Lindell | El ataúd de la novia | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 347, 360 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

Lindell El ataúd de la novia


1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-16749-57-7
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 347, 360 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

ISBN: 978-84-16749-57-7
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



En este nuevo caso del inspector Cato Isaksen, Unni Lindell lleva al límite la locura, el horror y el miedo que habitan en el fondo de cada uno de nosotros. En 1988, Maike Hagg fue encontrada muerta en el sótano del imponente Hospital Psiquiátrico Gaustad. La institución noruega acostumbraba a organizar jornadas de puertas abiertas para que los hijos de los pacientes pudieran conocer a otros niños en su misma situación. Según las conclusiones de la policía, la pequeña habría sido víctima de un desafortunado accidente. Veinticinco años más tarde, cuando el caso está a punto de ser archivado, Emmy Hammer y Aud Johnsen, que de niñas se vieron envueltas en las extrañas circunstancias que envolvieron la muerte de Maike, se reúnen para esclarecer de una vez lo que realmente ocurrió aquel día. Poco a poco, las escalofriantes prácticas del hospital irán saliendo a la luz, y no tardaremos en descubrir que cuando el recinto se vio obligado a cerrar sus puertas tras la reforma de la Ley de Salud Mental, no todos los internos llegaron a abandonar aquellos muros...

Unni Lindell (Oslo, 1957) ha publicado novela, poesía, relatos y libros infantiles, habiendo obtenido numerosos premios. Sus novelas policiacas destacan por la gran importancia que concede a la turbulenta vida privada de los investigadores, por la gran profundidad psicológica y la magistral caracterización de todos sus personajes, y por la presencia descarnada y sin censura del lado más oscuro del ser humano.

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  La mujer estaba tumbada de lado con un brazo doblado en ángulo recto con respecto al cuerpo y la cabeza prácticamente separada del tronco. Estaba en el recibidor. Alrededor de la fallecida reinaba una sensación de vacío. Sus ojos oscuros estaban muy abiertos. La herida que atravesaba su garganta se abría grotesca ante ellos. La alfombra de pelo largo estaba bañada en un color entre rojo y marrón. Había tiras de piel pegadas al vestido amarillento empapado en sangre. Tan solo sus pies asomaban al salón. El perro mestizo de color marrón claro movía la cola con desánimo y ladraba bajito. Un agente lo sacó y lo dejó atado a una farola. Los técnicos tendrían que echarle un vistazo antes de llamar a la protectora de animales. Cato Isaksen llamó al jefe de guardia y le pidió que hablara con el responsable de prensa. Le informó del asesinato y le dijo que no tenían datos ni sobre el motivo ni sobre la autoría. Estaba en el vano de la puerta hablando por teléfono en voz baja mientras observaba el cadáver. —No hay indicios de robo. Debe de haber abierto la puerta voluntariamente. Espera un poco antes de dar la noticia —dijo sintiendo que le dolía la espalda. El dolor era más intenso en el lado derecho, una especie de espasmo. Se estiró con cuidado. Un cuarto de hora después, el equipo de técnicos de la división criminal estaba allí, vestidos con sus monos blancos. La forense, Ellen Grue, tomó el mando, se puso unos calcetines de plástico y entró. Un técnico empezó a hacer fotos del lugar de los hechos. Acordonaron el patio trasero y la acera además del pequeño jardín. Se informó a los vecinos e intentaron alejar a los curiosos. Los perros rastreadores estaban en camino. Cato Isaksen intentó reconstruir una hipotética secuencia de los hechos. Alguien había llamado a la puerta. Ella abrió y fue asesinada. O había recibido la visita de alguien que se marchaba. Sus botas estaban en el suelo. El perro había lamido parte de la sangre. Solo había un fino reguero que llegaba hasta el felpudo, el suelo estaba tenía una leve inclinación. Ellen Grue levantó la vista. —Ha habido algo de lucha, pero no ha sido muy violenta. Le han cortado el cuello con un instrumento afilado. Roger Høibakk buscó datos de la supuesta víctima en su iPad otra vez. —Es ella. Hay fotos suyas en internet. Aud Johnsen trabajaba en el Diario de Oslo, un periódico gratuito que se publica cada quince días. Ella es la única que está empadronada en este domicilio —dijo Roger Høibakk—. Ya he intentado llamarla al móvil, jefe. No da señal. El móvil no está aquí. Voy a ponerme en contacto con la Unidad de Respuesta Rápida y les diré que hablen con las compañías de telefonía móvil. En ese mismo instante sonó el teléfono de Roger Høibakk. —Jefe —dijo—, es el telediario. Cato Isaksen levantó la mano para pedir prudencia. —Diles que hablen con el responsable de la operación, nosotros aún no tenemos nada. Cuanto menos digas, mejor. Roger colgó y los dos investigadores se pusieron fundas de plástico encima de los zapatos. —Puede que conociera al asesino. Cato Isaksen entró en el piso, que consistía en un gran salón con un enorme ventanal con vistas al río. El techo tenía, por lo menos, cinco metros de altura, y los bastos muros de hormigón estaban pintados de blanco. El apartamento se veía ordenado, pero el abrigo estaba tirado encima de una silla. —Debe de haber salido y ha regresado de la calle —dijo Cato Isaksen. De las paredes colgaban carteles enmarcados de intensos colores, pero no había retratos de familia. Sobre la mesita del sofá descansaba un ordenador portátil abierto. Junto a él había una botella de vino tinto casi vacía y una copa. Un técnico abrió una puerta de cristal junto al ventanal. —Hay huellas muy nítidas —dijo. Isaksen miró hacia el seto de tuyas, tras él la ladera se inclinaba hacia el paseo del río. El ruido del agua resultaba ensordecedor. Roger se acercó a él. —Pues tiene treinta y siete años, soltera y sin hijos. Su madre falleció, no tiene hermanos. Tan solo un padre anciano. Se llama John Johnsen. Vive en la calle Vøyensvingen, aquí cerca. Tendrá que identificarla cuando le hayan hecho la autopsia. —¿Qué pasa con un posible delincuente que la haya seguido desde el portal cerrado? Puede que haya llegado tarde a casa, sola. Puede que se haya llevado joyas, dinero o incluso drogas. ¿Qué sabemos? Puede que fuera su amante. Tenemos que averiguar quién era de verdad Aud Johnsen y a qué se dedicaba. —Venganza o celos —dijo Roger Høibakk—. Vivía sola. Me pondré en contacto con el sacerdote y pediré que alguien le acompañe para informar a su padre. Un técnico se enfundó un par de guantes desechables y apretó una tecla del portátil. —Lo último que ha hecho ha sido consultar «amnesia disociativa». ¿Alguien sabe qué quiere decir eso?     De camino a la redacción del Diario de Oslo que estaba en la calle Torg, Roger buscó la definición en su iPad mientras llamaba por el móvil. —El padre no contesta, Cato. Cato Isaksen tenía la mirada fija en el coche que les precedía. Sabía muy bien lo que era la amnesia disociativa. Consistía en olvidar sucesos importantes. —Tenemos que comprobar todo lo relacionado con su familia y su infancia cuanto antes. —Bebió un trago de una botella de agua y dio un bocado a un bollo de canela reseco que llevaba un par de días en el coche metido en una bolsa. —El asesino se podría haber cargado al perro también —dijo Roger Høibakk—. ¿Por qué no lo hizo? —No era precisamente un perro guardián. Acuérdate de Marian y Birka. —Cato Isaksen se rio, un poco alto. En el mismo instante sintió un escalofrío. Algunos asesinos no eran capaces de matar animales. Había estado en el escenario de incontables crímenes. Recordaba detalles, cosas sin importancia como restos de comida sobre una mesa, el color de la vajilla, una taza de café vacía o un periódico abierto. Y ahora, el perro marrón claro. Roger Høibakk se pasó la mano por el cabello corto y oscuro. —Aquí dice que la amnesia disociativa consiste en la pérdida de la relación normal entre los recuerdos del pasado, generalmente de tipo sobrecogedor, amenazante o conflictivo. En la terminología tradicional se denominaba neurosis conversiva.     La redacción era luminosa, estaba en el primer piso, encima de un bazar atendido por inmigrantes, y en ella trabajaban tres personas. Cuando los investigadores entraron en la pequeña oficina abierta, el ambiente era de concentración. El sol amarillo oscuro se colaba entre las nubes y dibujaba unas tristes franjas sobre la pared de la casa de enfrente. Dos mujeres y un hombre que vestía un jersey rojo miraban las pantallas de sus ordenadores. Una de las mujeres llevaba el pelo cortado a lo pincho. Se levantó y fue hacia ellos. Cato Isaksen les mostró su placa. —Aud Johnsen, ¿trabaja aquí? La mujer asintió con un movimiento de cabeza. —Trabaja aquí, yo soy la redactora jefe. —Lo lamento, traemos malas noticias. Los otros dos se levantaron de golpe. La redactora jefe se llevó las manos a la cara. —Siento decirles que ha fallecido. —Cato Isaksen la miraba. El hombre del jersey rojo rodeó con los brazos a la otra mujer. Ella se echó a llorar. La redactora jefe bajó las manos y empezó a mirar a su alrededor con aire frenético. —No puedo soportarlo. Nos preguntábamos dónde se había metido. Mañana tenemos que cerrar el número y estaba trabajando en un asunto importante. ¿Qué ha ocurrido? —La encontraron en su domicilio, es todo lo que podemos decir. Cato Isaksen añadió que aún no había sido formalmente identificada y se interesó por su vida privada. —¿Tenía pareja? —Vivía sola. No había pensado en ello antes, pero nunca nos habló de nadie. No hemos oído hablar de nadie en especial. ¿Verdad? —La jefe de redacción miró a los otros dos que negaron con la cabeza. —Su padre —dijo Cato Isaksen. —Le mencionaba muy poco. Su madre murió. Pero tiene un perro. ¿Dónde está el perro? —La protectora de animales se ocupará de él. —¿Puedo ir a recogerlo? —Bruff significaba mucho para ella. La redactora jefe fue a su mesa de trabajo, cogió las llaves de un coche y se sonó en un pañuelo de papel—. Es lo menos que puedo hacer. —Espera un poco. ¿En qué clase de asunto estaba trabajando? —Roger Høibakk miró a la redactora jefe. —Esa es su mesa, hay un folio. —Fue a buscarlo y se lo entregó a Isaksen. Había escrito ¿QUÉ PASÓ CON MAIKE? con rotulador negro. —¿Quién era Maike? —Le resultaba raro pronunciar ese nombre, no era noruego, tenía un aire alemán. —No quiso decir nada más, pero hoy iba a hablar con un sacerdote. Dijo que iba a ser un artículo de impacto. —¿Algo grande? ¿Un sacerdote? ¿De qué diócesis? —Sinceramente no lo sé. —Miró a los otros dos—. ¿Vosotros sabéis algo? Negaron con la cabeza. —El artículo se iba a publicar en el próximo número. —A mí me comentó que lo que iba a escribir afectaría profundamente a varias personas —dijo la mujer—. Ha tenido unos...



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