E-Book, Spanisch, Band 406, 200 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
Lansdale Una temporada salvaje
1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-17454-09-8
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 406, 200 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
ISBN: 978-84-17454-09-8
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
«Violencia, aventuras, amistad, humor oscurísimo. Una combinación que funciona y que tiene a la novela negra como centro».Natalia Marcos, El País Hap Collins es un tipo blanco, mujeriego y exconvicto por negarse a combatir en Vietnam. Leonard Pine es veterano de esa misma guerra, negro y gay. Hap y Leonard son los mejores amigos del mundo en el Texas de los años ochenta. Y también los más desastrosos. Trabajan mucho, ganan muy poco y practican artes marciales en su tiempo libre. Pero de pronto Trudy y su melena rubia regresan a la vida de Hap. Se avecinan problemas, piensa Leonard. Y tiene razón, esa mujer siempre lo complicaba todo. Pero ahora tiene una propuesta: un montón de dinero fácil enterrado cerca del río Sabine. Hay que reconocer que las cosas se ponen interesantes... Una temporada salvaje, la novela con la que Hap y Leonard irrumpieron en la escena del thriller, es violencia, acción y humor ácido, es camaradería, desmadre y villanos sanguinarios, es un cóctel explosivo de noir sureño y del pulp más gamberro. Caos total al estilo texano.
Joe R. Lansdale (Gladewater, Texas, 1951) ha escrito más de treinta novelas y numerosos relatos y guiones para cómics y películas. Muchos de sus textos han sido llevados al cine y la televisión, y su obra ha sido premiada en las más diversas categorías. Actualmente coproduce la serie Hap and Leonard, basada en los más de veinte títulos que ha dedicado a la pareja protagonista.
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2 A eso de las dos de la mañana sonó el teléfono. Me levanté y fui a la cocina a responder. Creo que Trudy ni siquiera lo escuchó. Era Leonard. —¿La zorra esa sigue ahí? —Sí, señor. —Coño... Estás jodido otra vez. —Ahora es distinto, es un polvo y poco más. ¿Te acuerdas de que me has dicho que un cipote empalmado no atiende a razones? Pues llevabas razón. —Ahora no me vayas de machito soltando fantasmadas. Lo mío era una forma de hablar. Lo que dices no te lo crees ni tú, y lo sabes de sobra. Trudy siempre será especial para ti. Estás hablando conmigo, señor Hap Collins, con Leonard, no con un negrata del campo de rosas. —Leonard, eres un negrata del campo de rosas y yo también. Soy una versión blanca. —Tú ya me entiendes. —¿Qué haces a las dos de la mañana metiéndote en mi vida? —Pues beber, cago en la puta. Intentar emborracharme. —¿Cómo vas? —Yo diría que voy por un cincuenta por ciento. —¿Ese que oigo de fondo es Hank Williams? —No en persona, pero sí. Setting the Woods On Fire. —¿En qué tono está cantando? —Tienes la gracia en el culo, Hap. Joder, ojalá esa zorra no hubiera aparecido. —No la llames zorra. —Es lo que es. Aparece y te vuelves raro. —¿Raro cómo? —Te brillan los ojillos como a un cachorro, empiezas a hablar de los viejos tiempos y a darme la matraca con la bondad de los sesenta. Yo también estaba, macho, y eran como los ochenta, pero con camisetas teñidas. —Pero si tú hablas de los sesenta tanto o más que yo, tonto del culo. —Pero los odiaba. Joder, Trudy te saca de tus casillas, macho. Empieza a decirte cómo era todo y cómo podría ser ahora, y tú la crees. Me gusta que seas cínico, es más realista. Escúchame bien: la puta esa dirá lo que sea para conseguir lo que quiere. Es más falsa que el Pressing Catch. Está sentada en una ramita, macho, y te está invitando a su lado. Cuando la rama se quiebre, los dos os vais a pegar un culazo de la hostia. Bájate del árbol, Hap. —Es buena, Leonard. —En la cama, a lo mejor. Pero de la cabeza está tururú. —No, te digo que es buena. —Claro que sí, y los sesenta, ¡guau!, eran la caña. —Esta vez es distinto. —Ya, y la próxima vez que me siente en el váter cagaré zurullos perfumados. Buenas noches, gilipollas de los cojones. Cuando colgó, saqué un vaso del armario, lo llené de agua, me lo bebí y, apoyando el coxis desnudo en la encimera, me quedé pensativo. Pensé, sobre todo, en lo fría que estaba la encimera. Volví a la habitación a por mi bata y miré a Trudy. La luna brillaba tanto que podía verle la cara. Estaba destapada, tumbada de costado, abrazando la almohada. Vi un hombro suave, la delicada silueta de un pecho y la curva de su cadera. Parecía demasiado inocente para ser la misma persona que estaba en mi cama hace un rato, gritando y gimiendo, cantando luego como un pájaro. Aunque no lo bastante inocente para no atizar mis sentimientos. Pensé en despertarla, pero decidí que mejor no. La tapé con cuidado, descolgué mi bata del poste de la cama y, tras volver a la cocina para echarme otro vaso de agua, me senté en una silla y miré por la ventana. Las cortinas estaban descorridas y se veía el campo en que Leonard y yo habíamos estado tirando al plato, bañado por la luz de la luna; y, al fondo, una línea de pinos, cuya curiosa silueta recordaba a una cordillera lejana. Me bebí el vaso de agua mientras me calentaba la cabeza pensando en Trudy, en los sesenta y en lo que había dicho Leonard, que llevaba toda la razón del mundo. La última vez que apareció en mi vida y luego se largó, me pillé una cogorza monumental que avergonzó a los borrachines del centro de rehabilitación religioso que había junto a la carretera, donde Leonard me encontró —tres meses después—. No tenía ni idea de dónde había sacado el dinero para el alcohol, no sabía cuánto había bebido y ni siquiera me acordaba de haber empezado. Juré que renunciaría —a Trudy, no al alcohol—, pero ahora estaba otra vez en mi casa, en mi cama, y yo le daba vueltas al asunto, pensando en ella, repasando todos los fallos, siendo perfectamente consciente de que había vuelto a engancharme. Hasta que lo nuestro se torció —para mí era un misterio cuándo y cómo ocurrió—, la relación había sido preciosa, como un sueño. Y había veces en que me parecía estar soñando de verdad. Nos conocimos en la Universidad de LaBorde. Yo había empezado con retraso por la falta de dinero y el exceso de trabajo arduo en la fundición para costearme los estudios. El de la fundición era un trabajo terrible e infernal: te pasabas el día con casco, viendo saltar chispas y oyendo el fragor de las tuberías de acero. Pero me daba dinero, y pensé que así podría ir a la universidad, sacarme algún título y encontrar una forma de ganarme la vida con menos sudor que mi viejo; una forma de conseguir mi porción del sueño americano. Sin embargo, no tardé en zambullirme en ese mundo de conocimiento, y no por los beneficios económicos que pudiese traerme. Los libros y las clases tenían algo que transcendía las páginas de deportes de los periódicos, mis queridas artes marciales y la sección con artículos a color de la revista TV Guide. La vida era más que las cervezas con los colegas, un peluco de oro y una pensión. Corría la década de los sesenta, una época de paz y amor y agitación social —contradicciones que iban de la mano—: los derechos de las mujeres, los derechos civiles y la guerra de Vietnam. Se me metió en la cabeza que podía hacer algo bueno por el mundo, mejorar la vida de los desfavorecidos. Dejé Empresariales y me matriculé en Sociología; iba a mítines contra la guerra, cantaba canciones folk, coleccionaba vinilos de los Beatles y me dejé el pelo largo. Conocí a Trudy durante un mitin en una iglesia unitaria. La vi al otro lado de la sala, allende un montón de melenas lisas y peinados a lo afro, hablando con una chica con forma de pera que llevaba un vestido de campana con estampado de flores que barría el suelo. Dios santo, Trudy era preciosa y endiabladamente joven, el prototipo de Eva. Tenía una melena rubia y ondulada que le llegaba por la cintura y unos ojos verdes tan intensos que parecían sobrenaturales. De sus orejas colgaban lentejuelas plateadas y llevaba una blusa blanca corta, una minifalda vaquera azul y unos zuecos de madera. Bajo la blusa destacaba un abdomen moreno y liso y un ombligo maravilloso, y tras la minifalda llegaban unas piernas que el mismísimo Dios habría querido para su mujer. Me acerqué de inmediato, procurando no correr, y me presenté. Hablamos de esto y de aquello sin cortarnos; casi todo eran naderías idiotas, intercaladas con algún que otro comentario sobre la guerra. En menos que canta un gallo estábamos saliendo de allí agarrados. Por aquel entonces, ambos vivíamos en residencias y las vigilantes se oponían rabiosamente a que la gente follase, así que la llevé a un aparcamiento que se convertiría en nuestro santuario e hicimos lo que llevábamos queriendo hacer desde que nos echamos el ojo. Hubo tanta química y chispa entre nosotros que me sorprende que no incendiásemos aquella colina cubierta de pinos. Eso sí, se las hicimos pasar canutas a los amortiguadores de mi viejo Chevrolet. Seguimos así un tiempo, y la cosa fue mejorando y subiendo de temperatura. La noche de mi recuerdo predilecto, cuando llevaba aquella blusa con estampado de cebra, decidimos alquilar un piso e irnos a vivir juntos. Sumamos nuestros ahorros y encontramos un estudio en la zona chunga de la ciudad, donde pasamos dos meses. La relación iba viento en popa, así que decidimos casarnos. Fue una boda sencilla, con muchísimas flores, invitados descalzos y una pastora más joven que Trudy. ¡Qué tiempos aquellos! Si los echas de menos, y conoces a alguien que los vivió, que se empapó de ellos, y lo pillas de madrugada, después de un par de cervezas, o cuando ha metido a sus hijos en la cama y la televisión está muerta, y le preguntas: «Oye, ¿cómo fueron de verdad los sesenta?», es muy probable que te responda: «Aquello fue mágico» o «Fue especial». Durante un tiempo, sin duda lo pareció. La paz y el amor eran mucho más que meras palabras; creíamos que todo el mundo podría vivir en un planeta rebosante de respeto mutuo, pelo largo y cooperación. Era como si el cielo se hubiese abierto de par en par y Dios nos enviara un rayo de luz cuyo resplandor obraba lo extraordinario. Un buen ejemplo fue el episodio del gorrión, la noche después de la boda. Nos marchamos del estudio y alquilamos una casita a las afueras de la ciudad. Aunque, la verdad sea dicha, como casa dejaba mucho que desear: el techo del salón era bajísimo y las cañerías chirriaban como ratones gigantes. Trudy encendió la luz del porche trasero para salir a tirar unas pieles de patata y encontró a un gorrión en el suelo del porche. Estaba muy débil, apenas podía sostener la cabeza y era incapaz de volar. Me llamó y le eché un vistazo. Era un polluelo y, a simple vista, no tenía heridas. Parecía enfermo. Lo cogí un poco a regañadientes, porque alguna vez me habían dicho que cuando los pájaros perciben el olor humano en otro pájaro, lo matan a picotazos, y lo metimos en la casa. Cogí una caja de zapatos vieja, cubrí el fondo con varias hojas de periódico...