Viaje por río a través de Colombia
E-Book, Spanisch, Band 10, 280 Seiten
Reihe: Fuera de sí. Contemporáneos
ISBN: 978-84-17594-00-8
Verlag: La Línea Del Horizonte Ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: Wasserzeichen (»Systemvoraussetzungen)
Autoren/Hrsg.
Weitere Infos & Material
ÍNDICE
PRÓLOGO. EL ESCRITOR RECUERDA
PRIMERA PARTE. UN VERANO REMOTO
SEGUNDA PARTE. RÍO ARRIBA
TERCERA PARTE. LOS DESAPARECIDOS
EPÍLOGO. CARNAVAL
Lecturas
Agradecimientos
PRÓLOGO
EL ESCRITOR RECUERDA
Aun hoy recuerdo los ojos del gran escritor como los vi aquella noche, primero llenos de vida, después por turnos pensativos, vacíos o cansados, mientras los músicos tocaban sin reparar en ello, agasajándolo continuamente con los vallenatos de su juventud caribeña. Por un momento tuve la certeza de que se había quedado dormido. Su cabeza llevaba un rato sin marcar el compás de la música, y sus párpados carnosos parecían bien cerrados. Me quedé sentado a su lado como un acólito tímido y sobrecogido, sudando por el entusiasmo y el calor. Entonces noté que no dormía en absoluto. Tenía los ojos entreabiertos y me clavaba una mirada socarrona, como si se preguntara quién era yo. Por unos instantes, me dio la sensación de haberme vuelto él mismo en su juventud, mientras él se había convertido en un viejo caimán que me miraba adormilado y casi invisible desde la orilla de un río tropical, con los ojos asomando del agua turbia y captándolo todo. Lo había visto por primera vez la noche anterior. Era enero de 2010, y acababa de empezar un festival literario en la ciudad costera de Cartagena de Indias. Algunos conocidos del circuito internacional de festivales habían entrado en contacto con amplios sectores de la endogámica elite social de Colombia. Todo conato de debate intelectual se había esfumado a la caída de la noche, cuando el colorido pueblo colonial mostraba su alma hedonista en una serie casi ininterrumpida de fiestas. Los juerguistas más curtidos acababan en el Bazurto Social Club, un famoso local nocturno en un barrio lleno de expatriados, prostitutas, turistas con poco dinero y amantes del cutrerío encantador. Recalé allí un poco antes de medianoche. Los bebedores se desbordaban hasta la calle, como buscando cobijo de los animados ritmos africanos de champeta que palpitaban en la sala interior de techos altos. Entré. Me abrí paso entre bailarines trenzados en abrazos eróticos, dejé atrás a los estudiantes amontonados que bebían cerveza y por fin llegué a la barra. Unos cuantos editores y periodistas jóvenes se habían reunido allí para charlar y beber ron. Uno de ellos, un amigo inglés, me dijo que echara un vistazo al fondo del bar. —Cuando veas quién vino, no te lo vas a poder creer —dijo con una sonrisa beoda. Al fondo, entre unas cuantas personas sentadas a una mesa larga, reconocí a un poeta granadino, a su esposa, la novelista de éxito, y a un periodista cultural afincado en Madrid que acababa de publicar un libro de memorias literarias titulado Egos revueltos. A continuación lo vi a él, sentado junto al poeta, pero sin hablar con nadie, totalmente quieto, mirando el aire lleno de humo. El legendario escritor colombiano. Su bigote era inconfundible, al igual que su tupido cabello rizado y con entradas, sus gafas grandes y oscuras, sus ojos hundidos. Pero nada más ver esa cara casi tan icónica para mí como la del Che Guevara pensé que se trataba, no de quien todos creían, sino de un doble, un impostor, alguien contratado para prestar un toque paródico a aquella velada literaria. Bien podía ser una de esas estatuas vivientes que pasan horas inmóviles para atraer la atención de compradores y turistas. Apenas se movía, haciéndolo solo cuando los inevitables admiradores se acercaban con timidez para pedirle un autógrafo o expresar su devoción. Entonces el brazo se activaba brevemente y una sonrisa seca aparecía en su cara, como si hubieran echado una moneda en un recipiente dispuesto a sus pies. Bien pensado, su presencia a esas horas en un bar popular poco tenía de sorprendente. Era un hombre del pueblo, amante de los bajos fondos, con el encanto de una estrella del fútbol. Lo más notorio era que por fin hubiera vuelto a Cartagena. Casi se trataba de la reaparición del Mesías. Aunque tenía una casa en el centro colonial, apenas abandonaba su hogar adoptivo en la ciudad de México. Evitaba notoriamente los festivales literarios y no había estado en Cartagena desde 2006, cuando su llegada había causado serios atascos en las calles del casco antiguo. Tenía poco más de ochenta años y había estado gravemente enfermo de cáncer. Yo había oído varios rumores sobre su muerte inminente. Sin embargo, el hombre sentado en el Bazurto Social Club no daba muestras de mala salud, aunque sí de soledad y desconexión de sus acompañantes. Quizá la enorme fama lo había aislado en su propio mundo, convirtiéndolo en su vejez en lo que habían predicho sus libros: el patriarca otoñal, el coronel a quien nadie le habla, el general en su laberinto, la encarnación de cien años de soledad. En ese momento, mientras lanzaba miradas furtivas al fondo del bar, noté otra cosa. El escritor presentaba un aspecto que yo había advertido a menudo en mis padres ya mayores: una ligera apariencia de enfado y perplejidad, como si deseara que todos cuantos lo rodeaban se largaran, como si hubiera tomado la horrenda conciencia de que no tenía ni idea de quién era esa gente y qué hacía en su compañía. Mi padre había muerto de alzhéimer en 1998, tras perder todo recuerdo de sus dos hijos y de lo que había hecho en su vida. Mi madre, por entonces a pocas semanas de su noventa cumpleaños, padecía demencia senil en estado avanzado. Mientras me preguntaba si al escritor le esperaba el mismo destino que a mis padres, me planteé la posibilidad de ir a saludarlo, como hacían muchos otros de los presentes en el bar. Sospechaba que el encuentro sería tan fugaz e intrascendente como tocar una reliquia sagrada, pero al menos sería capaz de decir que le había estrechado la mano a uno de los gigantes de la literatura moderna. Un conocido del festival me pasó una botella de cerveza, así que abandoné el plan. Me sumé a los bebedores que estaban junto a la barra. No pensé que se me presentaría otra oportunidad de conocer al escritor. Pero nuestros caminos volvieron a cruzarse la noche siguiente, en una fiesta organizada por un millonario venezolano en un boutique hotel situado en el corazón turístico de la Ciudad Amurallada. Casi todos los invitados, vestidos con finas prendas de algodón, se hallaban en la azotea, dando sorbitos a sus cócteles y admirando la vista de cúpulas iluminadas por reflectores. La escena tenía el glamur irreal de una publicidad de ron, con su apropiada cuota de gente bella y bronceada. Al cabo de unas dos horas, en las que oí poco más que bromas y recónditos cotilleos literarios, me recogí en mis pensamientos, apartándome de la conversación general, hasta que una novelista marroquí, que había abandonado brevemente nuestro grupo, regresó temblando de emoción. Había ido en busca de los aseos y se había topado con un pequeño patio, donde había visto al escritor al que llamó sencillamente «él». El escritor acababa de terminar de cenar y estaba rodeado de amigos y familiares. Una banda de vallenatos iba a arranca a tocar. Le habían hecho señas de que se acercara a su mesa. Había hablado con el hombre en persona. —Fue amable a más no poder. Poco después todos bajamos y nos amontonamos en un rincón del patio, donde nos quedamos hablando, escuchando los vallenatos, fingiendo no mirarlo a él, pero esperando de manera inconsciente una señal o excusa para acercarnos a su círculo. Reconocí a su esposa, uno de sus hermanos y un amigo mío corpulento, con cara angelical, que dirigía la Fundación de periodismo creada por el escritor. Cuando la música se detuvo un momento, ese amigo, una personalidad local muy querida, con una risa cordial, modales enérgicos y la capacidad de salirse siempre con la suya sin perder el encanto, cruzó miradas conmigo, me llamó por señas, rechazó mis tímidas protestas y me llevó delante del escritor. —Michael —le dijo— es un inglés que está obsesionado con el río Magdalena. Era una de las típicas exageraciones fantasiosas de mi amigo, basada en la vaga confesión que le había hecho alguna vez de querer remontar hasta su nacimiento el río más largo de Colombia. Mi conocimiento del Magdalena procedía solo de los libros. Desde la infancia había devorado los relatos de los primeros exploradores de Sudamérica, para quienes el Magdalena era la puerta de entrada al misterioso interior del continente. Pero mi creciente interés en el río se originaba esencialmente en la pasión que sentía por Colombia. No visité el país hasta 2007, pero entonces tuve la sensación inmediata y desconcertante de haberlo conocido casi toda la vida, en gran parte porque me recordaba la España de la que me había enamorado al comienzo de mi adolescencia. Desde entonces me había empapado de la historia y cultura colombianas, cuyos decursos eran inseparables del trazado del Magdalena. No solo el río atravesaba el corazón del país sino que, hasta los años cincuenta del siglo pasado, había sido la gran arteria de Colombia, la avenida principal para el comercio y los viajeros, el vínculo entre los mundos diametralmente opuestos de la costa y los Andes. Y cuanto más pensaba yo en el río, más representativo me parecía del espíritu de Colombia y, por extensión, de todo aquello que encontraba fascinante, seductor, extraño y perturbador en el conjunto de Suramérica. El Magdalena era un río sumido en contradicciones. Había inspirado pioneros estudios de botánica, contribuido a crear el realismo mágico y alumbrado mucha de la música más exuberante del mundo latino. También había sido el azote de los primeros viajeros, el foco del periodo de los disturbios civiles conocidos en Colombia como La violencia y el escenario de tal deforestación y contaminación que había acabado...