E-Book, Spanisch, 344 Seiten
Innerarity / Robledo / Monge La humanidad amenazada
1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-19406-53-8
Verlag: Gedisa Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
¿Quién se hace cargo del futuro?
E-Book, Spanisch, 344 Seiten
ISBN: 978-84-19406-53-8
Verlag: Gedisa Editorial
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Daniel Innerarity es Catedrático de Filosofía Política, investigador «Ikerbasque» en la Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea y profesor en el Instituto Europeo de Florencia. Ha sido profesor invitado en la Université de Paris-Sorbonne, la London School of Economics y la University of Georgetown. Ha recibido varios premios, entre otros, el Premio Nacional de Ensayo y el Premio Príncipe de Viana de la Cultura. Su investigación gira en torno al gobierno de las sociedades contemporáneas y la elaboración de una teoría de la democracia compleja. Es colaborador habitual de opinión en El Correo/Diario Vasco, El País y La Vanguardia. Eduardo Robledo Rincón es profesor de Derecho, director del Programa Universitario de Gobierno (PUGOB) y coordinador del Primer Coloquio Internacional de primavera de la UNAM. Cristina Monge es politóloga y doctora por la Universidad de Zaragoza, donde es profesora de sociología. Colabora como investigadora asociada en Globernance, el BC3 y el itdUPM. Es autora de 15M: Un movimiento político para democratizar la sociedad (2017), y coautora de Hackear la Política (2018), y La Iniciativa Social de Mediación de los conflictos del agua en Aragón (2019). Analista política para El País, Cadena SER, Infolibre y RTVE.
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Pensar el futuro
Ramón Ramos Torre
Catedrático Emérito de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid
Hace casi 5.000 años, Gilgamesh, rey de Uruk, en Sumeria, emprende un peligroso viaje para hacerse con la planta milagrosa de la eterna juventud. Luchaba contra el tiempo que nos devora y quería asegurar un futuro esquivo. El poema que narra sus aventuras nos cuenta que no consiguió plenamente su objetivo y que al final no hizo sino irritar a los dioses.
Dos mil años más tarde, Edipo, tyrannos de Tebas, utilizando una fina inteligencia que resolvía enigmas, intenta sortear un futuro que amenaza con convertirlo en incestuoso y parricida. Todo lo que hace para eludirlo se vuelve en su contra y ayuda al cumplimiento de lo inevitable. Al final, el destino se cumple y sus juegos con el futuro resultan una muestra más de la ironía trágica que domina el tiempo de los humanos.
El 12 de julio de 1789, el duque de La Rochefoucauld despacha con Luis XVI, rey de Francia, sobre los acontecimientos ocurridos en París. «¿Es una revuelta?», pregunta el rey. «No, sire, es una revolución», le contesta el duque. El futuro muestra así su radical apertura, su creatividad, la insensatez de pensarlo como una prolongación o repetición del pasado, tal como enseñaba la tradición en la que habían sido educados los poderosos de la época.
No sigo enumerando casos que podrían tenernos entretenidos un largo tiempo. Si me interesan y vienen a cuento, es porque muestran que el cometido que aquí nos fijamos, pensar el futuro, constituye algo universal. Es verdad: los humanos nos hemos visto siempre abocados a pensar el futuro. Pero precisemos y dejémoslo claro desde el principio: el futuro que estaba en la mente de los sumerios de hace 5.000 años, o el futuro del héroe de la tragedia de Sófocles representada en Atenas hace 2.500 años, o el futuro al que se enfrentaban el rey y su aristocrático consejero en julio de 1789..., todos esos futuros difieren en su semántica y su pragmática básicas, es decir: en lo que significan y en lo que se puede o debe hacer en relación con cada uno de ellos; y también difieren del futuro que hemos de pensar en la actualidad. El futuro ha ido variando, tiene una historia propia y, como veremos, hay que pensarlo como plural y, además, sometido a fuertes disputas. Por lo tanto, más que pensar el futuro, hay que proponerse pensar los futuros y analizar cómo difieren y se enfrentan entre sí.
La «enfermedad del tiempo»
Pongámonos a la tarea. No creo que podamos dar con resultados de interés si no atendemos desde el principio a la coyuntura en que emprendemos el trabajo. Y esa coyuntura es, por decirlo de forma expresiva, la de la resaca del síndrome posmoderno que hemos estado sufriendo en los últimos 30 años. Como resaca, se trata de una situación que une la recuperación, unas molestias persistentes y el asombro ante los excesos vividos. Como síndrome posmoderno, se trata de un conjunto de síntomas, con orígenes y características diferentes que tienen un punto de coincidencia. ¿Cuál? Llevándolo todo a un rasgo común, me atrevo a señalar lo siguiente: apuntan a un peculiar malestar temporal o incluso a una enfermedad del tiempo, propia de la época. Esa enfermedad se materializa en tres manifestaciones: por un lado, una supuesta atemporalización del mundo social; por otro, una disolución del futuro a favor de un presentismo radical; y, por último, una tendencia a sustituir el tiempo en ruinas por el espacio y la espacialización.
Esto diagnosticaron algunos pensadores decisivos de finales del siglo xx, pero sobre todo la tribu que más me interesa, pues formo parte de ella; me refiero al colectivo que integran los científicos sociales y, más específicamente, los sociólogos. Ya sea en términos de celebración, ya en términos de crítica y lamento, una parte importante de ese colectivo ha dedicado su atención a realizar un diagnóstico de época centrado en lo que es sensato denominar síndrome posmoderno, pues la referencia, explícita o implícita, a la posmodernidad constituye su espacio de encuentro y acuerdo.
¿A qué me estoy refiriendo? Seré muy sintético. En toda una corriente de estudios que han centrado su atención en la emergencia de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, pero también en otras aproximaciones que han enfatizado los últimos avatares del capitalismo globalizado y progresivamente financierizado, o han desvelado la dinámica propia de una sociedad en red y dominada por la aceleración (o la velocidad)...; en todas esas corrientes y en otras semejantes, el mantra repetido hasta la saciedad es que el tiempo que ordena y mide se ha hecho migajas, las secuencias ordenadoras han caído en la ruina y todo se desplaza hacia una simultaneidad inasimilable. Habríamos caído en un paradójico tiempo atemporal, sin antes ni después, sin ordenación de comienzos y finales, sin asignación de secuencias normativas a lo que ocurre, sin etapas, sin plazos creíbles; un tiempo libre de relojes y calendarios, lo que permite que todo pueda ocurrir, sin preaviso, en cualquier momento.
Otra corriente, muy cercana a esta, amplía y dramatiza el diagnóstico. Propone que vivimos en sociedades tendentes a la amnesia, que no pueden recordar ni alcanzar sentido a partir de lo vivido, pero en las que tampoco es posible recurrir a un futuro creíble que asegure una estación de llegada a la experiencia del mundo. Falto de sus horizontes de pasado y de futuro, el presente se encierra en sí mismo, ya sea como presente extendido entre cuyos límites quedamos encerrados sin poder contemplar nada que quede fuera de ese recinto, ya como presente puntual en el que nada puede estar ni arraigarse y que nos condena a un perenne deslizamiento entre instantes atomizados. Se afirma así un presentismo radical que, al parecer de algún historiador de prestigio, es el núcleo de un nuevo régimen de historicidad, que sucede a otros que lo precedieron, nucleados en el recuerdo del pasado o en la espera optimista del futuro.
Si todo el entramado temporal se viene abajo, el consecuente vacío pasa a ocupar el espacio. Según esta propuesta, viviríamos en sociedades radicalmente espacializadas, libres de grandes relatos, deshistorizadas y desfuturizadas, en las que solo lo propiamente espacial (lo contiguo, lo conectado, lo superpuesto, lo mediado, lo lejano, lo cercano, la red, etcétera) nos permitiría asegurar la reproducción del sistema social.
Un síndrome posmoderno
Es este conjunto de diagnósticos de época lo que da pie para hablar del síndrome posmoderno. El argumento dominante —y de ahí el énfasis en el pos— es que ese mundo ha emergido como sustituto del mundo moderno o de la primera modernidad, mundo que estaría entramado temporalmente de una forma inversa a la posmoderna. En efecto, la novedad del mundo de la modernidad habría consistido en haber procedido a la temporalización de todo el espacio de la experiencia, lo que se habría traducido en la estricta cronificación de los medios institucionales y las prácticas correspondientes (marcadas por la disciplina de los ubicuos calendarios y relojes), y en una futurización expansiva que habría conseguido, por medio de la gran narración ficcional del progreso, sosegar las ansiedades provocadas por la experiencia de un cambio permanente. Cronificación expansiva y futurización radical serían sus rasgos identificativos: lo propio y distintivo de la extinta modernidad.
Lo que llamo síndrome posmoderno comportaría el acta de defunción de ese mundo. Como se puede apreciar, es una criatura tópica que surge de propuestas sobre el cambio sociocultural que propone que el tiempo se ha resquebrajado, el pasado y el futuro están huidos y solo nos queda un presente, a veces puntual, otras alargado, del que no podemos salir. Huérfanos del tiempo de la memoria y la espera, solo nos queda la celebración del carpe diem o el lamento por la orfandad de realidad que sufrimos.
Volvamos ahora al punto de partida. Conocemos ya la coyuntura en la que hemos de pensar el futuro y podemos convenir en que estamos situados en una época de resaca del síndrome posmoderno. Esto significa que el síndrome se ha ido desvaneciendo, aunque todavía estemos afectados por sus consecuencias.
¿Qué podemos decir, entonces, de la propuesta posmoderna? ¿Nos proporciona un retrato convincente y empíricamente contrastado del mundo social en que vivimos? ¿Nos permite pensar seriamente el tiempo y, en especial, el futuro del mundo en el que estamos? No lo creo, aunque, ciertamente, haya que tomar en consideración algunas de las cuestiones sobre las que, con toda razón, ha tenido a bien llamar la atención.
Refundar el tiempo
Hay dos defectos de orden muy general que lastran la propuesta y no se pueden dejar de apuntar. Por un lado, un discurso que identifica el cambio con la desaparición, siguiendo en esto las jeremiadas típicas del conservadurismo decimonónico, que amaba lamentarse de la caída en los infiernos e identificaba la ruina del mundo tradicional con el acabamiento de todas las cosas y la destrucción de todo orden humano. En contra de esto, podemos adelantar que los cambios que sufre el tiempo y, más específicamente, los cambios a que se ha sometido la semántica y la pragmática del futuro no suponen lisa y llanamente la desaparición de ese futuro, su supresión. Veremos, por el contrario, que el...




