E-Book, Spanisch, Band 28, 206 Seiten
Reihe: Caja baja
López Menacho Yo, precario
1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-17496-66-1
Verlag: La Caja Books
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 28, 206 Seiten
Reihe: Caja baja
ISBN: 978-84-17496-66-1
Verlag: La Caja Books
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Javier López Menacho (Jerez de la Frontera, 1982) es escritor, docente y especialista en comunicación digital. Ha publicado los ensayos La farsa de las startups (2019), Yo, charnego (2020) y La generación Like (2021), además de la novela El profeta (2019), el libro de relatos Hijos del Sur (2016), el libro de divulgación SOS, 25 casos para superar una crisis de reputación digital (2018) y el cuento Juan sin miedo (2016). Ha colaborado en publicaciones como La voz del sur, La Marea, CTXT, Secretolivo, Qué leer y en otros relacionados con las nuevas tecnologías como Marketing4eCommerce, Revista Byte TI o Beers&Politics. Estudió un máster en creación literaria por la Universitat Pompeu Fabra y es profesor colaborador de la Universitat de Barcelona en su Máster DCEI-UAB y del Máster en Reputación e Intangibles Empresariales en la Era Digital de la Universidad Complutense de Madrid. Algunas de sus obras han sido traducidas al griego y el alemán.
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Tengo casi treinta años y siento que me han robado la esencia. Tiene que ver con el trabajo. En algún momento interioricé que solo es hombre quien trabaja y puede hacerse cargo de sí mismo. Yo no tengo trabajo estable y ni siquiera he aprendido a cuidar de mí. Mi único activo es no poseer nada. No tengo hipoteca, no tengo familiares a mi cargo, no tengo coche, no tengo piso, no tengo trabajo.
Llevo apenas ocho meses en Barcelona y aún queda para cumplir el año, ese fatídico momento en el que haré inventario y me daré cuenta de que sigo a la deriva. El trabajo no me acompaña, pasó de mí y pasó de largo, como si en la calle se cruzaran dos desconocidos. Esporádicamente he trabajado, sí, pero a eso no se le puede llamar trabajo: son servicios que prestas para que te exploten y para que tengan trabajo de verdad otros, con el fin de que sus empresas funcionen y ellos puedan llegar a casa con el pan bajo el brazo. Ninguno de esos servicios me ha reportado dinero inmediato ni me ha servido para pagar el piso a fin de mes. Son pequeños fondos de inversión en los que ingresas tu paciencia y pierdes tu dignidad. A todos sus responsables les he tenido que enviar correos electrónicos para reclamar mi miserable sueldo. «Lo sentimos, perdimos tus datos bancarios», dicen los de la primera empresa, y actúan como si la solución fuera pagar tarde, tan tarde que esperan que un día, durante la espera, tengas un accidente y al fin mueras y alguien encuentre tu cadáver flotando en el río, un cadáver del que nadie vendrá a reclamar nada, por supuesto, y con el que podrán ahorrarse dos cosas: tu miserable sueldo y el trabajo de pagarte, que debe de ser agotador.
Los segundos me comunican que no pueden pagar porque no les paga el cliente. El cliente es una de las empresas de publicidad más famosas de Cataluña. Realizan campañas integrales de publicidad para terceros. Sus responsables están siendo investigados por la justicia. Pagarnos supondrá en torno al uno por ciento de su liquidez. Y no pagan. Y como no pagan, la empresa subcontratada decide continuar la cadena, así que ellos tampoco lo hacen. Eso no te lo advierte nadie cuando vas a empezar a trabajar. Supones vigente un pacto que, por descontado, no se menciona al negociar las condiciones del puesto: tú prestarás tu trabajo y ellos te pagarán por ello. Por si acaso, en la reunión donde presentan la campaña, lo remarcas con ese tono que disfraza de broma lo que en realidad es un asunto muy serio.
—Eh, cobraremos, ¿verdad? —dices para que vean que tienes experiencia y sabes que luego estas cosas no se cobran o se cobran tarde, porque en la escala de pagos, y aunque cueste creerlo, el más miserable es el menos urgente.
—Hombre, por supuesto —contesta con cara de ofendida la secretaria, con un odio indisimulable en sus ojos, como si hubieras insultado gravemente a su familiar más querido, casi pensando si no hubiera sido mejor haber contratado a otro, uno que quizás no quisiera cobrar, uno que no levantara la voz ni fuera capaz de anticipar lo que luego va a suceder: que te pagarán tarde o que, probablemente, no te van a pagar.
«Al menos estás dado de alta», piensas. Y darse de alta se ha convertido hoy día en una hucha, la hucha de los nuevos bancos donde tú depositas tu dinero y sumas días y días y días haciéndolo, y gracias a lo cual alguna vez tendrás derecho a un paro que prolongará tu agonía, ese vivir pendiente de un hilo. Antes, el paro era aquel lugar adonde nunca querías llegar, una vergüenza que intentabas evitar que saliera a la luz pública. Ahora se ha convertido en tu Ítaca, el mejor de los respiros, la salvación temporal. Dices que no tienes trabajo, pero que, al menos, tienes paro. Y muchos te contestan: «Qué suerte», y lo dicen absolutamente en serio. Aunque a tu objetivo le separe un solo paso del abismo. Recuerda a aquellos que creían que la tierra era plana y que, al final del horizonte, había una catarata que se derramaba en ninguna parte. El paro es un barco que se dirige hacia allí, contigo dentro.
Lo peor es la minusvalía moral que te provoca. No ya el paro en sí, sino sentirte parado. Sientes que el mundo lo habita una raza de superhombres que tienen trabajo, unos tipos polifacéticos y formados, a años luz de evolución. En ese mundo se puede cenar y tomar tres cervezas y luego un cubata, y después comprar un kebab de vuelta a casa y seguir viviendo de la misma manera. Un ciclo de satisfacción del que tú solo conoces media parte. Esa otra gente vive en el mundo del desayuno fuera de casa. El mundo donde el partido de pádel del jueves está en la primera posición de las preocupaciones. El mundo donde un compañero de trabajo te cae mal. El mundo donde es normal poder viajar a conocer otros lugares, el mundo de las vacaciones, del puente o de los fines de semana. El mundo tal y como debería ser.
Ahora paseo por mi ciudad de alquiler, Barcelona. Parece un ser independiente de todos sus habitantes. Va a su ritmo y no se detiene ante nada ni ante nadie, el Big Bang en busca de su máxima expansión. Tú eres un insecto que persigue desesperado un trocito de piel donde posarse. Transitar sus calles es parte innegociable de mi nuevo trabajo: auditor de máquinas de tabaco. Una campaña de trece días de duración donde tu función consiste en ir a bares y restaurantes y contabilizar los pulsadores de las máquinas de tabaco, para comprobar así cuáles se venden más y cuáles se venden menos. Otro estudio de mercado, como si no hubiera quedado lo suficientemente claro que los mercados controlan este plano existencial, que lo etéreo ha dominado lo físico, que hay un poder artificial que nos engulle. También has de hacer una fotografía del lugar donde está ubicada la máquina expendedora, no fuera a ser que se encuentre escondida o apartada del cliente. Luego rellenas unas fichas, el encargado del bar te las firma o sella y tienes que pasar todos los datos a una plataforma online dispuesta por la empresa que realiza el estudio. En realidad es doble trabajo, pero se te paga como uno solo. Haces de auditor primero y de secretario después. Te cuentan que para pasar los datos de todas las auditorías diarias te bastará con apenas cinco minutos, pero al final ese tiempo es el que empleas en informatizar una sola. Para pasarlas todas, necesitas hora y media cuando acaba el día.
La charla formativa tuvo lugar el sábado en un centro especializado donde alquilan aulas con todas las comodidades posibles para llevar a cabo ese tipo de reuniones. La coordinadora nos recibió cordialmente. Éramos siete, situados cada uno en una punta, como si el trato entre humanos provocara urticaria. Cuanto más dispersos estemos, cuanto menos nos relacionemos y cuanto más débiles y maleables seamos, mejor. Ella nos vende el trabajo como una labor sencilla: visitar bares donde nos van a tratar estupendamente. Nos cuenta que a veces, en algunos lugares, te invitan a café y tostadas. La empresa realiza en cada lugar una formación exprés de dos horas de duración para varios auditores que se distribuirán gran parte de los bares y restaurantes de la ciudad. Parece un proyecto imposible, pero está bien ordenado. El mecanismo es el siguiente: clasifican todos los establecimientos según el código postal, preparan un listado de direcciones y se lo pasan al auditor, que va auditando y auditando y auditando máquinas de tabaco hasta acabar con todas las del código postal asignado. Cuando termina con un código, le asignan otro nuevo, y así indefinidamente. Cada máquina de tabaco auditada se paga a razón de dos euros, con la ficha rellena a bolígrafo y los datos telemáticos incluidos en el espacio web que han habilitado para ello. A razón de cuatro establecimientos por hora, puedes llegar a cobrar ocho euros la hora. Si tu moral y tu físico resisten ocho horas al día —cosa que más tarde comprobaré que es imposible—, un jornal de sesenta y cuatro euros. Un sueldo digno si tienes la suerte de que, entretanto, no te roben la dignidad.
El hecho de que te paguen por máquina responde a una jugada rocambolesca en la que el contratante sale terriblemente beneficiado y el muerto de hambre sigue con hambre, pero al menos esquiva la muerte. El trabajo se desarrolla bajo un contrato privado, mercantil, del que solo sabéis tú y el contratante. Nadie te da de alta en la seguridad social porque en el contrato no se hace alusión más que a lo que se paga a Hacienda por máquina auditada, que no por trabajador. Nadie te informa al respecto ni te dicen que, para hacerlo cien por cien legal, deberías ser autónomo o pagar al ministerio de Hacienda la parte proporcional de IVA por cada máquina auditada. Cierto que estás trabajando, pero nadie lo sabe. Tú defraudas sin saber que defraudas, pero, por trece días y por la cantidad de dinero que vas a cobrar, Hacienda no va a centrar sus esfuerzos en ir a por ti. Tu deuda fiscal no merece tal privilegio. Al final, un autónomo —en este caso, nuestra coordinadora— se limita a facturar a través de la empresa auditora al cliente que solicita el estudio. A efectos prácticos, es como si hubiera auditado ella sola todas las máquinas que nosotros vamos a visitar. Así, quedas atrapado en los entresijos del sistema sin que te adviertan de nada. Intentas informarte y preguntas con insistencia a la coordinadora, pero las explicaciones son vagas o te remiten al correo de terceras personas que luego no se dignan a atenderte o te contestan cambiando de tema y de manera imprecisa. El pueblo, cuanto más ignorante, mejor.
Sé todo esto porque nada más...




