí no se dominaría una perspectiva monumental. En cambio, el arquitecto estaría tal vez contemplando el hueco de la escalera de una casa de vecindad, que es lo que exactamente vería si hubiera trepado a las columnas del templo de Augusto en Barcelona que se han conservado. La catedral gótica no se alzaría en algún oscuro bosque sino puerta con puerta, y quizá los muros de su cripta se hubieran hecho utilizando los cimientos de un santuario de Apolo, como en Gerona. Las columnas de este edificio formarían tal vez el pórtico de la catedral, como en Siracusa, y es posible que el altar fuera una bañera romana puesta del revés, como en la iglesia de Santa Maria in Cosmedin de Roma. La construcción de la catedral habría costado cientos de años, como Chartres o Gloucester, y sería un caótico collage de estilos diferentes, cargado de restauraciones victorianas extremadamente entusiastas y de dudosa fidelidad. El templo jónico, como el de Artemisa en Éfeso, habría sido incendiado por indignados cristianos en el siglo V, mientras que la rotonda corintia habría sido convertida en una fortaleza, como lo fue el Partenón en la Roma medieval. El templo dórico se habría evaporado: sus esculturas se exhibirían en Londres, como los mármoles de lord Elgin, y el edificio mismo habría reaparecido en alguna parte, al igual que se reconstruyó en Berlín el altar de Zeus en Pérgamo. Los arcos del acueducto romano habrían quedado sepultados bajo los atestados barrios bajos de Jerusalén o Nápoles: sus bóvedas serían ahora escondrijos de criminales y de la policía secreta. Sólo las tumbas, las Grandes Pirámides, habrían permanecido inmutables, aisladas, monumentalmente inútiles, en las arenas suburbanas de Gizeh. El sueño del arquitecto se habría convertido en un Manhattan de la era del jazz, en un Shanghai del siglo XXI, en una Estambul otomana, en una Venecia medieval: un ruidoso y sucio depósito de innumerables arquitecturas en proceso de cambio constante. En esta ciudad habría cualquier cosa menos quietud. En este proceso de construcción y deterioro perpetuos y simultáneos, aparecerían y desaparecerían edificios, se construirían unos sobre otros, sacando unos de otros o metiendo unos en otros....