J. Bick | Monstruos | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 3, 815 Seiten

Reihe: Cenizas

J. Bick Monstruos


1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-16858-20-0
Verlag: NOCTURNA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 3, 815 Seiten

Reihe: Cenizas

ISBN: 978-84-16858-20-0
Verlag: NOCTURNA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



CONTINUACIÓN DE SOMBRAS Cuando Alex se adentró en el bosque, lo hizo convencida de que los Cambiados eran la única amenaza. Sin embargo, ahora ha comprendido una revelación brutal. Primero fue el zumbido. Después, los dispositivos electrónicos dejaron de funcionar. Y entonces los hombres se convirtieron en monstruos que redujeron el mundo a cenizas y sombras. Para seguidores de LOS JUEGOS DEL HAMBRE y THE WALKING DEAD. 'Podría pasar mañana. ¿Sobrevivirías?'.

Ilsa J. Bick antes era psiquiatra infantil y forense, si bien ahora se dedica por completo a su carrera de escritora. Licenciada en Literatura y Estudios Cinematográficos, vive en Wisconsin y ha publicado 'Ilsa J. Bick antes era psiquiatra infantil y forense, si bien ahora se dedica por completo a su carrera de escritora. Licenciada en Literatura y Estudios Cinematográficos, vive en Wisconsin y ha publicado más de quince novelas tanto de adultos como juveniles, muchas de ellas best sellers y galardonadas con premios. Cenizas es el primer tomo de una trilogía que continúa en Sombras (Nocturna, 2015) y Monstruos (Nocturna, 2016). Meses antes de salir a la venta el primer libro, sus derechos ya se habían vendido a siete idiomas.'
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9

Estaban a tres metros del borde y luego a la mitad. Sin soltarse de la muñeca izquierda de Lobezno, Alex dio un último bandazo y sintió que la roca resbalaba y se desplazaba bajo sus botas. Un fortísimo calambre le sacudió el tobillo derecho, pero se obligó a plantar los pies y apartarse con ímpetu del borde.

Para sumirse en una pesadilla.

El mundo se estaba partiendo en dos. El bramido de la tierra era enorme: un rugido estridente mezclado con los chisporroteos y chirridos de la roca sobrecargada. Dentadas fisuras surcaban la nieve y a su izquierda había un grupo de árboles que, más que bambolearse, se sacudían con violencia adelante y atrás. Varios de ellos habían perdido la copa y sus troncos no eran más que astillas destrozadas. La noche anterior había nevado, pero el frío glacial había solidificado las capas inferiores. Con cada temblor de la tierra, esa capa de hielo más rígida y compacta crujía y se fragmentaba en bloques inestables.

«¡Joder! ¿No es así como empiezan las avalanchas? —Se fijó en un trozo irregular del tamaño de un trineo infantil que se deslizaba por la pendiente—. Tengo que irme de la colina antes de que se desplome».

Echó un breve vistazo a su alrededor. La luna se estaba poniendo; su luz ya no era verde fluorescente, sino tan sucia y tenebrosa que los demás —seis Cambiados en total, contando a Lobezno— no eran más que oscuras siluetas grises con forma de chico y caras ovaladas y fantasmales enmarcadas por capuchas de parka fuertemente ajustadas. Los cinco que los habían subido temblequeaban como mantequilla fría en una sartén caliente. Su miedo se traducía en un rojo burbujeo en la nariz de Alex. Lobezno tenía tantos problemas como ella para mantenerse en pie y le había soltado la muñeca para quitarse con torpeza el arnés de cuerda. Los demás chicos acometían a trompicones la desesperada tarea de enrollar la cuerda y recoger sus bártulos. Uno de ellos, sin embargo, le llamó la atención porque su olor le resultaba… familiar. ¿Quién era? Levantó la nariz y olfateó el aire. Allí, avanzando en su dirección desde el final de la conga que había tirado de ellos para ponerlos a salvo, había un chico alto de hombros caídos cuyos rasgos por fin cobraban forma en medio de la oscuridad.

Y pensó: «No, no, no puede ser».

Mientras subía por el túnel no había dejado de darle vueltas a la cuestión de si debía quedarse o salir corriendo una vez que alcanzaran la cima…, si es que lo hacían, claro. Tenía el tobillo destrozado, pero podría arreglárselas. Gracias a Kincaid y a su propia experiencia como senderista, sabía cómo entablillárselo llegado el caso. Pero el hecho de que estuviera tan empapada sí que suponía un problema. Sus pantalones se estaban poniendo rígidos y ella tiritaba y presentaba los primeros síntomas de hipotermia. Necesitaba entrar en calor, es decir, encender un fuego, cambiarse de ropa y tomar algo caliente. Si echaba a correr así, mojada, sin ningún suministro y nada que la mantuviera con vida salvo el cuchillo de Leopardo y la Glock 19, no tardaría en morir. En ese caso, más le habría valido soltar aquella cuerda y librar a Lobezno de tener que rescatarla del túnel.

Por otro lado, Lobezno había regresado. La quería a su lado. O tal vez… la necesitaba. ¿Se iría con él? ¿Esperaría el momento propicio? Dios, sería como estar en Rule otra vez y probablemente una decisión estúpida, pero ya casi se había convencido de ello.

Hasta ahora, hasta ese preciso momento, porque, avanzando hacia ellos había un chico cuya imagen y olor reconocía perfectamente: Ben Stiemke.

«Acné». Antes de que Araña y Leopardo asumieran el mando, el chico había formado parte de la cuadrilla de Lobezno. Que Acné estuviera allí, en la superficie, la amedrentaba tanto como aquella pesadilla. Pero no había lugar a dudas. Acné había salido de la mina. ¿Habría escapado antes del ataque, de las explosiones? ¿Se habría escabullido cuando los demás estaban en la fila de la comida porque había olido antes a Lobezno, igual que habían hecho Araña, Leopardo y ella? Nunca lo sabría. Lo importante era que ahora Acné estaba con Lobezno, lo cual venía a significar que algunos de los otros —Araña, Caracortada— podían haber escapado también.

Aquello la hizo decidirse: no pensaba volver a pasar por lo mismo.

Sus ojos se fijaron en la nieve trémula. A su izquierda, a unos quince metros de distancia, divisó varios esquís y bastones desperdigados… y rifles. Uno que yacía cerca de un par de esquís amontonados en la nieve le llamó la atención: un fusil de cerrojo con mira telescópica y correa para transporte. Corrió hacia allí, hundiéndose en la nieve a causa de su dolorido tobillo derecho, y se abalanzó hacia el arma. Vio que Lobezno reaccionaba, que los demás intentaban alcanzarla, que un chico con rastas larguísimas, el más alto de los seis, le echaba mano y sus dedos se le enredaban en el pelo…

—¡No! —gritó, retorciéndose y esquivándolo, y aquel movimiento súbito le provocó un latigazo de dolor del tobillo a la rótula que hizo que se le saltaran las lágrimas. Contuvo el chillido que trataba de salir burbujeando entre sus dientes. «Sigue, venga, no está lejos». Los bloques de nieve resbalaban y se movían bajo sus botas como platos sobre hielo; un repentino desliz a la derecha provocó que casi perdiera pie. La bota derecha no encontró donde apoyarse y la izquierda dio un fuerte pisotón, clavándose en la nieve, que le tiraba de la pantorrilla, pero no tardó en liberarse y en seguir avanzando… diez metros, ocho… «Mete una bala en la recámara». No más de cuatro metros… «Quita el seguro, gira en arco: se están moviendo, están detrás de ti». Aquello de darle a un objetivo móvil con la Glock lo había practicado con su padre:«Apunta, cielo, asegura la pistola. No te agaches».

La tierra se estremeció. Los esquís repiqueteaban y el rifle empezó a rebotar y a alejarse. Pero Alex ya estaba muy cerca; casi lo había conseguido; podía hacerlo… Medio metro más a su izquierda… ¿Y si Lobezno alcanzaba un arma o sacaba una pistola? ¿Sería capaz de dispararle? ¿Después de todo lo que había hecho por ella? Sería como plantarle una pistola en la frente a Chris. No quería verse en esa tesitura.

Dio un último paso resbaladizo y sintió la nieve temblar. Se produjo una sacudida enorme, un tremendo BROOM, como si algo gigantesco —otra caverna, tal vez— se hubiera desplomado en las profundidades. La sensación resultaba casi indescriptible, pero venía a ser algo así como ese truco de magia en el que el mago tira con fuerza del mantel sin que el vaso se caiga, sólo que había salido mal. La colisión hizo que perdiera de improviso todo punto de apoyo; las rodillas se le doblaron y los pies abandonaron la nieve. Con un chillido, cayó dándose un fuerte culazo. Una oleada de dolor le recorrió la columna. Durante un segundo, perdió la conciencia y se quedó completamente en blanco. No podía moverse. El pecho no le respondía. La piel le hormigueaba y se le durmieron los dedos. Dio varias arcadas y al fin se las ingenió para coger una bocanada de aire y después otra. Rodando sobre su estómago, aspiró y pestañeó varias veces para aclararse la vista.

Todos los chicos se habían caído también. La mayoría reptaba bocabajo, sorteando la nieve, avanzando, montando la tierra como vaqueros de rodeo sobre potros salvajes. El de las rastas era el que estaba más abajo; su caída lo había acercado al borde del risco y alejado de ella en un golpe de suerte. Lo vio trepando a duras penas. ¿A por ella? Qué tontería. Qué error. Debería apartarse de la línea de caída y subir antes de que la nieve se derrumbara.

Pero entonces lo vio claro: el chico no iba a por ella. Estaba en el ángulo equivocado. Oteó de nuevo el panorama… y vio adónde se dirigía.

Lobezno se encontraba a unos quince metros a su derecha, cerca del agujero por donde habían salido de la mina. Seguía tumbado de espaldas…, pero no se movía. ¡Dios! ¿Estaría inconsciente? Había perdido mucha sangre. A lo mejor no se debía a la caída. Tal vez se hubiera desmayado. Estuvo a punto de gritarle, pero se contuvo a tiempo. «No te preocupes. Deja que el bueno de Bob Marley se ocupe de él. —Y sombríamente—: Al menos así no tendré que considerar la opción de dispararle».

Sin embargo, no podía ponerse en pie. La tierra seguía dando sacudidas, intentando quitársela de encima. Se llevó la rodilla izquierda a la barriga resollando, plantó las manos en el suelo y se impulsó hacia arriba. Los esquís se habían caído y el rifle… ¿dónde estaba el rifle? Sus ojos se detuvieron en un brillante rayo verde grisáceo de luz de luna, justo detrás de uno de los bastones, proyectado por la mira del rifle. «¡Sí!». Se precipitó a gatas hacia este último, enfrentándose a la tierra trémula, esquivando los esquís. Se estiró a por el arma y notó que rozaba el frío acero negro del cañón con la punta de los dedos…

En algún lugar a su espalda se oyó un potente gemido lastimero.

Su primer pensamiento fue: «¿Lobezno?». Pero no, aquello era algo fuera de lo común. Demasiado profundo, como si un ser habitara en el mismísimo centro de la Tierra y se estuviera despertando. Algo descomunal.

«Ha sido la tierra, la roca al abrirse». Le daba miedo mirar atrás. El rifle estaba justo delante de ella. Unos centímetros más y lo alcanzaría, se quitaría de en medio a toda pastilla y seguiría avanzando: atravesaría la colina, se apartaría de la línea de caída y se pondría a salvo,lejos de allí.

«Pero...



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