Lozano | La querencia de los búhos | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 18, 224 Seiten

Reihe: Literaria

Lozano La querencia de los búhos

Cuentos
1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-9055-894-2
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

Cuentos

E-Book, Spanisch, Band 18, 224 Seiten

Reihe: Literaria

ISBN: 978-84-9055-894-2
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



La querencia de los búhos recoge veintiocho historias, casi todas ellas inéditas, que nos desvelan el universo de Jiménez Lozano, cuyos recuerdos y vivencias son transformados aquí en relatos que nos sitúan ante aquellos instantes de la vida que la hacen más verdadera. Son historias en las que el autor, con una mirada joven y subversiva, a la que no le pesa la edad, nos ponen ante aquello que el silencio nombra. Y es ahí, en un gesto, en un detalle pequeño, o en el propio silencio, donde se vislumbra toda la profundidad de la alegría y la tragedia que acompañan la vida de unos personajes cuya verdad y belleza no se ven a primera vista. 'Estos cuentos son historias verdaderas y se nos quedan dentro del ánima (...). Porque una vez que has visto la belleza en una tarde, en el cielo, no la puedes olvidar y eso queda y el narrador de estos cuentos nos lo recuerda. Hay que volver sobre estos cuentos para no olvidar que la vida está en eso que a veces no vemos y merece la pena'.

José Jiménez Lozano nació en Langa (Ávila) en 1930. Se licenció en Derecho en Valladolid y estudió Periodismo en Madrid. Ha sido redactor, subdirector y director de El Norte de Castilla, de Valladolid, y ha colaborado en varios periódicos y revistas nacionales. Es autor de novelas, cuentos, ensayos y poemas. En 1988 recibe el Premio Castilla y León de las Letras; en 1989 el Premio de la Crítica, por El grano de maíz rojo y en 1992 el Premio Nacional de las Letras Españolas. En 1999 recibió la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes. En 2002 obtiene el Premio de Literatura en Lengua Española Miguel de Cervantes. De entre sus obras, varias de ellas han sido publicadas por Ediciones Encuentro: La piel de los tomates (2007), Libro de visitantes (2007), El azul sobrante (2009), Un pintor de Alejandría (2010), Retorno de un cruzado (2013) y Se llamaba Carolina (2016), premio 2017 de la Fundación Troa.

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El árbol seco El pueblo era el único que se mantenía habitado en la región, y sus habitantes habían conseguido guardar un cierto nivel de vida aceptable, pero hacía años que a la gente que en estos pueblos vivía también se la había dado consejo para que lo abandonara. Y ahora allí estaba Felipe el panadero, que había vivido hasta ahora en una aldea muy pequeña y cercana al pueblo, diciendo un día y otro, a sus convecinos, que se fueran preparando, porque ¿cuánto creían que iban a resistir en medio de una devastación? Ni siquiera este pueblo grande iba a salvarse, y por eso él tenía que irse a Barcelona; porque lo que ocurría no era una emigración, sino como una riada y una devastación. —¿Veis cuando la niebla en noviembre comienza a subir desde el río, y primero tapa al sol, y luego avanza ya imparable hasta envolver todo? Pues eso es lo que ha pasado en España: que una niebla o una ventolera borra o se lleva los pueblos por delante —les dijo el panadero que traía el pan a aquel pueblecillo—. No podemos resistir aunque queramos. Y todo esto se lo decía no solo como un amigo que había servido el pan y las rosquillas a todo el pueblo, y les había asado los tostoncillos o corderos para las fiestas, sino también porque estaba casado con una mujer de este pueblo, y aquí había nacido su primer hijo, y allí en el pueblo tenía enterrados a sus padres y abuelos. Y bien quisiera él que no hubiera que hacer aquí una ceremonia como la que habían hecho en casi todos los pueblos del entorno, y había sido la ceremonia de la despedida. Porque él no sabía cómo había sido esa ceremonia en otros pueblos, pero la que vio en uno de ellos había sido un dolor verdaderamente. Todo el mundo se había puesto de acuerdo en que fuera por la tarde, porque en estos días de color miel de setiembre las tardes tenían todavía mucha luz, casi como en agosto, y se estiraban como en ningún otro mes. Pero no serían las cinco, y ya estaba todo el mundo en el cementerio, y la señora Tecla, la hornera, precisamente a la que él había comprado el horno, propuso a la señora maestra jubilada que antes de rezar un padrenuestro en cada tumba, se recordase a cada muerto que había allí, tal y como había sido en vida, y contada esta por los familiares que tuviera. Y que, en las tres o cuatro tumbas que había en las que nadie recordaba quién estaba allí enterrado, se diría que, al fin y al cabo, aquellos muertos aquí vivieron y aquel aire respiraron, y aquel cielo vieron, en primavera, verano, otoño e invierno; y a la sombra del árbol seco se habrían puesto alguna vez, si era que el muerto había vivido antes de que el árbol se hubiera secado, o luego, cuando retoñó otra vez. —Yo creo que muchos de estos muertos —dijo la señora Tecla—, además de a sus seres queridos se llevarían añusgados en la garganta, otras muchas cosas, como una mañana de mayo temprana con el alboroto de los pájaros, o las bandadas de patos en el cielo cuando iban a la laguna, porque quien ha visto una cosa así ya no la olvida, ni querría morir nunca aunque fuese solo por esto. O también querrían tener siempre junto a ellos una silla o una palangana, o un espejo o un abanico, que los habían acompañado mucho; y algunos de los familiares de esos muertos que allí estaban habían llevado al cementerio esas cosas, para dejarlas allí para siempre. —Está muy bien pensado —dijeron todos. —Esto es lo que se hacía antiguamente —dijo la señora maestra vieja—. Y algunas cosas de estas, que usamos todos los días, y pertenecieron a gente importante, tienen más de mil y dos mil años y están en los museos; y solo Dios sabe lo que será de ellas y de nosotros mismos. —Mejor no pensarlo —dijo otra mujer también de bastante edad. Y luego, todo había ido muy bien mientras los rezos duraron, pero a seguido habían comenzado las despedidas, y todas las estrellas de una noche sin luna habían salido hacía mucho, cuando hubo que separar por la fuerza a mucha gente, como se la separaba de un ataúd cuando se sacaba de casa a un muerto, el día del entierro. Y Felipe no tenía enterrado a nadie que fuera cercano a él en aquel cementerio del que estaba hablando, pero algunas cosas que se contaron aquel día de los muertos y que él mismo oyó, le habían llegado al alma y no quería volver a pasar por ellas. —Yo creo que, cuando os vayáis de este pueblo, no tenéis que hacer una despedida así —aconsejó Felipe, el panadero. —Es que no nos vamos a ir. Que te vaya bien en Barcelona y, si vuelves alguna vez por aquí, ya sabes dónde nos tienes —le contestaron una vez más las mujeres que estaban comprando en la tienda, y algunos hombres que se habían acercado, porque le habían visto entrar en ella, y sabían que había ido a despedirse. —Nosotros no vamos a abandonar a nuestros muertos, ni vamos a desperdigar a nuestros vivos por España. —Ni tampoco vamos a abandonar al árbol seco. —Por cierto, que me han dicho que en un periódico o una revista ha salido retratado el árbol seco. ¿Tú lo has visto? —le preguntó una mujer al panadero. —Sí, lo he visto, pero la foto no era la del árbol, al que solo se le veía un poco, sino de la pobrera, aunque ponía «Casa de los pobres», porque los del turismo no sabían que se llamaba «la pobrera». —¡Pues mira que si tenemos ahora un jubileo de turistas a cuenta de la pobrera antigua, y no nos habíamos enterado, ni nadie nos había dicho nunca que fuera tan importante! Porque podría pasar lo que con el árbol seco, que, según decían nuestros abuelos querían cortarle, y luego pasó lo que pasó. —Pero quien ha puesto eso en el periódico tiene que ser el que vino aquel día a recoger cuentos y decires, y las recetas de cocina, y al que ya le dijimos que aquí no teníamos otra cosa de particular que el árbol seco —añadió doña Florinda, que había sido titiritera por los pueblos, pero que, como su madre era de este pueblo, cuando la llegó la vejez, vino aquí a recogerse, y era la que tenía más facilidad de palabra. Y era verdad, desde luego, lo que decía el periódico acerca de que el árbol seco era lo único que tenía este pueblo, en el que no había ninguna otra cosa de particular. Había tenido una ermita que se la habían llevado a un museo del extranjero, y en la parroquia no había nada de valor, así que aquí no venía nadie como no fuera por el tiempo de las elecciones algunos años. Pero hacían poco humo; estaban un rato pregonando desde un coche con una bocina a todo gas, y luego se iban. Pero a aquel señor de las preguntas casi habían tenido que echarle. —¿Os acordáis? Venía todo vestido de negro y con un sombrero azul, traía un maletín, sacó unos papeles, y se puso a preguntarnos y a escribir. Él fue el que nos comenzó a hacer preguntas, mucho antes de que la televisión diera todos los días la lata con lo de que si estábamos orgullosas de ser mujeres. ¿Os acordáis? —dijo una mujer de mediana edad que se llamaba Anunciación. —¿Y qué dijeron ustedes a esa pregunta que las hizo? —terció el panadero, sonriéndose. —¿Y tú qué crees? A una pregunta idiota, oídos sordos ¿no? —contestó Angelita. Y entonces dijo Felipe el panadero que él se había quedado de piedra cuando le habían contado la historia del árbol seco, cuando todavía vivía aquí y era vecino del pueblo, pero que el periódico, revista o papel que fuese, ponía lo del árbol seco en un título para luego no decir nada de él, como si fuera lo corriente que un árbol se secara en primavera un año, estuviese así cerca de seis años, que ya eran años, y luego floreciese de nuevo por las buenas, en otra primavera. —Decían que era temeroso de ver, cuando estaba seco, tan alto y con dos ramas, que parecía una horca, sobre todo los atardeceres de invierno —dijo un hombre muy viejo a Felipe el panadero. —Solo daba malos pensamientos —le había respondido doña Florinda al que había venido preguntando, cuando le contó la historia del árbol seco. —¿Qué pensamientos? —había preguntado el que vino preguntando. Y doña Florinda había respondido que los pensamientos, buenos o malos, no tenían por qué decirse. Pero que los del pueblo sabían que la historia verdadera era muy otra, y esta era que, un pobre, que se llamaba Lerreus y, que venía siempre pidiendo por aquí, y al que los más viejos del pueblo habían conocido todavía, se ponía a la sombra o cobijo del árbol viejo y, cuando un día, estando él allí, le dijeron que poca sombra y poco refugio iba a darle ya, porque las autoridades y todo el pueblo habían decidido cortarlo, porque, seco como estaba el árbol y con dos palos o muñones que tenía parecía una horca, y daba no sé qué, él les dijo que nunca se debe cortar un árbol seco, por si acaso se corta una vida que hay dentro de él. Y no le cortaron y, cuando después de mucho tiempo el pobre Lerreus volvió y llegó a la pobrera y vio allí delante el árbol seco, se había alegrado mucho, y luego, después de dar las noticias y de recoger la ayuda que le daba la gente cuando venía por el pueblo, como era el mes de julio, el pobre Lerreus se quedó allí por la noche, y luego dijo que había dormido maravillosamente, mejor que en la pobrera o en un hotel, y que le habían despertado los pájaros mañaneros, cantando; y luego dijo adiós y se fue. Pero lo cierto fue que cuando alguien vio el árbol por la mañana, este estaba lleno de hojas nuevas como las de primavera que parecen recién pintadas, que era una maravilla verlo. Y toda la gente podía ir hasta allí, y...



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