Lalana | El enigma N.I.D.O. | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 163 Seiten

Lalana El enigma N.I.D.O.


1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-16873-45-6
Verlag: Metaforic Club de Lectura
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

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ISBN: 978-84-16873-45-6
Verlag: Metaforic Club de Lectura
Format: EPUB
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El enigma N.I.D.O.: En la nochevieja del año 2000, veinticuatro de las más poderosas personas del mundo, celebran una reunión en la que planean cómo repartirse el futuro de la humanidad. Veinte años más tarde, todas sus previsiones se han cumplido. La tecnología ha alcanzado cotas inimaginables. Sectas del más variado pelaje pelean con las religiones más antiguas por su parte del pastel. Y el ordenador algorítmico Charly está a punto de dar un paso de gigante en la evolución de su propia especie. El destino del mundo no es tan fácil de controlar como algunos pensaban.

Fernando Lalana nació hace más de medio siglo y es Piscis. De pequeño, pensaba ser arquitecto y luego soñó con dedicarse al teatro. En medio estudió Derecho pero, a la hora de elegir profesión, eligió la de escritor. Lo hizo el 20 de febrero de 1985, cuando lo llamaron para decirle que El Zulo, su primera novela juvenil, había ganado el 'Premio Gran Angular.' Desde entonces ha publicado más de cien libros, ha vendido tres millones de ejemplares y ha ganado muchos premios. Entre ellos, el 'Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil' y el 'Cervantes Chico.' Fernando Lalana vive en Zaragoza, donde el ayuntamiento convoca cada año un concurso literario con su nombre. Está casado y tiene dos hijas que no quieren ser escritoras.

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16 de mayo de 2019
(casi veinte años después)
CHARLY
La puerta debía de tener al menos dos metros de grosor. Se abrió ante Violeta y se cerró tras Violeta, sin ruido, sin un siseo siquiera. Violeta avanzó por el pasillo metálico de casi cincuenta metros de largo. Lo hizo a paso regular, sin apresurarse. Sabía que, de hacerlo, una voz le rogaría que volviese atrás. En el trayecto habían de quedar eliminados todos los residuos indeseables, incluidos los olores no propiamente corporales, y también se producía una escrupulosa desmagnetización. Había que dar tiempo a los ultrasonidos, a la luz polarizada y a las microondas para hacer su trabajo. Pero, sobre todo, había que convencer al sistema de seguridad de que se hallaba ante la persona correcta. Un objetivo rastreador registraba los movimientos producidos al caminar y decidía si correspondían o no al sujeto previsto. Mientras efectuaba los setenta y cuatro pasos necesarios para recorrer el pasillo, Violeta se preguntó quién habría sido el memo que había llegado a la conclusión de que la forma de andar podía ser tan propia de cada persona como las huellas dactilares y servir así de medio de identificación imposible de falsificar. En realidad, mejor ignorarlo. Pese a todo, al llegar ante la siguiente compuerta hubo de someterse, como de costumbre, a una identificación más convencional apoyando las palmas de ambas manos sobre una pantalla de cristal levemente iluminada por un resplandor verdoso. De inmediato, surgió de su interior un destello brevísimo, como el de un fias fotográfico. Violeta sintió un tenue calor en la piel. Retiró las manos y esperó. —Su nombre y su apellido, por favor —dijo la conocida voz sintética de todos los días. —Soy Violeta Latre. —Su fecha de nacimiento, por favor. —Trece de abril de mil novecientos ochenta y nueve. —Nació usted el día de la República, por lo tanto. Violeta carraspeó. —No. El día de la República se celebra el catorce de abril. —Correcto. Identifique esto, por favor: «En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…» La chica estuvo a punto de echarse a reír. Las pruebas aleatorias de identificación resultaban en ocasiones de lo más peregrino. Las de hoy habían sido un buen ejemplo. Lo del día de la República llevaba cierto veneno, no se podía negar. Pero la cita del Quijote casi parecía una broma. A no ser que… ¡Quizá el engaño residiese ahí! Debía reaccionar en seguida. De no hacerlo podía tener problemas; aunque desconocía cuáles, pues siempre había superado la identificación sin dificultad alguna. Seguramente, porque ella era quien era y no una impostora. —Es el comienzo de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, de don Miguel de Cervantes Saavedra —dijo—. Cervantes nació en Alcalá de Henares en septiembre de mil quinientos cuarenta y siete… —Gracias, doctora Latre —cortó la voz electrónica—. Identificación positiva. Puede pasar. Que tenga un buen día de trabajo. Se abrió la compuerta y Violeta Latre entró en el vestuario. Allí otro rastreador la siguió paso a paso mientras se quitaba toda la ropa excepto la interior —dorada y fina como una segunda piel, a la última moda— y se colocaba una bata de un azul intenso que le sentaba decididamente mal. Acto seguido se dirigió al extremo opuesto de la estancia. —Ábreme, Charly. Soy yo. No parecía haber puerta alguna y, sin embargo, en el muro metálico se abrió de inmediato un gran portillo, permitiéndole el paso al puesto de control del Computador Heurístico de Alto Rendimiento C.H.A.R.-303. Charly, para ella y sólo para ella. Como siempre, no había visto a nadie —a nadie en absoluto— durante el trayecto desde su domicilio hasta su lugar de trabajo. * * * Media hora antes, como siempre, había salido de su casa. Como siempre, ya encontró aparcado ante la puerta, esperándola, aquel enorme automóvil negro de la N.I.D.O. con la puerta trasera derecha abierta. Si se trataba de un autopilotado o de uno de los viejos modelos que todavía requerían la presencia de un conductor a los mandos era algo que ella ignoraba. Tras acomodarse en su interior, el vehículo destinó cinco minutos a callejear, buscando la conexión entre el barrio residencial de Movera y la antigua autopista A-2. Una vez que comenzó a circular por ella en dirección Barcelona, las ventanillas se oscurecieron hasta volverse opacas por completo en ambos sentidos. Durante los siguientes veinte minutos Violeta podía elegir entre ver televisión o leer, en el libro electrónico de a bordo, alguna revista, la prensa diaria o cualquier obra literaria entre los casi cuarenta millones de títulos que contenía el fondo informatizado de la Biblioteca Nacional. Sin embargo, no hizo nada de eso. Como siempre, dedicó ese tiempo a pensar. A los catorce minutos de recorrido, invariablemente, se hacía patente que el vehículo abandonaba la autopista: la reducción de velocidad, el cambio de asfalto… Lo hacía sin duda en algún punto de su paso por el desierto de Monegros, aunque resultaba imposible saber exactamente dónde. Por la autopista la marcha era en todo momento suave y uniforme y, en ese lapso de tiempo, tanto podía haber recorrido veinte como sesenta kilómetros. Incluso más, aunque ello resultaba poco probable. En realidad, le habría extrañado que el automóvil circulase a más de ciento ochenta o doscientos kilómetros por hora. Pero no era imposible que lo hiciese incluso a trescientos por hora. Al abandonar la A-2, la marcha se hacía más lenta. Aunque la carrocería se inclinaba compensando en parte la fuerza centrífuga, Violeta daba por seguro que las curvas del camino eran mucho más cerradas durante esos seis últimos minutos de trayecto. Cuando la puerta del auto se abría de nuevo, Violeta se encontraba dentro de las instalaciones. Bajo tierra, imaginaba ella, aunque tampoco habría podido asegurarlo. El control de identificación suponía otros cinco minutos. En total, media hora desde su domicilio. * * * Ahora estaba allí, como cada uno de sus ciento cincuenta y seis días anuales de trabajo. Dentro de Charly. Cada día, al penetrar en la sala de control, le venía a la mente la imagen —que ella conocía sólo por los libros de Historia de la Informática— de los primeros computadores, allá a mediados del siglo veinte. En especial, de aquel UNIVAC al que se consideraba el primer ordenador que mereció tal nombre. Al igual que Charly, ocupaba toda una habitación, aunque su capacidad de memoria se limitaba a unos ridículos sesenta y cuatro kilobytes y su velocidad de proceso posibilitaba que un buen contable pertrechado con una calculadora mecánica lo superase en los cálculos. Sin embargo, UNIVAC fue el germen de la mayor revolución que había conocido la humanidad, cuyos exponentes actuales eran máquinas como Charly, capaces de procesar información a velocidad inimaginable y de utilizarla y almacenarla por miles de millones de gigabytes. ALGO INESPERADO
—Buenos días, doctora Latre. —Buenos días, Charly. ¿Va todo bien? Ella esperaba el habitual «todo va perfectamente, doctora Latre». Pero esta vez no llegó. De manera sorprendente, Charly dijo algo completamente distinto. —No, doctora Latre. Algunas cosas no van bien. La aguardaba con impaciencia para hablar de ello. Violeta sintió un escalofrío. Charly tenía una voz grave y bien modulada. No se trataba de una voz sintética. Un afamado actor de doblaje le había prestado la suya, grabando una serie de sonidos básicos que el ordenador utilizaba para componer cuantas frases necesitase pronunciar. Sin embargo, seguía faltando la emoción. Charly hablaba más deprisa cuando deseaba transmitir urgencia pero, aparte de eso, comentaría el inminente fin del mundo con la misma falta de pasión con que emitía un informe carente de novedades. Por eso podía resultar difícil percibir la gravedad de una determinada situación si no se tenía costumbre o no se estaba suficientemente alerta. Pero Violeta lo estaba. Siempre. Llevaba junto a Charly los tres años transcurridos desde su puesta en funcionamiento y lo conocía como nadie. Por eso, cuando terminó de acomodarse en su butaca, ya en su corazón y en su mente había sonado la alarma. Charly había dicho con su voz hermosa y neutra «algunas cosas no van bien». Eso podía significar un pequeño problema o una verdadera catástrofe. Y algo le decía que la realidad se aproximaba más a lo segundo. —¿Qué ocurre, Charly? —preguntó Violeta, tratando de aparentar serenidad—. ¿Qué es lo que no va bien? —Creo que no estamos haciendo lo correcto, doctora. Violeta carraspeó, intentando ganar unos segundos. —¿Crees acaso… que no estás funcionando correctamente, Charly? ¿Es eso? —No, doctora Latre. El problema no soy yo. No está en mí. El problema está en nuestra tarea. Creo que nuestra tarea es… incorrecta. —¿En qué sentido, Charly? —Éticamente incorrecta. Violeta tragó saliva. Aquello estaba tomando un cariz mucho peor de lo que podía siquiera haber imaginado. Estuvo a punto de soltar una maldición. Sin embargo, logró controlarse. —¿Podrías explicarlo de otro modo? O con más precisión. —Lo intentaré. ¿Conoce la diferencia entre el bien y el mal,...



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