Hudson | Matar al huésped | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 664 Seiten

Reihe: Ensayo

Hudson Matar al huésped

Cómo la deuda y los parásitos financieros destruyen la economía global
1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-121913-4-9
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

Cómo la deuda y los parásitos financieros destruyen la economía global

E-Book, Spanisch, 664 Seiten

Reihe: Ensayo

ISBN: 978-84-121913-4-9
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



El sector financiero ha logrado representarse a sí mismo como parte de la economía productiva, pero durante siglos la banca fue considerada parasitaria, y la esencia del parasitismo no es solo agotar la nutrición del huésped, sino también embotar su cerebro para que no reconozca que el parásito está allí. Esta es la ilusión que gran parte de Europa y los Estados Unidos sufren hoy en día. El objetivo de Hudson es atravesar esta ilusión y reemplazar la economía basura con economía basada en la realidad, y sostiene que las crisis financieras continuarán a menos que modifiquemos radicalmente nuestras estructuras económicas y políticas, y recuperemos las mejores ideas de la economía clásica. Expone cómo las finanzas, los seguros y los bienes raíces han ganado el control de la economía global, a expensas del capitalismo industrial y de los Gobiernos. El Gran Bono de 2008 salvó a los bancos, pero no a la economía, y hundió a las economías en la deflación de la deuda y la austeridad, aumentando la riqueza y los ingresos del sector financiero mientras empobrecía a la clase media. Siniestro pero a la vez claro y profético, Michael Hudson propone soluciones viables a nuestros problemas económicos, en un momento en que los políticos se han mostrado incapaces de comprender la economía, y mucho menos de arreglarla.

Es uno de los principales economistas del mundo. Trabaja como asesor en finanzas y fiscalidad de Gobiernos de todo el mundo, como Grecia, Islandia, Letonia y China. Es profesor de investigación de la Facultad de Económicas de la Universidad de Misuri, e investigador asociado del Instituto de Economía Levy. Execonomista de Wall Street especializado en balanza de pagos y bienes inmobiliarios. También ha asesorado a los gobiernos de EEUU, Canadá y México y al Instituto de la ONU para la Formación y la Investigación.
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INTRODUCCIÓN

Los doce temas de este libro

Yo no iba para economista. En mi etapa de estudiante en la Universidad de Chicago no me matriculé en ningún curso de economía ni me acerqué a su escuela de negocios. Lo que me interesaba era la música y la historia de la cultura. Cuando me mudé a Nueva York en 1961, mi intención era trabajar y publicar en estos ámbitos. En Chicago había trabajado como asistente de Jerry Kaplan en Free Press, y cuando el crítico literario húngaro Gyorgy Lukács me cedió los derechos de su obra en lengua inglesa, decidí establecerme por mi cuenta. Entonces, en 1962, al morir la viuda de León Trotski, Natalia Sedova, Max Shachtman, su albacea testamentario, me asignó los derechos sobre los escritos y el archivo de Trotski. Sin embargo, lo cierto es que no fui capaz de dar con ninguna editorial interesada en apoyar su publicación. Publicar el trabajo de otros no era la actividad que el futuro me deparaba.

Mi vida ya había cambiado de forma abrupta en una sola noche. Mi mejor amigo de Chicago me había insistido en que me pusiera en contacto con Terence MacCarthy, padre de uno de sus compañeros de estudios. Terence había trabajado como economista para General Electric y era el autor del «plan Forgash». Llamado así por el senador de Florida Morris Forgash, el plan proponía un banco mundial para la aceleración económica con una política alternativa a la del Banco Mundial del momento, consistente en prestar en moneda local para promover la reforma agraria y una mayor autosuficiencia alimentaria, en lugar de la plantación de cultivos para la exportación.

De la tarde de nuestro primer encuentro me quedé con dos ideas que me dejaron petrificado, y que a la postre terminarían inspirando la obra de mi vida. La primera era la casi poética descripción que hacía del flujo de capitales a través del sistema económico. Me explicó por qué históricamente la mayoría de las crisis financieras habían sucedido en otoño, que es cuando se trasladan los cultivos. Los cambios en los niveles de agua del medio oeste o las alteraciones climáticas en otros países provocaban sequías periódicas, que a su vez echaban a perder cosechas y provocaban pérdidas en el sistema bancario, obligando a los bancos a reclamar sus préstamos. Las finanzas, los recursos naturales y la industria formaban parte de un sistema interconectado muy parecido a la astronomía (y a mi modo de ver, no carente de belleza estética). Pero, a diferencia de los ciclos astronómicos, la matemática del interés compuesto conduce a las economías inevitablemente a una crisis de deuda, porque el sistema financiero se expande más rápidamente de lo que lo hace la economía subyacente, a la que carga con una deuda creciente y excesiva que hace que las crisis vayan siendo cada vez más duras. Las interrupciones en las cadenas de pagos destrozan las economías.

Aquella misma noche decidí hacerme economista. Pronto me gradué y busqué trabajo en Wall Street, que era la manera (en la práctica) de ver el funcionamiento real de las economías. Durante los veinte años siguientes, Terence y yo conversamos diariamente durante una hora sobre los acontecimientos económicos del momento. Él había traducido A History of Economic Doctrines: From the Physiocrats to Adam Smith, primera versión en lengua inglesa de Teorías sobre la plusvalía de Marx, que a su vez era, en rigor, la primera historia del pensamiento económico. De entrada, me dijo que leyera todos los libros que aparecen en la bibliografía (los fisiócratas, John Locke, Adam Smith, David Ricardo, Thomas Malthus, John Stuart Mill, etcétera).

Los temas que más me interesaban —y el objeto de este libro— no se enseñaban en la Universidad de Nueva York, donde yo me gradué en Economía. De hecho, no se enseñan en ninguno de los departamentos de la educación universitaria: temas como la dinámica de la deuda, de cómo el patrón del préstamo bancario infla los precios del suelo, o la contabilidad de la renta nacional y la porción creciente de la misma que es absorbida por la extracción de rentas en los ámbitos inmobiliario, de las finanzas y de las aseguradoras (el sector FIRE, en sus siglas en inglés). Solo había una forma de aprender cómo analizar estos temas: trabajar para los bancos. Allá por la década de 1960 era difícil adivinar que estas tendencias se convertirían a la postre en una gran burbuja financiera. Pero las dinámicas estaban ahí, y yo tuve la suerte de que me contrataran para registrarlas.

Mi primer empleo, dentro de lo previsible, era bastante ramplón: economista para la Savings Banks Trust Company. Hoy extinta, la compañía la habían fundado las 127 cajas de ahorros por entonces existentes en Nueva York (hoy asimismo desaparecidas, después de haber sido privatizadas, adquiridas y vaciadas por banqueros comerciales). A mí me contrataron para que informara sobre la manera en que los ahorros acumulaban intereses, que eran reciclados como préstamos hipotecarios nuevos. Mis gráficos de esta pendiente ascendente del ahorro se parecían a la «Ola» de Hokusai, pero con un pulso intermitente con picos en forma de cardiograma cada tres meses, coincidiendo con los días de los abonos trimestrales de dividendos.

Esos ahorros en aumento se prestaban a compradores de viviendas, contribuyendo a alimentar el aumento del precio de la propiedad inmobiliaria después de la Segunda Guerra Mundial. Esto se veía como un motor de prosperidad en apariencia inagotable, que dotaba a una clase media con un patrimonio neto creciente. Cuanto más prestan los bancos, más aumentan los precios de los inmuebles comprados a crédito. Y cuanto más aumentan los precios, más aumenta la disposición de los bancos a prestar —siempre que también crezca el número de gente dispuesta a integrarse en esta aparente máquina de creación de riqueza en perpetuo movimiento—.

El proceso solo funciona mientras los ingresos sean crecientes. Poca gente cae en la cuenta de que la mayor parte de sus ingresos crecientes se dedican a la compra de vivienda. Tienen la sensación de estar ahorrando —y ganando dinero, al pagar por una inversión que crecerá—. Este proceso, al menos, funcionó durante los primeros 60 años de posguerra, desde 1945 en adelante.

Pero las burbujas siempre estallan. El motivo es que se financian con deuda, la cual se expande como una cadena de mensajes por la economía en su conjunto. El pago de los intereses de la deuda hipotecaria absorbe una porción cada vez mayor del valor del inmueble, así como de la renta de los propietarios inmobiliarios, a medida que nuevos compradores van asumiendo nuevas deudas para comprar casas cada vez más caras.

Seguir la trayectoria de la pendiente ascendente del ahorro y del aumento del precio de la vivienda financiado con deuda resultó ser la mejor manera de entender cómo se ha creado la mayor parte de la «riqueza de papel» (o, cuando menos, cómo se ha inflado) durante el siglo pasado. Pero a pesar del hecho de que el activo más importante de la economía es el inmobiliario (que supone el mayor activo así como la deuda principal para la mayoría de las familias), el análisis de la renta del suelo y de la valoración de la propiedad inmobiliaria ni siquiera aparecía en los cursos a los que asistía por las tardes para obtener mi doctorado en Economía.

Al terminar mis estudios en 1964, me uní al departamento de investigación económica de Chase Manhattan, donde fui su economista de la balanza de pagos. Esta resultó ser otra buena experiencia de formación laboral in situ, pues la única forma de aprender algo sobre el tema era trabajar para una agencia estadística de un banco o de un Gobierno. Mi primera tarea consistió en pronosticar la balanza de pagos de Argentina, Brasil y Chile. El punto de partida eran sus ingresos por exportaciones y otros ingresos de divisas, que sirvieron como una medida de cuántos ingresos son susceptibles de dedicarse al pago de la deuda proveniente de nuevos préstamos de bancos estadounidenses.

De la misma forma que los prestamistas hipotecarios ven los ingresos por concepto de alquileres como un flujo que hay que transformar en el pago de intereses, así los bancos internacionales ven en las ganancias en moneda fuerte de países extranjeros un ingreso potencial que debe ser capitalizado en forma de préstamos y pagado como intereses. El objetivo implícito de los departamentos de marketing de los bancos —y de los acreedores en general— es vincular el superávit económico en su totalidad al pago de los intereses de la deuda.

No tardé en constatar que los países latinoamericanos que analicé estaban «hasta el tope de préstamos». Carecían ya de ingresos suficientes en moneda fuerte como para afrontar los intereses de nuevos préstamos o emisiones de bonos. Estos países solo podían pagar lo que ya debían si sus bancos (o el Fondo Monetario Internacional) les prestaban el dinero con que pagar el monto creciente de los intereses. Así es como se refinanciaron los préstamos a Gobiernos soberanos durante la década de 1970.

Sus deudas exteriores ascendían con un interés compuesto, en un crecimiento exponencial que preparaba el terreno para el crac que sobrevino en 1982, cuando México anunció que no podía pagar. En este sentido, los préstamos a Gobiernos del Tercer Mundo anticiparon la burbuja inmobiliaria que estallaría en 2008. Con la salvedad de que las deudas del Tercer Mundo, a diferencia de las hipotecarias, fueron reducidas en la década de 1980 (a través de los bonos Brady).

La enseñanza más importante que extraje de...



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