Leitgöb | Alfonso María de Ligorio | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 120 Seiten

Reihe: Maestros espirituales

Leitgöb Alfonso María de Ligorio

Maestro de la oración y de la misericordia
1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-254-3648-2
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection

Maestro de la oración y de la misericordia

E-Book, Spanisch, 120 Seiten

Reihe: Maestros espirituales

ISBN: 978-84-254-3648-2
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
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En estos momentos en los que la Iglesia vive un tiempo de nueva evangelización, el papa Francisco nos invita a redescubrir la grandeza de la misericordia de Dios y nos propone asumirla como propio estilo de vida. Alfonso María de Ligorio fue una de las personalidades de la Iglesia que se ha ocupado ejemplarmente del tema de la misericordia, ya que no solo lo ha enseñado y predicado, sino que sobre todo lo ha vivido e interpretado con su vida. Puesto que él mismo se sentía objeto del don sobreabundante de la misericordia de Dios, llegó a ser misionero de la misericordia y, según el modelo de Jesús, ayudó a muchas personas interiormente heridas ya sea con palabras y acciones de bondad, o con una mirada de benevolencia o una escucha atenta. Vivió como el buen pastor del evangelio, que deja a las noventa y nueve ovejas para buscar a la que se ha perdido o extraviado. Por eso, este libro describe a Alfonso María de Ligorio como 'maestro de la oración y de la misericordia' y pretende ser una aportación para que el ejemplo de este importante santo resulte fecundo también en nuestro tiempo.

Martin Leitgöb (Eggenburg, 1972), doctor en Teología, estudió Teología e Historia de la Iglesia en Viena, Innsbruck y Roma. Desde 2002, pertenece a la congregación de los redentoristas. Ha desarrollado su actividad pastoral como vicario en una parroquia en Viena y actualmente dirige la pastoral de lengua alemana en Praga. Es colaborador de la filial austriaca de Radio María y es autor de diversas publicaciones sobre historia de la Iglesia.

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  TEOLOGÍA Y ESPIRITUALIDAD En nuestra sumaria consideración de la biografía de Alfonso María de Ligorio ha quedado claro que vivió bajo condiciones sociales, culturales y religiosas muy determinadas, pero que, al mismo tiempo, varias veces en su vida trascendió también dichas condiciones. Se plantea, pues, la pregunta por las razones que lo movieron y urgieron a no aceptar sin más las circunstancias tal como eran. Como sacerdote y, más tarde, como obispo, Alfonso vivió su relación con Dios de manera explícita. Pero ¿qué convicciones, contenidos e ideas, qué actitudes y formas de vida marcaron esa relación con Dios y cómo comprendió él su propia condición humana y la de los demás a la luz de esa relación con Dios? Tratar estos temas puede llevarnos a encontrar una respuesta a la pregunta sobre de dónde provenía la dinámica vital de Alfonso. En última instancia, los datos biográficos no ofrecen sino un contorno general acerca de qué y quién era él. Ahondar en aquello que lo constituía desde dentro como personalidad otorga color a su figura. ¿Qué factores teológicos y espirituales lo convirtieron en «maestro de la oración y de la misericordia»? ¿Qué es el hombre? Hablaremos todavía con detalle sobre el hecho de que la teología y la espiritualidad de Alfonso se fundan esencialmente en la actitud de asombro. Alfonso sentía asombro por el amor y la misericordia de Dios, por los grandes misterios de la historia de la salvación, sobre todo por la Encarnación y la Pasión de Jesucristo, por la presencia permanente de Jesucristo en el sacramento de la eucaristía, etc. Pero su asombro por todas estas realidades estaba envuelto por un asombro aún mayor, de índole profundamente existencial: el asombro por el hecho de que Dios se volviese hacia el ser humano y tuviera para con él extraordinarias expresiones de amor. Alfonso veía a Dios como el señor del cielo y de la tierra, de admirable grandeza, por lo cual se extrañaba no poco de que el hombre pudiese entrar, absolutamente hablando, en el campo visual de Dios. El asombro de Alfonso correspondía más o menos a aquella conciencia que se expresa en uno de los salmos más hermosos del Antiguo Testamento: ¡Señor, Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra! Ensalzaste tu majestad sobre los cielos. De la boca de los niños de pecho has sacado una alabanza contra tus enemigos para reprimir al adversario y al rebelde. Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano, para mirar por él? (Sal 8,2-5) El salmo no termina todavía con el pasaje que se acaba de citar. A continuación, canta la grandeza del hombre: «Lo hiciste poco inferior a Dios, lo coronaste de gloria y dignidad; le diste el mando sobre las obras de tus manos. Todo lo sometiste bajo sus pies» (Sal 8,6-7). Así pues, al asombro por la grandeza y excelsitud de Dios sigue el asombro por el ser humano, que es solo «poco inferior» a Dios. Si el salmo plantea primeramente la pregunta «¿Qué es el hombre?», sigue de inmediato una respuesta, y esa respuesta resulta sumamente positiva. Si consideramos ahora el pensamiento teológico de Alfonso e investigamos la imagen del hombre que él transmite, la respuesta no resulta menos positiva. Ahora bien, si la primera parte del salmo caracteriza muy bien la actitud religiosa de Alfonso, lo que el salmo afirma en su segunda parte acerca del hombre está, a primera vista, bastante en contradicción con las ideas que él tenía al respecto. No obstante, lo que une estas ideas con el salmo es la decisiva pregunta: «¿Qué es el hombre?». Se trata de una pregunta antiquísima, que se plantea siempre de nuevo. Esta pregunta inquietó en todos los tiempos a los poetas y pensadores. Inquietó a religiones y cosmovisiones. Inquietó y sigue inquietando a todo hombre que reflexione con un poco de seriedad sobre sí mismo y sobre su vida y que coloque tal reflexión en un contexto más amplio. Por supuesto, la pregunta «¿Qué es el hombre?» inquietaba también a Alfonso. Sin embargo, la respuesta a esta pregunta no suponía para él un gran asombro. Por el contrario, desesperado y estremecido, más bien se mesaba los cabellos cuando reflexionaba sobre el hombre y su estado. Su imagen del hombre es oscura, negativa, pesimista. Pero no se trata de un fenómeno singular dentro de la historia de la teología cristiana. La imagen de Dios que servía de base a la reflexión teológica y espiritual de Alfonso fue expuesta de forma semejante, o con alguna variante, por muchos otros autores y pensadores a lo largo de siglos. Algo más hay que decir al respecto: si alguien reflexiona sobre la condición humana en sí misma no puede abstraerse de su propia persona. En la reflexión sobre la condición humana influyen siempre las experiencias propias de cada uno, sobre todo las disposiciones anímicas y psíquicas fundamentales de la persona. También Alfonso se consideraba a sí mismo cuando se planteaba la pregunta «¿Qué es el hombre?». Ya se ha dicho que a lo largo de toda su vida se vio torturado —a veces más, a veces menos— por escrúpulos y dudas sobre sí mismo. Sobre todo sufrió un gran miedo al pecado. Ese miedo era para él un estado existencial del que casi no podía escapar. Uno de sus biógrafos del siglo XIX, el austríaco Carl von Dilgskron (1843-1912) declaró: «En todas partes veía pecado, a cada paso temía caer. El indecible miedo que tenía de caer fuera de la gracia de Dios lo perseguía en todos sus caminos».1 Estar fuera de la gracia de Dios significaba para Alfonso estar separado de Dios, y ello, posiblemente, por toda la eternidad. Alfonso tomaba muy en serio el pecado y hablaba a menudo de él. Según su opinión, a causa del pecado el hombre es un montoncillo de miseria y, en realidad, no merece que Dios lo obsequie con grandísimo amor. En concordancia con una idea tradicional, Alfonso consideraba a Dios ofendido por el pecado. En su escrito titulado Apparecchio alla morte [Preparación para la muerte] hace la siguiente afirmación: El pecado insulta a Dios, lo deshonra y, con ello, lo amarga en grado sumo. No hay amargura más sensible que el verse pagado con ingratitud por una persona amada y beneficiada. ¿Con quién la emprende el pecador? Insulta a un Dios que lo ha creado y lo ha amado tanto que llegó a dar la sangre y la vida por amor de él: y él, cometiendo un pecado mortal, lo echa de su corazón. [...] Cuando el alma consiente en el pecado, dice a Dios: Señor, vete de mí. «Dijeron los impíos a Dios: apártate de nosotros» (Job 21,14). No lo dice con la boca, pero sí con los hechos, dice san Gregorio.2 A través del pecado el hombre se torna en un rebelde contra Dios, pero esa rebelión no conduce a nada bueno. El hombre se expone al peligro de que, a raíz de su propio no a Dios, también Dios le diga no a él, lo que significaría, en última instancia, el infierno y la condenación eterna. Por otro lado, Alfonso sabía perfectamente que evitar el pecado no es algo tan fácil. No se trata siempre de una cuestión de la propia voluntad y la decisión libre. En efecto, por una parte está la constitución pecaminosa del hombre, o sea, una propensión al mal que se tiene de nacimiento. En la tradición de la Iglesia esa constitución se designa con el concepto de «pecado original». Si bien el cristiano ha sido fundamentalmente liberado del pecado original por el bautismo, permanecen en él los apetitos, las inclinaciones, los instintos y las tentaciones. Alfonso tenía claro que todo ello no es siempre fácil de dominar y superar. Además, un tema que lo preocupaba profundamente eran las numerosas situaciones insidiosas a las que un ser humano está expuesto y que lo invitan a dar pasos en falso. Él escribió a menudo sobre ese tema bajo el lema de las «ocasiones de pecado». Naturalmente, su intención era poner sobre aviso de tales ocasiones. Y, por último, Alfonso también era consciente de que no todo lo que parece pecado lo es realmente. A pesar de que él mismo sufría de un gran miedo al pecado —o justamente por ello—, procuraba liberar de sentimientos exagerados de pecado a los fieles en la pastoral. En una carta a una persona escrupulosa escribió una vez: «Le aseguro, y en nombre de Dios, que son padecimientos interiores y no pecados, no, no, no». Aparte del pecado había otra cosa que desempeñaba un papel importante para Alfonso en su modo de ver y valorar al ser humano. Con mucha claridad él consideraba el ser del hombre como «ser para la muerte», por retomar una expresión del gran filósofo Martin Heidegger (1889-1976). Alfonso no se cansó de recordar el hecho de que el hombre está sujeto a la caducidad y avanza ineludiblemente hacia la muerte. En los sermones recurría una y otra vez a medios ilustrativos a fin de presentar esta verdad de forma accesible a los sentidos, por ejemplo, cuando hablaba a sus oyentes sosteniendo en la mano una calavera, algo que, por lo demás, no era inusual en aquella época. También en numerosos escritos habló sobre el tema. El libro Preparación para la muerte, ya mencionado, está dedicado íntegramente a la muerte y a una buena preparación para ella. Muy impresionante es un pasaje de su primera obra, Massime eterne [Máximas eternas]: Considera cómo ha de terminar esta vida. La sentencia ya ha sido pronunciada: has de morir. La muerte es segura, pero no se sabe cuándo viene. ¿Qué hace falta para morir? Un paro cardíaco, una vena que se te rompe en el pecho, un bocado que se te atraviesa en la garganta, una hemorragia impetuosa, un...



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