Kassabova | Una calle sin nombre | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 7, 340 Seiten

Reihe: Caja Alta

Kassabova Una calle sin nombre

Infancia y otras desventuras búlgaras
1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-17496-39-5
Verlag: La Caja Books
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

Infancia y otras desventuras búlgaras

E-Book, Spanisch, Band 7, 340 Seiten

Reihe: Caja Alta

ISBN: 978-84-17496-39-5
Verlag: La Caja Books
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



¿Por qué es todo tan feo? Eso le preguntó la niña a su madre mientras divisaba, desde el balcón, un horizonte de fango y cemento, un laberinto gris de edificios plúmbeos como centrales nucleares que perfilaban el siniestro skyline de Sofía y condensaban el espíritu del comunismo búlgaro: ideales elevados, cimientos carcomidos. Muchos años después, la escritora Kapka Kassabova regresa a su Bulgaria natal para adentrarse en el corazón de la memoria y tratar de responder aquella pregunta que un día hizo desde el balcón de un bloque en el que ingenieros, obreros y psicópatas convivían democráticamente con las cucarachas. A su piso de dos habitaciones en una calle cuyo nombre nunca llegó a saber. Con el trazo íntimo de una prosa delicada y ácida, Kassabova ofrece el testimonio de un desarraigo personal en mitad de una Bulgaria donde el comunismo pervive como un cerco indeleble en el urbanismo y la memoria colectiva. Una calle sin nombre es el viaje -literal y literario- en busca de un hogar que ya no existe, de las ruinas de un sistema demolido y de una identidad maltrecha por la huida y el exilio. ¿Qué queda del mundo que dejó atrás? De Chernóbil y sus estragos. De la fascinación por los souvenirs de Occidente. De la sospecha ante la propaganda. Del estigma de sentirse los pobres de Europa. De los sueños de una sociedad y una familia arrolladas por la Historia.

Kapka Kassabova (Sofía, 1973) es escritora. Ha publicado tres poemarios y numerosos artículos sobre viajes y críticas literarias en The Guardian, Vogue y la revista 1843. Es autora de la novela Villa Pacífica (2011), de Frontera: un viaje al borde de Europa (2017) y To the Lake: A Balkan Journey of War and Peace (2020). Una calle sin nombre es su primer libro de no-ficción. Ha recibido premios como el Saltire Scottish Book of the Year, el 2018 British Academy Al-Rodhan Prize for Global Cultural Understanding y ha sido nominada al National Book Critics Circle Award (USA). Actualmente vive en las Highlands escocesas.
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La calle del Melocotón

¿Dónde comienzan las naciones? En los aeropuertos, por supuesto. Las ves llegar, de una en una, sin manifestarse aún. Penetran en la tierra de nadie, aferradas tan solo a sus pasaportes y siguen las indicaciones que conducen a la puerta de embarque. Una vez allí, entre las impersonales sillas de plástico y pese a sí mismas, se fusionan en esa nebulosa mancha de Rorschach que es la nacionalidad.

En la puerta 58 del aeropuerto de Fráncfort anuncian retraso en el vuelo a Sofía, y luego más retraso. Los pasajeros están sentados en sillas de plástico, pacientemente apretujados en la cercanía de sus compañeros de viaje. Me siento junto a una mole encorvada con manos de albañil e incipiente barba de color ceniza con un cierto sabor a derrota. Miro en su frente para ver si lleva tatuada la palabra Gastarbeiter.

Intento sin éxito marcar un número búlgaro en un móvil que me han prestado. Pido ayuda.

–¿Hay que marcar el cero? –le pregunto avergonzada por mi voz de expatriada. Las voces de los expatriados siempre están un poco fuera de tono, como un instrumento que llevase años sin ser afinado.

Sonríe tímidamente, con una boca que parece una aldea bombardeada, y encoge sus fornidos y tristes hombros.

–Yo tampoco sé de prefijos búlgaros, desde 1991 vivo fuera.

Y continúa su tímida espera, como todos los demás en la sala. Nadie se queja. Están acostumbrados a esperar: en los hospitales públicos, en las colas de las tiendas, en las oficinas de inmigración, en las secretarías de visados…

Un pequeño grupo formado por tres alemanes se queja del retraso alzando la voz y no para de mirar sus relojes chapados en oro. Su tez rojiza y sus caros zapatos de piel los diferencian de inmediato, y también la confianza de la que hacen gala. ¿Inversores en la costa del mar Negro?

Los búlgaros siguen sentados en silencio: los rostros marcados y los redondeados hombros están en consonancia con el maltrecho equipaje. Las mujeres llevan las uñas hechas de cualquier manera y el pelo teñido de rubio o de negro azabache, con las raíces asomándose cada dos por tres.

Los alemanes se ríen, se dan palmadas en la espalda con sus rubias manos. En otra puerta de embarque no me llamarían la atención, ni siquiera repararía en su presencia, ¿por qué iba a hacerlo? Pero aquí, en la puerta 58, entre mis acobardados paisanos expatriados, me molestan. Aquí, en la puerta 58, y contra mi propia voluntad, formo parte de la mancha de Rorschach.

¿Se están burlando de nosotros, los últimos pasajeros a las puertas de la Unión Europea? ¿Se están riendo con sus dentaduras perfectas mientras el tren bala toma velocidad y agita nuestros desgastados fardos? ¿Sonríen para demostrar que tienen buenas intenciones? Esperad, gritamos para que se nos oiga por encima del silbato del tren al tiempo que las salchichas empiezan a salirse de los fardos. Esperad, no nos dejéis atrás. Nosotros también somos Europa.

Pero es un «nosotros» prestado. Me fui de Bulgaria siendo una diecisieteañera de Europa del Este, y ahora, por lo que parece, soy una ciudadana del mundo de treinta y dos. Pero todos necesitamos que nos presten un «nosotros» de vez en cuando, incluso una ciudadana del mundo. Después de media vida y varios países, el «nosotros» búlgaro es el único que de verdad tengo. Y pese a que aparentemente me sienta segura llevando esta vida de país en país, ese casi auténtico «nosotros» convierte a esos tres alemanes rechonchos en «ellos».

Sobrevolamos por fin las montañas que forman el macizo de Vitosha, están cubiertas de nieve fresca. La mujer joven que va en el asiento de al lado –enfermera en Fráncfort– mira por la ventana y se seca las lágrimas que corren por sus mejillas. Su rostro, sin embargo, se mantiene impasible. El Gastarbeiter, con las ásperas manos apoyadas sobre las piernas, mira fijamente el paisaje patrio desde el otro lado del pasillo y la emoción se le refleja en el rostro. El avión aterriza con suavidad y los pasajeros aplauden, una vieja costumbre del aeropuerto de Sofía. Los búlgaros están acostumbrados a no dar nada por sentado. Los alemanes intercambian miradas de desdeñosa hilaridad. Los aterrizajes suaves son un privilegio del que gozan desde que nacen.

Nuestra mancha de Rorschach se derrama por el interior del aeropuerto con el peor nombre del mundo: Vrazhdebna. Significa hostil.

Dentro del hostil aeropuerto nos atrapa a todos el síndrome del emigrante. Resacosos de jet lag cultural, hacemos cola en la ventanilla de «No UE» y analizamos los complejos carteles publicitarios:

¡Usa Bulphone!

En búlgaro adiós se dice ciao.

En búlgaro gracias se dice merci.

–¡Cuánto optimismo! –le dice uno a su amigo–. Ya parecen europeos y todo.

–¿Y por qué no? Mira, yo ya tengo un pie en la Unión Europea.

Y se pone en la cola de la UE, blandiendo un pasaporte búlgaro y una sonrisa ovina. Todos sonríen y miran azorados hacia otro lado. A fin de cuentas, estamos en 2006 y la luz verde definitiva todavía no ha llegado desde el cuartel general en forma de esfinge que hay en Bruselas. ¿Y si no llega nunca? ¿Y si no somos lo suficientemente buenos?

En la cola de la Unión Europea solo hay cinco personas: los tres alemanes y una bronceada pareja de austríacos de mediana edad que se aferran a su equipaje de cabina de diseño con la boca apretada. La mujer parece una Habsburgo con la cara recién empolvada que hubiese salido a dar un paseo por las dependencias de los criados.

En el control de pasaportes, un atractivo agente treintañero con aspecto de licenciado en Filosofía que no ha podido encontrar otro trabajo observa mi foto y luego me mira a mí.

–¿De dónde regresa?

¿Regreso? Me quedo dudando un segundo, luego le sigo la corriente.

–De Escocia –miento mientras él va pasando las inmaculadas páginas de mi pasaporte búlgaro.

Y de pronto quiero estar regresando, quiero que su rostro familiar y depresivo me dé la bienvenida. No quiero venir solo de visita. Quiero que los funcionarios pronuncien sin problemas mi nombre y lo escriban a la primera sin necesidad de tener que deletreárselo diez veces. Quiero dejar de explicar de dónde vengo a los bienintencionados y a los que no lo son tanto. (Bucarest es la capital de Rumanía. Bueno, hace diecisiete años que Bulgaria no es comunista. ¿Tengo buen inglés? Gracias, muy amable). Pero sé que solo es un momento de descuido, un lapsus, como las mecánicas lágrimas rápidamente reprimidas de la enfermera de Fráncfort.

–¿Dónde está su visado del Reino Unido? –dice rompiendo el encantamiento–. Aquí no hay nada. –De manera que saco el otro pasaporte.

Todas las veces que he aterrizado en Sofía me han perdido el equipaje, y esta no iba a ser una excepción. Los aviones llevan rápido a los sitios, pero algunas partes tardan un poco más en llegar.

En la oficina de Pérdida de Equipaje hay dos mostradores. Uno lo ocupa un hombre de cara enrabietada que acaba de llegar de Amerika. Luce una barriga americana y unos gotosos pies que a punto están de reventar sus delicados mocasines blancos. Duda qué lengua hablar. En inglés tiene un fuerte acento búlgaro y en búlgaro se le escapan convulsas e involuntarias expresiones rurales.

–Vivo allí desde hace cuarenta y cinco años. –Señala con el pulgar en dirección a Amerika–. Es la primera vez que vuelvo. ¡La primera vez! –La impecable y joven encargada al otro lado del mostrador sonríe como si estuviera en una portada del Vogue y le hace entrega de un impreso que debe rellenar por duplicado.

Mi encargado de Pérdida de Equipaje, un hombre maduro bien bronceado, también me obsequia con una deslumbrante sonrisa.

–Bienvenida a casa para las vacaciones de Pascua. –Y me hace entrega del mismo impreso duplicado–. La temporada de esquí está siendo espectacular.

Las Pascuas y el esquí son las cosas que menos me preocupan cuando me alejo del mostrador y me choco con el sudoroso emigrado de Amerika. Le acaba de dar una nueva crisis nerviosa.

–¡Dios, me he olvidado de los leva! –dice dándose un golpe en la frente con una mano que parece más un chuletón–. ¡Si en Bulgaria no hay euros! ¡Dios, me he traído un montón de euros! ¿Qué voy a hacer?

Pero nadie le presta atención. Con las manos vacías y el paso tambaleante, se dirige hacia la salida de «nada que declarar». En la zona de llegadas lo recibe una pequeña manada de corpulentos familiares que lo abrazan mientras lloran a moco tendido. Yo no tengo tanta suerte: entre los retrasos del vuelo y la pérdida del equipaje, llego tres horas tarde, y el amigo que se suponía que iba a esperarme se ha dado por vencido. Sola en el taxi, alejada de la estrecha comunidad de la puerta 58, me entra un leve sentimiento de orfandad.

–La semana que viene Bulgaria le regalará a Europa una palabra búlgara –anuncia el locutor de radio con desquiciada alegría–. Esperamos las sugerencias de los oyentes, en especial de los niños.

No sé si se trata de algún tipo de chiste malo, pero no me atrevo a preguntar al joven taxista por miedo a que descubra que soy una expatriada que no tiene ni idea de nada y me pegue un sablazo por la carrera.

–¿Qué tal pertenencia? –digo por probar. A él le da la risa.

–Suena fatal. En búlgaro tenemos muchas palabras bonitas para darles. Incluso las...



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