Huertas Gómez | Theotocópuli. Bajo la sombra del Greco | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 256 Seiten

Reihe: Gran Angular

Huertas Gómez Theotocópuli. Bajo la sombra del Greco


1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-675-7189-9
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

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Reihe: Gran Angular

ISBN: 978-84-675-7189-9
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Existen momentos en la vida que marcan nuestro destino. Instantes que parecen triviales pero determinan el futuro. El de Alfredo ocurrió en Nueva York, una tarde de verano, frente a un cuadro del Greco, cuando todavía no sabía que la vida de ese pintor muerto hace 400 años iba a marcar el episodio más inquietante de su joven existencia.

Nació en Madrid. Es Doctora en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid y Licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Murcia.Es profesora de Lengua y Literatura en el IES Europa de Rivas y en el Centro de Estudios Superiores Don Bosco de la Universidad Complutense. Colabora como asesora literaria en una editorial de Literatura Infantil y Juvenil.Ha publicado varios libros de recopilaciones de cuentos, así como de cuestiones didácticas y de fomento de la creatividad. Ha obtenido el Premio Hache de Literatura Juvenil 2011 y el X Premio Alandar de Literatura juvenil.
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Un cuadro y una mujer


Existen momentos en la vida que marcan nuestro destino. Instantes que parecen triviales pero determinan el futuro de manera insospechada. Si elegimos cara, el camino será distinto a si elegimos cruz, y nunca sabremos si hemos escogido lo mejor o lo peor.

Mi momento decisivo me resulta hoy tan nítido como si acabase de suceder, aunque hayan pasado unos pocos años. Tenía entonces quince años recién cumplidos y todas las dudas del mundo en la cabeza. Supongo que mis padres experimentarían cierto alivio cuando me enviaron aquel verano a Nueva York a perfeccionar mi inglés. Sospecho que lo hicieron por librarse de mis estúpidas reacciones y del enfrentamiento con mi padre, que comenzaba a manifestarse, empujado por la rebeldía de la adolescencia. La tarde de aquel verano que marcó mi vida nos habían llevado a visitar el Museo Metropolitano. Casi todos mis compañeros protestaron ante la perspectiva de pasar un par de horas mirando cuadros en lugar de ir de compras por la Quinta Avenida. Creí que sería el único en disfrutar del arte que se concentra en el Metropolitan. Afortunadamente, me equivocaba.

Deambulé solitario por las salas de pintura, pues mis compañeros se dispersaron en grupos de los que yo no formaba parte o se refugiaron de tanto arte en la cafetería.

Me acerqué a las salas que mostraban pintura española del Siglo de Oro. Enseguida llamó mi atención un lienzo del Greco que no recordaba haber visto nunca en los libros de texto, y me detuve ante él para leer el título:

Opening of the Fifth Seal (1607-1614)

La imagen del cuadro parecía sacada de una pesadilla. En primer plano, a la izquierda, la figura gigantesca y desproporcionada de San Juan arrodillado alzaba sus manos hacia un cielo de jirones rojizos. Detrás de él, unas figuras casi fantasmagóricas, como espectros de resucitados, se retorcían envueltas en mantos de colores. Aquellos muertos vivientes me impresionaron, y lamenté que no estuviese permitido tomar fotos en el museo. No podía dejar de mirar el cuadro, como si escondiese un secreto imposible de descifrar.

–¿Qué habría allí arriba?

Una voz femenina, que hablaba en castellano, me sobresaltó como si saliera del mismo cuadro.

–¡Vaya! Siento haberte asustado.

Una chica de mi edad me miraba con aire de fingida preocupación. No era la primera vez que la veía, pero sí la primera que me fijaba en ella y que la escuchaba hablar. Pertenecía al grupo de españoles que partimos hacia Nueva York desde Madrid un par de semanas antes y a los que nos habían vuelto a juntar aquella tarde para visitar el museo.

–Hola –saludé–. No esperaba oír otra cosa que no fuese este inglés americano. Y estaba aquí tan concentrado...

–Es impresionante, ¿verdad?

–¿El qué? –por un momento no entendí a qué se refería.

–El cuadro. ¡Qué va a ser! ¿No te has dado cuenta?

La chica clavó sus ojos verdes en los míos y aquella mirada me pareció más inquietante que cualquier otra visión. Permanecimos unos segundos así, quietos y observándonos hasta que, un tanto aturdido, dirigí mi atención de nuevo hacia el cuadro.

–¿De qué hay que darse cuenta? –pregunté.

–De que falta algo –dijo, misteriosa–. San Juan mira hacia el cielo, todos los personajes del cuadro se elevan... pero arriba no hay nada. El cuadro está cortado.

Comprobé que lo que afirmaba era cierto y noté un ligero escalofrío al contemplar de nuevo el lienzo: me pareció más tenebroso, más siniestro aún que solo unos minutos antes.

–¿Y qué falta? –me atreví a murmurar–. ¿Qué había pintado en la parte cortada?

–Nadie lo sabe –aseguró categórica.

–¿Tampoco tú lo sabes? –mi tono sonó burlón, involuntariamente.

–No quieras saber tanto como yo –me siguió la broma–. ¿Cómo te llamas?

–Alfredo. ¿Y tú?

–Carlota. Dos nombres poco normales, ¿no crees?

–No creo, por lo menos el mío. Es el más normal en mi familia. Hay seis Alfredos Garrido. Sin contar los antepasados que ya están muertos.

–Así que estabas predestinado por parte de padre.

–¡Ya te digo! Mi padre, mi abuelo, mi bisabuelo, mis primos... He llegado a odiarlo.

–A mí me gusta –sonrió–. Es... distinto.

–No es divertido que te llamen Fredi, o Alfred, o... –preferí no nombrar otros apodos más absurdos, de los que realmente me avergonzaba.

Ella rio y sus carcajadas sonaron a música celestial. No todos los humanos saben reírse sin que resulte ridículo.

–En mi caso es aún peor –añadió–. Imagina todas las palabras feas que riman con Carlota.

Entonces reímos los dos. Pensé que no era la reacción más adecuada ante aquel misterioso lienzo del Greco, y lo mismo debieron de pensar tres turistas americanos que nos miraron con desprecio, como nos suelen mirar los adultos cuando alzamos un poco la voz. Carlota se percató enseguida y tuvo una buenísima idea.

–Ven –me ordenó–. Vamos a sentarnos ahí. Podremos ver el cuadro y hablar sin que nadie nos asesine con la mirada.

Obedecí y la seguí sin rechistar, casi hipnotizado, hasta sentarme lo más cerca que pude de ella. Miré sus manos con detenimiento, algo que suelo hacer cuando conozco a una persona. Me fijo en el aspecto, el cuidado y los movimientos que me aportan información interesante: las manos hablan de sus propietarios. Las suyas eran blancas y delicadas, llevaba las uñas pintadas de un color rosa pálido Era muy guapa y poseía, además, una seguridad que embaucaba.

–¿Qué tal te ha ido con la familia? –me soltó mientras yo me entretenía en repasar sus rasgos: los labios carnosos, el rostro ovalado, el cabello castaño y abundante, los ojos vivos y expresivos de un color verde intenso.

–Bien. No me puedo quejar. La comida es pesadísima, pero son amables conmigo. El verano pasado en Londres me fue mucho peor –contesté sin dejar de fijarme en los detalles de su cara.

–La mía es un horror. No me gusta demasiado la carne, y en esa casa solo comen hamburguesas y patatas fritas de las congeladas. Hablan un americano masticado que me cuesta entender y creo que se ríen de mí. Me llaman «Cagota» o «Carota», aunque no sepan lo que quieren decir esas palabras en castellano. Tienen un hijo algo mayor que yo que me mira con ojos de carnero degollado y está empeñado en llevarme de excursión a Central Park.

De pronto me di cuenta de que yo mismo la estaba mirando con ojos de carnero degollado y dirigí la vista hacia el cuadro del Greco, intentando disimular.

–¿Te gusta? –fue lo primero que se me ocurrió decir.

–¿El Greco? Me encanta. Casi no he salido de esta sala desde que nos dejaron aquí. ¿Sabes? Él y yo somos paisanos.

–¿Eres griega? –no acababa de entender su afirmación.

–¡No! –volvió a reír–. Soy de la ciudad donde vivió casi toda su vida y pintó ese cuadro poco antes de morir. De Toledo.

Me alegré: por lo menos no era de Cádiz o de Lugo. Toledo está a pocos kilómetros de Madrid. Aquello podía tener futuro.

–¿Me vas a contar todo eso que sabes sobre este cuadro, o aún es demasiado pronto? –me atreví a bromear.

–¡Eres insistente! –rio de nuevo–. Lo dije para hacerme la interesante, pero no sé mucho más. Se perdió. Arriba estaría representado el cielo, como en muchos cuadros del pintor, pero nadie lo sabe con seguridad.

–¿Y ese otro? –pregunté refiriéndome a otra obra del mismo autor. Se trataba de un paisaje.

–Es Toledo –asintió.

–¿No habrás venido a verlo porque echas de menos tu tierra? En el cuadro parece a punto de caer una tormenta. Es...

–Fantasmagórico –apostilló–. Te aseguro que Toledo no es así, ni ahora ni en el siglo XVII. Por eso me gusta tanto el Greco, porque va mucho más allá de lo que se ve a simple vista. Deberías visitar su casa museo en Toledo.

–¿Me acompañarías? –le pedí–. Seguro que la explicas mejor que nadie.

Imaginaba que paseábamos entre lienzos del pintor cretense, agarrados de la mano..., y yo con ojos de carnero degollado.

–¿Tú también estabas predestinada a llamarte Carlota por parte de madre? –quise saber.

–No. Por parte de abuela materna. Ella se llamaba Carlota. Suena algo antiguo, pero ya me he acostumbrado.

Antes de lo que yo hubiera querido, se nos agotó la tarde. Nuestros monitores nos habían citado a las seis en la entrada del museo para devolvernos a las casas de nuestras respectivas familias, y casi era la hora. No paramos de hablar hasta que Carlota se bajó del bus. Durante ese tiempo, el resto del universo desapareció para mí: no existían las calles de Nueva York ni los monitores ni los otros chicos...



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