Kivi | Los siete hermanos | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 350 Seiten

Reihe: Letras Nórdicas

Kivi Los siete hermanos


1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-16112-47-0
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 350 Seiten

Reihe: Letras Nórdicas

ISBN: 978-84-16112-47-0
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Los siete hermanos es la obra más importante de la corta pero fecunda historia de la literatura finlandesa y, desde luego, la más significativa, la que refleja con mayor hondura el alma del pueblo finlandés, su temperamento insumiso, la expresividad de su lenguaje, su especial sentido del humor, la peculiaridad de sus costumbres y creencias, y su indomable voluntad de sobrevivir en las condiciones más adversas, teniendo como fondo un grandioso paisaje, admirablemente descrito y que forma una unidad indestructible con los personajes y la acción. Esta novela, considerada un clásico de la literatura nórdica, sigue siendo la más querida y leída por los finlandeses, que se ven retratados en ella con fidelidad. Después de la Biblia, Los siete hermanos es el libro más vendido en Finlandia, habiendo superado el millón de ejemplares.

Aleksis Kivi (Nurmijärvi, 1834 - 1872). Nacido como Alexis Stenvall. Escritor finlandés, autor de la primera obra importante en lengua finlandesa titulada Seitsemän veljestä (Los siete hermanos). Además de ser de los primeros autores de prosa y lírica en finlandés, todavía es considerado uno de los mejores. Kivi nació en una familia de sastres. En 1846 se trasladó a Helsinki y en 1859 ingresó en la universidad de esta ciudad, en donde estudió literatura y se interesó por el teatro. Su primera obra fue Kullervo basada en el drama clásico llamado Kalevala. Desde 1863 dedicó su tiempo a escribir. Escribió doce obras y una colección de poemas. Su novela cumbre Los siete hermanos le llevó diez años de trabajo y fue duramente tratada por los críticos de la época que la consideraron demasiado vulgar. Estas objeciones contribuyeron a crear en el autor un sentimiento de rechazo; origen, probablemente, del desequilibrio mental que acabó con su vida.

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Capítulo primero La granja de Jukola está situada en la vertiente septentrional de una colina, no muy lejos del pueblo de Toukola, al sur de la provincia de Häme. Rodeada de tierras pedregosas, en su falda se extienden, sin embargo, campos que, antes de que la propiedad agrícola entrara en decadencia, ondulaban en copiosas cosechas; más allá de los labrantíos comienza una pradera de trébol recorrida por un tortuoso arroyuelo que, si en otro tiempo producía abundante heno, hoy es sólo un pastizal utilizado por los rebaños del pueblo. La finca posee, además de densos bosques, terrenos pantanosos y tierras desbrozadas que el primer dueño de la granja, gracias a sus hábiles artimañas, se adjudicó durante el gran reparto de tierras. Pensando más en sus herederos que en su propio beneficio, se conformó con un enorme bosque arrasado por el fuego, obteniendo así una extensión de tierra siete veces mayor que la de sus vecinos. Pronto no quedó residuo alguno del incendio y, en el mismo lugar, volvieron a crecer frondosos bosques. Ésta es la propiedad de los siete hermanos cuyas peripecias me propongo narrar. He aquí, de mayor a menor, los nombres de los siete hermanos: Juhani, Tuomas, Aapo, Simeoni, Timo, Lauri y Eero. Hay dos pares de gemelos: Tuomas y Aapo, y Timo y Lauri. El mayor de los hermanos, Juhani, tiene veinticinco años, y Eero, el más pequeño, apenas ha visto dar dieciocho vueltas al sol. Todos son mocetones robustos, de anchas espaldas y regular estatura, menos Eero, todavía un poco cenceño. Aapo es el más alto de todos, pero no el más ancho de espaldas; este privilegio le corresponde a Tuomas, y a él le debe su extensa fama. Los hermanos conservan algunos rasgos comunes, tales como la tez morena y los cabellos hirsutos y amarillos como el cáñamo, pero es Juhani el que destaca por la aspereza de su pelo. El padre, experto cazador, murió inesperadamente luchando con un oso enfurecido. Ambos, el hombre y el señor de los bosques, fueron encontrados uno junto a otro sobre un charco de sangre: el cazador completamente destrozado; la fiera, con el cuello y los costados acribillados a puñaladas y el corazón atravesado por una bala certera. De esta manera encontró horrible fin el robusto campesino que había dado muerte en su vida a más de cincuenta osos. Pero su desmedida afición a la caza le hizo al hombre desentenderse de su trabajo, y la granja, ante la pasividad de su dueño, fue cayendo en el abandono. A sus hijos, que heredaron del viejo su desbordada pasión por la caza en el bosque, también les importaban un comino las labores del campo y las siembras, y pasaban el tiempo fabricando lazos, trampas, cepos y otras artes, en perjuicio de pájaros y liebres. Así fue transcurriendo la infancia de los hermanos, hasta que se impusieron en el manejo de las armas de fuego y se arriesgaron a salir en busca del oso. Fue inútil que la madre tratara, con amonestaciones y castigos, de hacer entrar a sus hijos por la senda del trabajo y la diligencia, pues todos sus esfuerzos se estrellaban contra la incorregible testarudez de los muchachos. La madre era una mujer hacendosa, conocida por la franqueza y rectitud de su carácter, aunque, eso sí, un poco viva de genio. Su hermano, el tío de los muchachos, era un buen hombre que, habiendo sido un intrépido marinero en su juventud, presumía de haber navegado por lejanos mares y visitado muchos pueblos y ciudades. Pero la vista se le fue desgastando hasta quedarse completamente ciego, y así pasó los lúgubres días de su ancianidad en la casa de Jukola, donde, alternando la fabricación de cucharones, mangos de hacha, paletas para la colada y otros utensilios, le daba gusto a la lengua contando a sus sobrinos cuentos e historias prodigiosas, tanto de su país como de otras tierras remotas, amén de milagros y hechos de la Biblia. Los muchachos lo escuchaban todo y guardaban fielmente los relatos en la memoria. Se olvidaban de las órdenes y reprimendas de la madre, y de tal manera hacían a ellas oídos sordos que ni las más tremendas palizas bastaban para abrírselos. Cuando olfateaban que la tormenta se les venía encima, salían de naja con gran desesperación de la madre y de los demás, lo cual sólo servía para empeorar su situación. He aquí un episodio de la infancia de los hermanos. Sabían, astutos ellos, que las gallinas de una vecina, llamada la Vieja del Pinar, cuya choza se hallaba cerca de la granja de Jukola, ponían sus huevos debajo del secadero. Pues bien, un buen día sintieron todos la necesidad de comer huevos y, ni cortos ni perezosos, decidieron saquear el nido y largarse al bosque a comérselos. En efecto, de las ideas pasaron a los hechos. Limpiaron el nido y los seis —puesto que Eero andaba aún pegado a las faldas de su madre— huyeron con su botín al bosque. Llegados a un rumoroso arroyo que discurría entre sombríos abetos, encendieron fuego en un ribazo y, después de envolver los huevos en unos trapos, los metieron en el agua y los enterraron en la crepitante ceniza. Luego, cuando los huevos estuvieron a punto, los saborearon hasta chuparse los dedos y, satisfechos, emprendieron el regreso. Pero al llegar al collado en cuya cima estaba la casa, vieron aproximarse una terrible tempestad: el hurto había sido descubierto; la Vieja del Pinar protestaba y amenazaba a voz en cuello, y la madre les salía al encuentro haciendo silbar en el aire una correa y con cara de pocos amigos. Intentando evadirse de la borrasca, los muchachos se dieron media vuelta y corrieron a esconderse en el bosque, sin hacer caso de los gritos de la madre. Pasaron días y más días sin que se tuvieran noticias de los fugitivos, cuya larga ausencia acabó por calar hondamente en el sensible corazón de la madre, la cual, trocando su cólera en pesadumbre y en lágrimas de congoja, se lanzó en busca de sus hijos. Se internó en los bosques, recorriéndolos en todos los sentidos, pero en vano. Cuando la aventura tomaba visos de tragedia, la mujer exigió que las autoridades se interesaran en el asunto, y así, se dio aviso al montero, quien al punto convocó a todos los habitantes de Toukola y de la vecindad. Encabezados por el montero y formando una larga fila, todos, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, emprendieron una batida por los bosques. El primer día patearon palmo a palmo los alrededores de la finca. Nada. El segundo día se alejaron más, adentrándose en el bosque. Pero he aquí que al llegar a una alta colina divisaron a lo lejos, en la linde de un bosque pantanoso, una voluta de humo azulado que se extinguía en el aire. Cuando localizaron el lugar de donde procedía se encaminaron hacia allí. Pronto estuvieron tan cerca que pudieron escuchar esta canción: También vivían antes incluso detrás del arroyo, y de él quemaban leña, de él bebían cerveza. Oyendo la canción, el ama de Jukola no cabía en sí de gozo: había reconocido la voz de su hijo Juhani. Como, por otra parte, resonaban en el bosque frecuentes chasquidos, los de la partida acabaron convencidos de que se hallaban cerca del lugar donde los fugitivos habían establecido su campamento. Entonces el montero dio orden de cercarlos y aproximarse a ellos con sumo cuidado, deteniéndose a prudente distancia del campamento. Todos acataron las órdenes del montero, y cuando los que formaban el cordón que rodeaba a los hermanos se hallaban a no más de cincuenta pasos, se detuvieron y pudieron presenciar el siguiente cuadro: junto a una roca se levantaba una choza de ramas de abeto, y Juhani, tendido cuan largo era sobre un lecho de musgo ante la puerta, contemplaba despreocupado las nubes y tarareaba. No lejos de la cabaña chisporroteaba una viva hoguera, a cuyas llamas Simeoni estaba chamuscando un urogallo cogido en un lazo. Aapo y Timo, que acababan de jugar a los fantasmas y tenían la cara tiznada, vigilaban los nabos que se estaban asando entre las brasas. Muy callado, Lauri, sentado en un charco arcilloso, modelaba gallos, bueyes y magníficos potrancos. El resultado de su trabajo podía verse en una larga hilera de figuras puestas a secar sobre un tronco musgoso. El causante de los chasquidos que se oían no era otro sino Tuomas, quien, lanzando un salivazo sobre la roca, le acercaba un tizón y luego lo aplastaba con todas sus fuerzas con una piedra; de ahí el ruido que, resonando a lo lejos, podía confundirse con un disparo de escopeta. Una negra humareda salía entre las piedras retorciéndose en el aire. Juhani.— También vivían antes incluso detrás del arroyo... Claro que sí, pero al final el diablo se saldrá con la suya. Así será si Dios no lo remedia, castorejos. ¿Me oís? Aapo.— Ya lo dije nada más llegar aquí, huyendo como conejos. ¡Somos una partida de imbéciles! ¡Mira que vagabundear así al cielo raso! ¡Eso es cosa de gitanos y de bandidos! Tuomas.— Pero el cielo es de Dios. Aapo.— Ya. ¡Vivir con los lobos y los osos! Tuomas.— Y con Dios. Juhani.— Te sobra razón, Tuomas, con Dios y sus ángeles. Oh, si pudiéramos mirar con los ojos del alma y del cuerpo de los bienaventurados, veríamos cómo una legión de ángeles de la guarda nos rodea y cómo el mismo Dios, en la forma de un anciano encanecido, está también entre nosotros como un padre amantísimo. Simeoni.— ¿Pero qué estará pensando nuestra pobre madre? Tuomas.— En cuanto nos eche la mano encima nos meterá una paliza tan grande que quedaremos como nabos después de asados. Juhani.— ¡Menuda zurra nos espera, amigos! Tuomas.— ¡De las que dejan huellas,...



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