E-Book, Spanisch, 360 Seiten
Reihe: 9
Hugo-Bader El mal del chamán
1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-17496-60-9
Verlag: La Caja Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 360 Seiten
Reihe: 9
ISBN: 978-84-17496-60-9
Verlag: La Caja Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Jacek Hugo-Bader (1957) es reportero del principal diario polaco, Gazeta Wyborcza. Ha trabajado como profesor, cargando camiones, pesando cerdos y como consejero matrimonial. Es experto en la antigua URSS y ha realizado numerosos reportajes recorriendo en bicicleta China, Mongolia y el Tíbet. Por su trabajo periodístico, comparado innumerables veces con el del maestro de periodistas Ryszard Kapu?ci?ski, Jacek Hugo-Bader ha recibido en dos ocasiones el premio Grand Presse, y en otras dos ha sido distinguido con el máximo galardón de la Asociación de Periodistas de Polonia. En España ha publicado En el valle del paraíso, El delirio blanco y Diarios de Kolimá, el cual ha sido traducido a cuatro idiomas y premiado con el prestigioso English Pen Award.
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Irina muestra a Antoni un medicamento y le pregunta si servirá. El hombre entorna los ojos, se lleva el envase a la frente y a los pocos segundos contesta que puede que sí. La mujer no entiende lo que pone en la caja, pues no son letras rusas, no lee el prospecto ni tampoco tiene intención de hacerlo. Se lo pregunta al chamán, que solo ha hecho los diez cursos del bachillerato obligatorio, pese a que a su lado está sentada Sailyk, su mujer, una auténtica médica psiquiatra.
Sailyk Ondar es una shave, es decir, una ayudante de chamán.
El proyectil
–Fui a Chechenia con él a cuestas –cuenta Antoni Ondar–. Un tranquilo y hermoso día, cruzaba yo por en medio de una plaza en dirección a mis compañeros, que me llamaban agitando los brazos, riendo, haciendo el tonto, y él, susurrando en mi interior, me dice que incline la cabeza hacia la izquierda, así que la inclino, sin saber por qué, y en ese mismo instante la bala de un francotirador me pasa tan cerca que me roza la oreja derecha.
Después se produjo la increíble historia de la letrina. Antoni estaba allí sentado haciendo aquello que se hace tras un rancho de sopa de garbanzos. Mientras espera, nota que una gran fuerza, un brazo musculoso, le empuja la espalda y lo aplasta hacia el suelo hasta que el soldado se tumba sobre las rodillas mientras por encima de él una prolongada ráfaga de ametralladora atraviesa toda la letrina… Nadie del destacamento daba crédito a que hubiese sobrevivido. Hasta llegaron unos mandos de Grozni para ver aquella letrina y al hombre que de ella salió con vida.
La historia del francotirador todo el mundo la consideró una casualidad. Muy afortunada, eso sí, porque el combatiente checheno había disparado desde una distancia de apenas cien pasos, lo que para un francotirador no es nada.
–Pero tras la historia de la letrina empezaron a decir que yo era un hombre que sabía. Un brujo. Pero no les conté nada del abuelo. No les conté que era él quien me protegía, les dije que era la intuición. Todo el mundo empezó a tenerme una fe ciega, así que una vez que hicimos un alto para descansar mientras patrullábamos por Grozni y les dije que debíamos salir de allí porque, si no, ninguno de nosotros volvería a la base, el comandante ordenó que partiéramos de inmediato. No habíamos recorrido ni cien metros cuando la plazoleta donde nos habíamos detenido saltó por los aires.
–Parasteis a descansar en una zona minada –adivino–. Salvaste a toda la unidad.
–Hasta que terminó nuestro turno, todos intentaban situarse lo más cerca posible de mí; tenían una fe ciega en mi intuición y suerte. Pero todo aquello fue obra del abuelo, aquel con quien fui a aquella asquerosa guerra y que tres veces me salvó la vida. Sin embargo, por una razón que se me escapa, no me protegió de aquel diabólico proyectil de lanzagranadas. Ahora pienso que me estaba destinado, debía ser el inicio de mi mal del chamán.
Antoni Ondar tenía veinticuatro años, una esposa a punto de acabar la carrera de Medicina y una hija a punto de venir al mundo. Pero, como era policía, en 2001 lo mandaron a la segunda guerra de Chechenia. Un turno duraba seis meses, a Antoni no le faltaba mucho para volver a los brazos de Sailyk. Tras pasar días y noches de tiroteo ininterrumpido en un blokpost –o sea, un puesto callejero convertido en pequeña fortaleza–, regresaba ya a la base rusa situada a las afueras de Grozni. Iban en un inmenso camión Ural, Antoni sobre la caja, junto a la ametralladora; a su alrededor despuntaba una mañana como otra cualquiera en una ciudad cautiva: hombres escarbando entre los cascotes, mujeres comprando en los puestos callejeros, niños con garrafas corriendo hacia un pozo…
–Y de repente, junto a la plaza central Minutka, del centro mismo de toda esa cotidianeidad sale volando hacia nosotros un proyectil de un RPG-7. Hace blanco a un metro de mi cabeza. Como en una película, veo a cámara lenta la metralla esparcirse por todas partes, y, cuando vuelvo en mí, veo que vienen a por nosotros. Así que disparo todo lo que puedo, todos los proyectiles que hay en la cinta. Nuestro Ural arde, ha perdido las ruedas traseras. Pero es una máquina valiente, como un tanque, no se sabe cómo, pero nos saca de la refriega… Yo, mientras, dejo caer la ametralladora y me sujeto la cabeza con las manos para que el cerebro no se me salga por las orejas. Un compañero coge de un puesto una botella de alcohol casero y me lo echa en la garganta. Y venga a echármelo. Después vino el hospital por el cráneo roto y, varios meses después, el alta. Regreso a casa. Pero ya no era el mismo hombre.
La shave
En Tuvá llaman abuelos y abuelas no solo a los progenitores de nuestras madres y padres, sino a todas las personas de edad avanzada. El abuelo de Antoni Ondar apareció en su vida poco antes de que partiera a la guerra de Chechenia y desde aquel día no se ha separado de su lado. Puede aparecer de improviso, cuando le da la gana, o acudir cuando es requerido. Al igual que la abuela, que apareció en la vida de Antoni unos años más tarde.
–Gente como tú la tenemos a puñados en nuestro hospital –se ríe Sailyk, su mujer–. No dejan de ser alucinaciones que deben ser tratadas con antipsicóticos.
Y yo les hablo de Aichurek, la chamana que conocí hace años, a la que tuvieron encerrada en psiquiátricos soviéticos desde que cumplió cuatro años. Desde muy pequeña, en lugar de jugar con los niños de su edad, solo jugaba con los vientos, hablaba con espíritus, tenía sueños proféticos, visiones desgarradoras de guerras, crímenes, muertes, gulags, todo aquello que experimentaban las personas con las que se encontraba. A la niña se le abrió demasiado pronto «el tercer ojo», así que pudo ver las vivencias humanas, escudriñar en el interior de las cabezas, pero no entendía nada de todo aquello, pues eran cabezas adultas, experiencias adultas, así que le daban pánico. Los psiquiatras soviéticos le diagnosticaron esquizofrenia, pese a que todos los habitantes de su aldea tenían claro que se trataba del mal del chamán, que un día la niña sería chamana.
–También yo estaba convencida de que mi marido era esquizofrénico –cuenta la doctora Sailyk–. La peor época fue antes de que me fuera a San Petersburgo a hacer la especialización en Psicoterapia. Empezó a cambiar. Se volvió agresivo… Al principio pensamos que era debido al trauma de guerra, que era una psicosis, el TEPT.
–El trastorno de estrés postraumático, a veces llamado síndrome del campo de batalla o locura de trinchera –repaso en voz alta.
–Sí. De ahí las visiones, los estallidos de ira, la apatía, la depresión, una locura con la que no se podía vivir. ¡De verdad que no se podía, Jacek! La gente decía que mi marido tenía el delirio blanco, por el vodka, un delirium tremens; en vista de aquello, antes de marcharme le conseguí una cama en un hospital psiquiátrico, pero él se negó a tratarse. Así que voy a ver a un chamán y me dice que mi marido tiene el don de hablar con los espíritus de los muertos. ¡Venga ya! ¿Se han vuelto todos locos o qué? Ya no puedo más, tengo que escapar, marcharme, huir… No había más remedio que separarnos, aunque yo volvía a estar embarazada.
Así que se separaron. Incluso físicamente, pues Sailyk se fue a San Petersburgo a hacer su especialización. Antoni se quedó solo con la hija, dejó el trabajo y el dinero se esfumó en un abrir y cerrar de ojos.
–Contemplaba toda esa vida tranquila y frívola a mi alrededor y se me llevaban los demonios por haber tenido que participar en aquella guerra. Por su culpa perdí a mi familia, y aquí nadie me apreciaba ni admiraba. Era del todo innecesario. Noté que en el pecho no tenía más que un gran pedazo de hielo, y que solo se fundía cuando bebía. Así que bebí todo lo que pude.
Y cuanto más bebía, más volvían los recuerdos de guerra y las alucinaciones. Sailyk entendió, o tal vez sintió a distancia, que se estaba hundiendo. Le consiguió una pensión vitalicia de invalidez, se lo llevó a San Petersburgo, pidió ayuda a sus profesores psicoterapeutas, y ellos lo ingresaron en la clínica del Instituto del Cerebro de la Academia de Ciencias de Rusia.
–¿Y de qué pensaban tratarlo? –pregunto–. ¿De la guerra, del vodka, de las alucinaciones, de la esquizofrenia?
–Del mal del chamán –gruñó Antoni.
–¡Esa enfermedad no existe! –exclama su mujer–. Te trataron de una parálisis parcial del sistema nervioso central, pues resultó que todas las desgracias se debían al estallido del proyectil del lanzagranadas, a un derrame cerebral que causó un enorme aneurisma. Ya puedes darte con un canto en los dientes de tener una mujer médica que supo sobreponerse a todo, que supo escoger las medicinas, esas que no querías tomar, siempre te escaqueabas de tomarlas, las tirabas a la basura… Las mujeres de todos tus compañeros de guerra hace tiempo que salieron por piernas.
–¿Y por qué? –pregunto al veterano.
–Porque allí hacíamos cosas terribles –dice Antoni en tono lóbrego–. En aquellos registros, cuando había un herido en la casa, nos lo llevábamos, porque quería decir que era un combatiente. Lo llamábamos zachistki kvartir, es decir, «limpieza de viviendas». Los niños lloran, las mujeres gritan, lanzan maldiciones, insultos, palabras terribles, espantosas, infernales, y esas ya no le esquivan a uno tan fácilmente...