E-Book, Spanisch, Band 2, 340 Seiten
Reihe: Caja Alta
Hugo-Bader Diarios de Kolimá
1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-17496-36-4
Verlag: La Caja Books
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
En autostop por la Rusia extrema
E-Book, Spanisch, Band 2, 340 Seiten
Reihe: Caja Alta
ISBN: 978-84-17496-36-4
Verlag: La Caja Books
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Jacek Hugo-Bader (1957) es reportero del principal diario polaco, Gazeta Wyborcza. Ha trabajado como profesor, cargando camiones, pesando cerdos y como consejero matrimonial. Es experto en la antigua URSS y ha realizado numerosos reportajes recorriendo en bicicleta China, Mongolia y el Tíbet. Por su trabajo periodístico, comparado innumerables veces con el del maestro de periodistas Ryszard Kapu?ci?ski, Jacek Hugo-Bader ha recibido en dos ocasiones el premio Grand Presse, y en otras dos ha sido distinguido con el máximo galardón de la Asociación de Periodistas de Polonia. En España ha publicado En el valle del paraíso, El delirio blanco y Diarios de Kolimá, el cual ha sido traducido a cuatro idiomas y premiado con el prestigioso English Pen Award.
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Sasha, el alpinista. La puerta al bosque.
Mi relato de Kolimá debo comenzarlo por Sasha Safránov, que vive en la plaza Komsomólskaya, la misma en la que hay una torre de televisión que no funciona, el lugar a partir del cual se calculan las distancias en la autopista de Kolimá, esa misma que quiero recorrer. Es el centro exacto de Magadán. De manera que los primeros kilómetros de la autopista no son sino la Avenida Lenin, la calle principal, la más elegante de la ciudad, que nace de la plaza y que tras el Magandanka pasa a llamarse la Carretera de Kolimá, para nada más rebasar el fielato convertirse en la Autopista de Kolimá.
Así que Sasha, fotógrafo, pintor y alpinista local, junto con su esposa, dos hijas adultas y tres terriers escoceses, lleva quince años viviendo en el kilómetro cero de esta ruta de más de dos mil kilómetros. Los treinta y cinco años anteriores los pasó en la Kolimá profunda, en el kilómetro 626, en el pueblo de Susumán, en los montes Cherski.
—Allí hay un lago enorme, el Malyk, con forma de bumerán —cuenta Sasha—. Desde que me alcanza la memoria, en su orilla vivía el abuelo Naúmov. Era un ermitaño, uno de esos que eligen una vida solitaria alejada de la gente. Su número aumentó exponencialmente a partir de 1953, cuando empezaron a liberar presos de los campos. Muchos zeks no regresaban a sus casas, porque pasados tantos años ya no tenían a nadie esperándolos. Otros se refugiaban en la taiga, ya fuera por vergüenza, desesperación o miedo. En la zona (el campo) se habían granjeado enemigos y temían por sus vidas. El abuelo Naúmov era uno de esos casos. Durante más de cincuenta años vivió a orillas de ese lago y nunca se alejó de allí, ni siquiera para ir al médico. Decía que había sido escribano del campo y que se había condenado él mismo a la soledad. Quería expiar sus culpas. Todo el mundo sabía que era un delator, un soplón. Denunciaba a sus vecinos de celda. Y tenía una letra preciosa.
—¿Qué tiene eso que ver? —pregunto.
—Nada, solo que con ochenta años y ni una sola raya en el papel, escribía perfectamente recto, línea tras línea, verso tras verso, y encima sin gafas. Escribía poemas. Los típicos, rimados, sobre las dificultades de la vida solitaria en la taiga. Siempre pasaba a verlo cuando subía al monte. Le llevaba alguna cosa: alforfón, sal, cerillas, cartuchos… y él nos preparaba un té.
El abuelo Naúmov tenía una docena de perros, uno de ellos con tres patas. El perro la había perdido en una de las trampas que su amo ponía para liebres y zorros. Todos sus perros eran laikas, unos animales muy inteligentes. Los laikas viven a lo largo y ancho de Siberia, aunque su aspecto varía un poco según la zona. Los de los evenkos son grandes y muy fuertes. Los criados por los yakutios son más pequeños pero más agresivos, mordedores e increíblemente resistentes. Todo el invierno yakutio, con temperaturas de cincuenta, sesenta y setenta grados bajo cero, se lo pasan a la intemperie, y su piel les sirve a sus dueños para fabricar los mejores guantes.
Sasha vio por última vez al abuelo Naúmov en el otoño de 2009. En la pared de su choza había clavado un tablón de madera con una nota que decía que no lo enterraran cuando muriese, sino que lo incinerasen allí dentro con todas sus pertenencias. El abuelo le dijo a Sasha que se aproximaba su último invierno.
—Regreso en primavera —prosigue Sasha— y su choza ya no está. Tierra quemada. Solo quedaba la puerta y el marco calcinado, como si fuera una puerta al bosque, a la taiga, a los montes. Unos cazadores pasaron por allí antes que yo. Encontraron al anciano muerto en la cama, el tablón con su última voluntad y al perro de tres patas tumbado sobre el pecho del muerto. Intentaron ahuyentarlo, pero no se movió ni un centímetro, prendieron fuego y tampoco. Querían sacarlo de allí, salvarlo, y él se lo pagó enseñándoles los colmillos… Y así, tumbado sobre el abuelo Naúmov, los dos ardieron juntos.
—Siempre he pensado —digo— que todos esos relatos acerca de la fidelidad infinita más allá de la muerte no son más que cuentos.
—Yo también. Pero estuve en aquel lugar reducido a cenizas justo después. Todavía humeaba. Encontré una vieja caldera de hierro, metí dentro los restos y la enterré. En el tablón escribí: «Aquí yace el abuelo Naúmov junto a su perro». Porque los huesos del perro y del hombre están juntos.
—¿Cómo se llamaba aquel perro?
—Gris. O tal vez Fiel. No me acuerdo. Pero todo el mundo empezó a pasar por aquella puerta que había quedado en la tierra quemada, como si fuera la puerta de un templo. Los cazadores, los geólogos, los buscadores de oro, y yo y mis compañeros, cuando emprendemos la escalada llegamos incluso a alargar la caminata con tal de pasar a través de ella en señal de buen augurio.
Una vez enterrado el abuelo Naúmov, los laikas que quedaron con vida se dispersaron por las montañas. Los cazadores los acecharon durante años porque les sacaban a los otros animales de las trampas y en invierno se organizaban en jaurías, se agrupaban y merodeaban como lobos. ¡Peor aún! Atacaban a las personas porque no les tenían miedo.
Una situación parecida pero a una escala mucho mayor se dio en los años noventa. La gente empezó a marcharse de Kolimá en masa pero abandonaban a los perros, sencillamente los echaban a la calle, a la taiga. Los montes se volvieron incluso más hostiles que de costumbre.
—¿Te puedes creer que sigue habiendo cumbres sin coronar? —Sasha se muestra encantado—. Incluso las de dos mil metros. Mi grupo cuenta con siete en su haber. ¿Sabes qué sensación es esa? Alcanzar una cumbre que no ha sido nunca pisada por nadie y oír el alma que te canta por dentro. Como conquistadores, tenemos derecho a ponerles nombre. De las nuestras, la más alta es el Challenger. 2347 metros sobre el nivel del mar, y los últimos setecientos parecen un inmenso y bellísimo transbordador espacial a punto de despegar. Lo conquistamos en 1987, justo después de la explosión del transbordador norteamericano del mismo nombre. Quince años más tarde ascendimos a la cumbre por segunda vez y hasta la fecha nadie ha logrado hacer una tercera. En el norte, en las montañas polares, escalar resulta endiabladamente difícil. Altas como vuestros Cárpatos, pero sin vegetación ni oxígeno, como en el Himalaya a cinco mil metros, glaciares inmensos y aludes incluso en verano. Cuando faltaban cincuenta metros para alcanzar la cima del Challenger nos sorprendió una purgá, una ventisca tremenda. Cuatro días nos tuvo pegados a una pared de hielo, y eso que estábamos a finales de junio. Ni avanzar ni retroceder podíamos. Se dice que un alpinista del norte debe contar con el entusiasmo suficiente como para superar tres ventiscas.
—¿Cuánto pueden llegar a durar? —pregunto.
—Una semana.
Por lo general, Sasha se interna solo en el monte, incluso cuando va de escalada. Un día emprendió una al Mordzhot, 2027 metros, pero para su desesperación su adorado laika Yakut no se le despegaba.
—Me voy a escalar —dice Sasha— y este se viene detrás y no hay forma de ahuyentarlo. Desaparece, pero al cabo de un rato vuelve a aparecer, y así va jugando conmigo a lo largo de todo el valle, durante veinte kilómetros, hasta el pie de la montaña. Al día siguiente me siento frente a él, lo miro a los ojos y le digo con toda seriedad: «Quédate aquí abajo y no me sigas», ante lo que él menea la cola y se muestra la mar de divertido. Camina tras de mí, por un corredor casi vertical, y cuando ya llegamos a la arista, cae siete u ocho metros desde el pequeño saliente y se queda atrapado en una hendidura entre dos bloques de roca. Bajo hasta él con una cuerda y me paso varias horas intentando sacarlo. No hay manera. No queda más remedio…
—¿Qué?
—Tengo que lanzarlo. Arrojarlo al vacío. Si no, habría tardado días en morir de hambre y de sed. Así que lo saco y lo lanzo. Al lado norte, y yo desciendo la arista por el lado sur. Una bajada horrible. Doce o trece horas de lucha por una pared de hielo. En el valle me hago un iglú para pasar la noche, me acuesto y al cabo de pocas horas oigo ladrar a mi Yakut. ¿Te lo puedes creer? ¡Había sobrevivido a una caída de varios cientos de metros! Después, por un milagro, volvió a trepar hasta la arista, bajó por el otro lado y me encontró. Lo adoraba, pese a sus ataques de mal humor.
Sasha se interna en la taiga desarmado, cosa nada sensata, así que cuando va a hacer fotos se lleva al perro para que le defienda de los osos. Los laikas se las apañan de maravilla. Los huelen desde muchos kilómetros, antes que el oso al hombre. Son más rápidos, más ágiles, tremendamente agresivos y ruidosos, cosa que los osos detestan.
—Un día vamos a las montañas a sacar fotos del otoño y nos topamos con un refugio de osos. En lo que alcanza la vista, distingo dieciocho ejemplares. En mi vida había visto tantos juntos. Se han congregado junto al arroyo y se dedican a pescar fraternalmente, mientras nosotros, sin ningún aspaviento, con la mochila encima de la cabeza y el corazón en un puño, pasamos a su lado.
—¿Y eso de la mochila?
—Hay que llevarla lo más alto posible para parecer muy grande. El oso tiene muy mala vista, y si alberga malas intenciones puede que sobrevalore el tamaño y la fuerza del hombre y renuncie a atacarlo. Por suerte, no nos prestan atención. Pasamos todo el día deambulando por glaciares y taludes hasta llegar a un hermosísimo prado verde. Coloco...