Kongoli | El sueño de Damocles | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 284, 208 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

Kongoli El sueño de Damocles


1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-16120-84-0
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 284, 208 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

ISBN: 978-84-16120-84-0
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



NOVELA GANADORA DEL PREMIO BALKANIKA El sueño de Damocles es la historia de una locura. También es una hermosa tragedia de amor que nos zambulle en los oscuros recovecos de la realidad albanesa. Una recreación en clave contemporánea de la historia de Romeo y Julieta; como escenario, la Tirana de los años noventa donde las mafias dominan todas las esferas sociales, y la corrupción y la miseria se perpetúan sin visos de esperanza. El joven Ergys, estudiante de Literatura, trabaja como camarero en el café-bar Pacífico donde conoce a Linda, una pintora de la que se enamora perdidamente: un amor prohibido porque, durante la época de la dictadura, la familia de la chica estaba al lado de los verdugos, y la familia de Ergys en el de los reprimidos. Comienza entonces para Ergys un verdadero descenso a los infiernos donde los instantes de delirio y lucidez se suceden, donde pasado y presente se mezclan. Rodeado de alucinaciones, acosado por el terrible fantasma de un Damocles que hace pender sobre él su amenazante espada, Ergys decide quitarse la vida. Antes del acto final, emprende la tarea de dejar la confesión escrita, en descarnados retazos, de la serie de acontecimientos que le han arrastrado a tomar esa terrible decisión.

(Elbasan, Albania Central, 1944) Matemático de formación, trabajó como periodista literario y redactor editorial. Después de la caída del régimen comunista, comenzó a publicarse su obra literaria, que obtuvo un gran reconocimiento tanto en su país como en el extranjero. Actualmente, reside en Tirana. Considerado por la crítica internacional como el sucesor de Kadaré.

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2 Mi padre vino a verme en cuanto me recobré del segundo de los delirios. Apareció en la puerta con su enorme cuerpo y, en la décima de segundo en que le eché la vista encima, percibí su encorvamiento, su cara descompuesta, sus rasgos afilados en los que no quedaba nada de aquella perenne determinación del hombre seguro de sus propios actos. Fue eso lo que detecté en aquel brevísimo instante, después cerré los ojos, decidido a no volver a abrirlos. No sé si él se dio cuenta de mi proceder. Se acercó despacio a la cabecera de la cama, se aproximó a la silla que normalmente ocupaba Dizi, pero no se sentó. Se produjo un profundo silencio a lo largo del cual yo permanecí como muerto sintiendo los latidos de mi corazón y su respiración. Finalmente, él rompió el silencio. –Lo sé –dijo–. Sé que no estás dormido, no te empeñes... Siguió otro largo silencio, que mi padre volvió a romper con ahogada voz. –Lo lamento sinceramente por ti –dijo–, debes creerme, yo jamás deseé lo ocurrido. Debiste haberme avisado y todo habría sido diferente... Te ruego que me creas, lo siento, lo siento mucho, mucho... Lo sucedido es realmente terrible y todos estamos consternados... A mí me estallaban las sienes. En alguna parte del pecho o del inconsciente saltó una chispa. Se liberó, se agrandó, se puso a girar como una esfera dentro del pecho y, dentro del cráneo, trataba de salir, de estallar, y ello significaba que me pondría a gritarle a mi padre. Pero él no aguantó demasiado, se fue y yo abrí los ojos. No me estaba permitido dejarme llevar. Dadas las circunstancias, debía dar respuesta a miles de preguntas, la primera y más elemental: ¿dónde me encontraba? Me lo aclaró Dizi. Ella entró en la habitación inmediatamente después de salir mi padre con una visible palidez en el rostro, y yo decidí aprovechar su extremo desconcierto. Apenas ocupó la silla que estaba a mi lado me giré, me incorporé a medias en la cama, le cogí una mano y, con la voz queda del que exige complicidad, le pedí que me explicara qué hacía allí, quién me había traído y por qué me mantenían aislado. Cogida de improviso, Dizi miró hacia el balcón, como si por él, en mitad del día, hubieran penetrado en la habitación y hubieran colisionado contra sus tímpanos las ráfagas de los kalásh­nikov. Pero aún era demasiado temprano para los kaláshnikov. Al acecho, las armas esperaban a que anocheciera. En cuanto oscurecía hacían acto de presencia, respondiéndose unas a otras como perros en la noche, no se sabía si cantaban o lloraban, solo vomitaban fuego, las gentes se encogían con el miedo a morir en el estómago. Dizi me lanzó una mirada asustada como si también ella sintiera el miedo a morir en el estómago. Solté su mano y me tendí de nuevo. Tal vez porque en ese instante me traspasó un escalofrío: era la voz de Linda. Me susurraba al oído, me pedía que me durmiera, la única forma de encontrarnos ambos. No podía dejar de obedecerla. Tampoco podía deshacer el nudo que tenía en la garganta. Entretanto Dizi, siempre en la silla a mi lado, mientras yo intentaba dejarme llevar por el sueño para alcanzar a Linda, me hizo saber que aquí no debía temer nada, que me encontraba en un lugar seguro, en mi propia casa, que estaba a mi entera disposición, una villa con jardín y garaje, adquirida por mi padre cuatro meses atrás ¡solo para mí! La noticia debió de asustar a Linda. Ya no oía su voz, ni su incitación a que me durmiera, lo que significaba que no podría encontrarme con ella. Un renovado furor me invadió, esta vez contra Dizi. Acababa de ser invitado por Linda a encontrarme con ella y la mujer de mi padre me informaba de que ¡era beneficiario de una villa adquirida expresamente para mí! Linda no se hallaba presente para enterarse de la noticia. De haber estado, se ha­bría puesto a dar saltos de alegría sin parar; también yo quería darlos pero por un arrebato bien distinto, por la rabia de no poder retorcerle el pescuezo a nadie. Entonces se produjo el estallido. Un fuerte trueno hizo re­temblar las paredes de la habitación y toda la casa se meció. Dizi se mantuvo junto a mí, pálida. Durante aquellos meses había engordado; parecía no preocuparle ya mantener la línea. Asaltado por la fragancia de su cuerpo pensé que solo me quedaban dos caminos: decirle que desapareciera, que no pisara nunca más la habitación donde yo me encontraba, o hacer lo contrario. Dadas las circunstancias, cuando lo único que me unía a este mundo era el propósito de venganza, ella era la única criatura cercana a mí. La miré fijamente a los ojos, como si quisiera convencerme a mí mismo de que podía confiarle mis secretos. Ella enrojeció, parecía desconcertada o quizás había malinterpretado mi mirada, pues se levantó y salió de la habitación. La decisión de confiarme a Dizi la aceleró una circunstancia inesperada. Hacia el anochecer me sentí despejado y por primera vez me levanté de la cama. El deterioro corporal no me impidió dar vueltas por la habitación, contemplar distraído los cuadros de la pared y, después, atreverme incluso a echarme el abrigo sobre el pijama y salir al balcón. El aire frío de marzo me obligó a encogerme. Sentí un hondo pesar al ver que una bandada de gorriones abandonaba la barandilla del balcón con un sonoro revoloteo en cuanto salí yo. Me entraron ganas de llorar, quizá por los asustados gorriones o quizá por la quietud de aquel cielo tras un día entero de lluvia, en el que alguna estrella apenas comenzaba a brillar, en la frontera entre el día y la noche, cuando todavía no es ni de día ni de noche y en un momento así el alma espontáneamente te duele. Mientras permanecía apoyado en la pared pensaba que no era digno de aquel instante milagroso: Linda no estaba junto a mí. Por eso quiso que me taladrara el cerebro la salmodia grabada del almuecín, procedente del minarete de la mezquita próxima, tembloroso y enigmático, con un mensaje indescifrable a mis oídos. En cuanto acabó la llamada a la oración, mis ojos se posaron, en la calle delantera de la villa, en tres chicos jóvenes. Permanecían en un rincón junto al edificio de enfrente. Hablaban en voz baja, pero aunque hubieran alzado la voz yo no habría podido oírles, y eso que alrededor reinaba un silencio fatídico, no se veía ni un alma, lo que me hizo comprender que había llegado la hora del toque de queda. Finalmente se apartaron del rincón. Ahora había oscurecido del todo, yo solo distinguía sus sombras. Después no supe qué pasó. Sentí dos disparos de pistola, vi el cuerpo de uno de los jóvenes caído de bruces sobre un charco y a los otros dos salir corriendo y desaparecer. Yo seguía en el balcón, apoyado en la pared. El cuerpo del muerto sobre el charco estaba débilmente iluminado por el reflejo de las luces de los pisos del edificio. No sabría decir cuánto duró aquel ensordecimiento, durante cuánto tiempo permaneció solo el muerto con el cuerpo en el agua y la cabeza empapada en sangre un poco más allá. Era absurdo pensarlo, pero me daba la impresión de que yo era el asesino. Pasó mucho tiempo, tal vez un siglo, hasta que de algún lugar salió alguien y comenzó a acercarse al cadáver. Su andar era vacilante, le asustaba que el muerto pudiera dar un salto y lo agarrara del cuello. Pero el cadáver no tenía la menor intención de ponerse a dar saltos. Seguía inmóvil, con el cuerpo en el agua y la cabeza empapada en sangre un poco más allá, sin preocuparse de si entretanto alrededor del charco aumentaban los curiosos; uno de ellos le iluminó incluso la cara con una linterna. Un siglo más tarde se oyó una sirena, al principio a lo lejos, después cada vez más cerca, lo que evidenciaba que alguien del vecindario había avisado por teléfono a la policía o a la ambulancia del servicio de urgencias. Era un coche policial. Consideré razonable no seguir contemplando el espectáculo y volví dentro. Sin encender la luz me puse a recorrer la habitación de un lado a otro. Sentí en las profundidades del cráneo el destello de un flash. Algo similar a un nebuloso ser se me apareció durante una décima de segundo, después desapareció a la velocidad del rayo junto al destello del flash. Continué a oscuras y aturdido me acerqué a la cama. Me senté, no conseguía librarme de la impresión de que el asesino de aquel hombre, al que habían dado muerte poco antes, había sido yo. Así fue como me encontró Dizi, sentado al borde de la cama, con la cabeza entre las manos. Cuando ella entró en la habitación, sin atreverse a hablar ni a encender la luz, estaba ensimismado en una escena alucinante proyectada en la pantalla del cerebro, como una secuencia fílmica. Sentía un disparo, alguien se desplomaba en un charco, después la secuencia corría hacia atrás, las gotas de agua se condensaban, la sangre con los trozos esparcidos de sesos eran absorbidos por un agujero abierto en la cabeza, el cuerpo se alzaba del suelo y volvía a su primitiva posición cuando el cañón de una pistola se apoyaba en la sien y me parecía que la mano que sostenía la pistola era la mía. Aterrorizado caí en la cuenta de que me encontraba en la habitación, sentado al borde de la cama, con la cabeza oprimida entre las manos y que Dizi, después de encender la luz, me rogaba que me acostara. La obedecí, pensé que lo más razonable por mi parte sería echarme en la cama. Entonces Dizi comenzó a explicarme, siempre en voz baja, casi susurrando, el terror que le producía el insaciable deseo de las gentes de ajustarse las cuentas entre sí. –Pobre de aquel que tenga...



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