E-Book, Spanisch, Band 2, 602 Seiten
Reihe: Cenizas
J. Bick Sombras
1. Auflage 2015
ISBN: 978-84-943354-6-4
Verlag: NOCTURNA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 2, 602 Seiten
Reihe: Cenizas
ISBN: 978-84-943354-6-4
Verlag: NOCTURNA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
'Ilsa J. Bick antes era psiquiatra infantil y forense, si bien ahora se dedica por completo a su carrera de escritora. Licenciada en Literatura y Estudios Cinematográficos, vive en Wisconsin y ha publicado más de quince novelas tanto de adultos como juveniles, muchas de ellas best sellers y galardonadas con premios. Cenizas es el primer tomo de una trilogía que continúa en Sombras (Nocturna, 2015) y Monstruos (Nocturna, 2016). Meses antes de salir a la venta el primer libro, sus derechos ya se habían vendido a siete idiomas.'
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JOMARE, JOdido y MAchacado sin REmedio: así era como Jed lo llamaba. Un marine morirá siendo marine. No sabía cómo referirse a aquellos chicos. Algunos los denominaban zombis, pero el término no era del todo exacto. Los zombis eran muertos vivientes; estos chicos les daban mil vueltas. Chucky no estaba mal; seguramente lo había puesto en circulación un veterano que no podía quitarse Vietnam de la cabeza, aunque le venía al pelo. Aquellos chavales aparecían de la nada y te atacaban igual que en el Viet Cong.
Los Chuckies también eran pesadillas: monstruos con la cara de tu hija o de tu hijo. Igual que en esas películas antiguas en las que sale una monada perversa con alma demoniaca.
Aquel día de principios de octubre en que el mundo se quedó JOMARE, él se encontraba con Grace en el centro para personas discapacitadas situado a las afueras de Watersmeet, Michigan. Le rebañaba papilla del labio inferior y, cuando despertó, a saber cuánto tiempo después, yacía despatarrado en un charco de pegajosas gachas, sangrando por los oídos y con un terrible dolor de cabeza. Yallí estaba Grace, sin su habitual mirada perdida, diciéndole: «Jed, cariño, creo que me he orinado encima».
Se lo había hecho en los pañales, para ser más exactos, pero ¿a quién le importaba? Su querida Grace había vuelto. Era un milagro…
Pero todo se desmoronó en cuanto salieron tambaleándose al pasillo y vieron los cadáveres: enfermeras, auxiliares y médicos desparramados como palitos de Mikado.
Y a su nieta, Alice, que degustaba plácidamente los ojos de su madre.
Eso había ocurrido hacía casi cuatro meses. Ahora estaban en la segunda semana de enero y en Wisconsin, no Michigan. Aquella mañana en particular, la temprana luz del sol se derramaba acuosa y débil por un cielo celeste y perlado. El aire era calmo y cristalino; traía consigo ese frío quebradizo y paralizante que cala hasta los huesos y que hacía que Jed echara de menos una buena chimenea encendida mientras recorría la vereda del precipicio calzado con raquetas y bajaba a la densa maraña de matorrales que bordeaba el lago. Hizo un alto en el pronunciado recodo hacia la izquierda que se adentraba más en el bosque y que conducía a la orilla y giró ciento ochenta grados. Incluso sin aquel delator penacho de humo gris, identificó su cabaña, a medio kilómetro largo, encaramada en un risco de arenisca arbolado. A esa hora del día, el gran ventanal no era más que un rectángulo negro y sus dos caballos parecían un perdigón en la lejanía.
Vietnam le había dejado huella por dentro y por fuera, como había ocurrido con todos los veteranos que conocía. Había recibido un disparo en el ojo izquierdo, algo ya de por sí bastante malo, pero es que además la bala había seguido una trayectoria diagonal, le había perforado el cerebro y le había salido por la nuca. En una fracción de segundo, su ojo izquierdo quedó hecho papilla y su lóbulo occipital derecho pasó de ser funcional a convertirse en unas gachas de avena. Técnicamente su ojo derecho seguía funcionando, pero el daño cerebral ocasionado lo dejó incapacitado para leer y reconocer palabras. El color también había desaparecido. Sus horas de vigilia se transformaron en un mundo de sombras cenicientas, aunque los sueños y los flashbacks seguían siendo en tecnicolor. Y lo peor era que su cerebro había recuperado inquietantes fogonazos que los loqueros de la Armada tildaban de alucinaciones, como si tuviera el síndrome del miembro fantasma.
Como Grace, aunque últimamente… para él era diferente.
Ahora estaba allí plantado, con la vista alzada hacia la lejana cabaña. Oh, seguía estando ciego del ojo izquierdo, hacía ya tiempo que le faltaba el globo ocular y la cuenca estaba rellena con un implante de plástico recubierto de chicha. Nunca consintió que le pusieran un ojo artificial, tal vez porque le importaba un bledo que los demás se sintieran incómodos. Tenía Vietnam bien incrustado en el cerebro, como un trozo de carne fibrosa que se te mete entre los dientes y que no te puedes sacar por más que lo intentes. De modo que ¿por qué los demás iban a olvidar si él era incapaz de hacerlo?
Sin embargo, su ojo bueno, el derecho, seguía funcionando bien, mejor que nunca, y ese fue el que apuntó a la oscura rendija que conformaba la ventana. Esperó y, un instante después, los pliegues sueltos de las cortinas de gasa aparecieron flotando. Entonces aguzó la vista y se fijó en el sillón de piel y en el crepitar intermitente del fuego. Más allá, en las profundidades de la casa, divisó a Grace, que llevaba… Se concentró, alineando su mira mental. Sí, Grace llevaba puesto el jersey rosa de angora y echaba cucharadas de café en un viejo cacillo, tal vez calculando, suponía, la cantidad de posos por cucharada.
Lo suyo con los números era algo de lo más peculiar, así como que él lo escrutara todo con su vista de lince. Grace siempre había sido lista, la primera de su clase en la escuela de enfermería y un hacha en matemáticas. Si hubiera nacido quince años más tarde, sin duda habría llegado a ser médico o a codearse con los científicos espaciales, pero, después de lo que le pasó a Michael, nunca volvió a ser la misma. Así que cuando el alzhéimer la golpeó…, en fin, fue casi una bendición. Pero entonces ocurrió el JOMARE, que abrió una cámara secreta donde su mujer había almacenado cada ecuación y cálculo desde el origen de los tiempos.
Había salvado al chico gracias a sus más de cuarenta años de experiencia como enfermera y a unas destrezas que volvieron justo cuando se las necesitaba. Curar a aquel chico la recompuso, al menos tanto como puede recomponerse un corazón roto. Fingía que el chaval era Michael y él le seguía el juego. Jed lo quería a rabiar por eso, tanto que le cortaba la respiración.
El lago Odd se extendía al suroeste de la reserva india de Bad River y se adentraba en el Parque Nacional de Nicolet. Su tinglado para la pesca —una autocaravana desvencijada enganchada a un remolque— se hallaba asentado casi a un kilómetro de la orilla. Si te acercabas un poco más al lago y torcías a la izquierda, el hielo cambiaba: primero te lo encontrabas medio derretido y luego se ocultaba por completo bajo unos quince o veinte metros de aguas añiles antes de volver a repuntar. La razón era que el lago cubría una estribación perdida de la Douglas Fault, una falla que resquebrajaba la tierra desde Minnesota hasta Ashland. El agua que salía a borbotones por la fisura estaba unos grados más caliente, por lo que en invierno aquel tramo en particular nunca se congelaba del todo. Y eso hacía que el lago Odd fuera, como su propio nombre indicaba, raro. Como te adentraras demasiado en aquella fina capa de hielo, ya podías despedirte de tu bonito trasero.
El cobertizo de los botes era una sólida construcción de cedro envejecido, con una puerta que daba al norte y una corredera de pino al oeste, encaramado en una lengua de arena que ahora estaba cubierta por un manto de nieve. Veinticinco años atrás, cuando Michael tenía dieciséis y quería su propio espacio, remodelaron juntos el interior y colocaron ventanas y aislantes antes de fijar los paneles de yeso y colgar estanterías. Nada de tuberías ni cableado, nada de perifollos. Lo único que su hijo quería era una cama y un poco de tranquilidad. Cuando, tres años después, Michael se alistó en el Ejército, siguió conservando su cama; en cuanto a la tranquilidad, no tenía cabida en la vida de un marine. Diecisiete años después, tres hombres muy serios vestidos de uniforme llamaron a su puerta y, dos semanas más tarde, Michael volvía de la provincia de Ambar en un ataúd envuelto en una bandera. Ahora Michael disponía de toda la tranquilidad del mundo.
El ojo extremadamente certero de Jed captó el instante en que la puerta norte se abrió. Por el amor de Dios, seguro que habían oído chirriar aquellas bisagras hasta en la península superior de Michigan. El primero en salir haciendo cabriolas fue un golden retriever, seguido del chico, cuya complexión larguirucha formaba una silueta negra recortada contra la blancura de la nieve. Si Jed dejaba volar su imaginación un poco, casi podía convencerse, como Grace, de que era Michael. Pero el perro lo divisó y ladró, el chico lo saludó con la mano y el momento agridulce se desvaneció.
—Qué pronto has vuelto. ¿Qué tal en Baxter’s? —preguntó el chico cuando Jed se le acercó arrastrando los pies.
Baxter’s era una tienda de pesca justo al oeste de la frontera con la península: un viaje de ida y vuelta de cuatro días y territorio neutral donde la gente intercambiaba objetos y cotilleos.
—Como siempre. Esas bisagras necesitan más 3-en-Uno. Te dije que te encargaras de ello.
—Lo siento. Pero he terminado de arreglar la motonieve. Ahora tiras de la cuerda y arranca sin problemas a la primera. No lo he comprobado por el ruido, pero ya hace contacto.
—Ah. Vale. Buen trabajo. —Jed se detuvo. Se descolgó el rifle (un Tac-Ops Bravo 51) y lo apoyó contra el cobertizo; luego se inclinó para desabrocharse las raquetas. Aquel Bravo era bastante bueno, pero no podía compararse con Cate, el M40 que había utilizado cuando era francotirador en Vietnam. Aquella preciosidad había hecho verdadero honor a su nombre: Cate = Cargarse A Todo Enemigo. El perro le lamía la cara mientras él trajinaba con las hebillas de las raquetas—. Estate quieto, Raleigh, no seas pesado.
—Jed, ¿por qué estás enfadado?
—Te lo explico dentro. —Jed apretó los dientes al oír el chirrido de las bisagras y siguió al chico. El cobertizo era...




