E-Book, Spanisch, Band 36, 154 Seiten
Reihe: Literaria
Makine El libro de los breves amores eternos
1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-1339-530-2
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 36, 154 Seiten
Reihe: Literaria
ISBN: 978-84-1339-530-2
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
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El destino de Dmitri Ress podría medirse en largos años de lucha, sueños y sufrimiento. O en la intensidad de su amor por una mujer. O en las heridas que sufrió en cuerpo y alma al verse envuelto en la violencia del enfrentamiento entre Occidente y Rusia. Esta ponderación del Bien y del Mal sería justa si no hubiera, en nuestras vidas apresuradas, momentos humildes y esenciales en los que redescubrimos el sentido, el valor de amar y la estimulante intimidad del ser. Con un estilo sobrio y poderoso, este libro transcribe la misteriosa sinfonía de estos momentos de gracia. Los héroes de Makine los viven en la verdad de las pasiones que rara vez se pronuncian, en el corazón mismo de la historia y tan lejos del brutal clamor de nuestro mundo. Y es que, como se escribe en estas páginas, «el amor es subversivo por esencia».
«(Makine es) poseedor de una excelente y subyugante prosa»
-Mercedes Monmany
Andreï Makine nació en Siberia en 1957. En 1987 obtuvo asilo político en Francia y se dedicó a escribir mientras enseñaba literatura rusa en la École Normale y Science Po.
Todas sus novelas han sido traducidas a numerosos idiomas. En 1995 Makine ganó el Premio Goncourt y el Premio Médicis por El testamento francés y en 2005 mereció el premio de la Fundación Prince Pierre de Mónaco por el conjunto de su obra.
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I. La ínfima minoría El recuerdo de esta coincidencia me vuelve desde mis tiempos de juventud, a la vez insistente y evasivo, como un enigma para el que nunca desesperas de encontrar la clave. He aquí los hechos. Un día de primavera acompaño a casa a un amigo, un hombre enfermo, que de repente me propone pasar por el centro de la ciudad alargando nuestro trayecto con un rodeo innecesario. Con mayor razón porque no debe gustarle esta ciudad del norte de Rusia donde cada calle le recuerda su vida atormentada. Se detiene, presa de un acceso de tos, junto a la valla de un parque, se da la vuelta con una mano pegada a la boca y la otra asida a un barrote de hierro. En ese mismo momento aparece una mujer que baja de un coche a unos pocos metros de donde nos habíamos detenido. Un muchachito al que la mujer lleva de la mano nos lanza una mirada de curiosidad no exenta de temor. A sus ojos parecemos un par de borrachos con náuseas. La vergüenza que siento no borra una sensación más vaga y más difícil de fijar en un pensamiento. Oscuramente, adivino que nuestro rodeo no ha sido casual, ni tampoco la aparición de esta bella desconocida... Pasa de largo, dejándonos una ligera estela de perfume amargo y helado, cuando ya se abre la puerta de uno de los inmuebles que bordean el parque y el portero deja entrar a la mujer y al niño. Mi amigo se endereza y reemprendemos la marcha. La coincidencia —su huidiza rareza— se graba como por accidente en mí para volver una y otra vez a lo largo de mi vida y quedar durante mucho tiempo sin respuesta. Hoy debe de haber en el mundo apenas media docena de personas que se acuerden de Dmitri Ress. Mi memoria solo ha preservado dos fragmentos muy desiguales de su vida. Dos pequeñas teselas de mosaico que alguien que no conociera a Ress creería desvinculadas. En primer lugar, estas palabras articuladas con dolorosa torpeza por uno de sus allegados: «La amaba... como no se puede ser amado... más que en un lugar distinto a esta tierra». El otro fragmento —su actividad como opositor— solía contarse con la misma vacilación confusa. No se trataba de la falta de interés que los vivos acaban por mostrar hacia un héroe olvidado. No, más bien se trataba de la incapacidad de captar la razón profunda del combate que Ress mantuvo hasta su muerte. Una lucha como la de Don Quijote para algunos, para otros, un suicidio que duró veinte años. En el momento de nuestro encuentro contaba con cuarenta y cuatro años a sus espaldas, calvo, desdentado y minado por un cáncer, parecía un octogenario con salud delicada. Sumando sus tres condenas sucesivas daban un total de quince años y algunos meses pasados tras alambradas. La gravedad de las penas se debía a la originalidad de su credo: como filósofo de formación criticaba, no las taras específicas del régimen vigente en la Rusia de aquel tiempo, sino el servilismo con el que todos los hombres en todos los tiempos reniegan de la inteligencia para unirse al rebaño. —Pero ¿por qué se encarniza usted contra nuestro país? —le preguntaban durante el interrogatorio. —Porque es mi patria —respondía— y me resulta particularmente intolerable ver a mis conciudadanos dormitando en torno a una pocilga. Los justicieros veían en él la peor de las subversiones. Preferían vérselas con los contestatarios «clásicos» que se dejaban expulsar a Occidente, donde la indiferencia satisfecha embotaba rápidamente hasta las plumas más acerbas. Dmitri Ress cometió su primer delito a los veintidós años. La víspera del desfile tradicional con motivo del aniversario de la Revolución de Octubre pegó un cartel realizado con verdadero talento de dibujante en la pared de un edificio administrativo: en él aparecían las gradas por donde subían los dignatarios del Partido, la marea de banderas rojas, las pancartas cargadas de eslóganes a la gloria del comunismo, las dos filas de militares que canalizaban el avance de los manifestantes. Nada más realista. Salvo que los notables que se encontraban de pie en la plataforma, siluetas cuadradas con sombreros fofos estaban representados en el cartel como cerdos. Con pequeños ojos desdeñosos y hocicos hinchados de grasa. Las «masas populares» que se encontraban al pie de las gradas padecían también el comienzo de la metamorfosis. El cartel llevaba como título ¡Viva la Gran Montanera! La falta era grave, pero la juventud del autor podría haber inspirado clemencia. Tanto más por el hecho de que su idea de recurrir a un animal no era nueva; toda la literatura disidente utilizaba este procedimiento y el mismo Solzhenitsyn comparaba a uno de los miembros de la nomenklatura con un jabalí brutal y lascivo. Se podría haber alegado la irreflexión, la influencia de las malas lecturas... Desgraciadamente, el joven se mostró orgulloso y afirmó que había pintado lo que veía y que estaba decidido a denunciar este bestiario. Una actitud indefendible. Sin embargo, los jueces se mostraron indulgentes y le condenaron solo a tres años en una colonia de régimen ordinario. El campo en vez de doblegarle le volvió inflexible. Tras ser liberado, reincidió. Elaboró dibujos y panfletos que ya caían bajo una rúbrica más grave: propaganda antisoviética. En pocas palabras, se encerró en sí mismo. A esto se refirió un juez, superado por tanta rigidez, con una expresión rusa que significa más o menos «colarse por el cuello de una botella». Si se hubiera limitado únicamente a seguir la lógica de los opositores que despotricaban contra el Kremlin y divinizaban el Occidente. Pero no, no desistía: su producción pictórica y literaria apuntaba a toda la humanidad y su patria no era más que un ejemplo entre otros. Una condena de cinco años no pareció conmoverle demasiado. Otra, la última, en un campo de «régimen reforzado», le quebró físicamente, pero confirió a sus convicciones la firmeza del sílex. Parecía además un largo destello de esta piedra, y su mirada lanzaba a veces reflejos ardientes, los restos de un pensamiento indómito en un cuerpo deshecho. Lo que aprendí sobre su magullada existencia se limita al recuento de sus tres condenas y a algunos raros detalles de su vida cotidiana de prisionero... Y también al apodo de «Poeta» que le habían puesto sus compañeros de detención y del que nunca supe si tenía un sentido despectivo o de aprobación. Nada más, Ress se tomaba como una cuestión de honor no hablar de sus sufrimientos. Nuestra única conversación larga tuvo lugar en un pueblo del norte de Rusia, a novecientos kilómetros de Moscú, la región donde estuvo bajo arresto domiciliario durante los seis meses que le quedaban de vida. Era el Primero de Mayo. Yo le acompañaba a casa y tuvimos que esperar un poco a la entrada de un puente que estaba bloqueado a causa del desfile que tenía lugar en la plaza principal. Con los codos apoyados en la barandilla pudimos ver el cortejo que avanzaba a lo largo de un enorme edificio, la sede local del Partido. En las gradas había hileras de abrigos negros y sombreros de fieltro. El día era soleado, pero frío y ventoso. Las ráfagas traían fragmentos de marchas militares, fragmentos de eslóganes emitidos por los altavoces, el rugido sordo de las columnas de participantes que repetían a voz en grito las consignas oficiales. —¡Imagínese! La misma puesta en escena desde el Extremo Oriente hasta la frontera polaca —susurró Ress con el tono soñador que se adopta para evocar una tierra fabulosa—. Y desde el océano Ártico hasta los desiertos de Asia Central. Las mismas gradas, los mismos cerdos con sombreros fofos, la misma multitud idiotizada por esta comedia. El mismo desfile a lo largo de miles y miles de kilómetros... La idea me impactó, yo nunca había pensado en este flujo de personas que se relevan de un huso horario a otro (¡once en total!), a través del inmenso territorio del país. Sí, en todas las ciudades y bajo todas las latitudes la misma misa colectivista. Adivinando mi perplejidad, se apresuró a añadir: —¡Y en los campos, créame, es lo mismo! ¡Tribunas ocupadas por los carceleros de más rango, una orquesta formada por exconvictos melómanos, pancartas rojas: gloria, viva, adelante! Por todas partes como le digo. Un día llevaremos estas gradas a la Luna... Una ráfaga de viento se hizo eco de sus palabras: «¡Viva la heroica vanguardia de la clase obrera!...». Ress sonrió, plegando fuertemente los labios en una boca desdentada. —Ah, estas tribunas... En Occidente se han escrito toneladas de glosas para explicar la sociedad en que vivimos, su jerarquía, el sometimiento mental que sufre la población... ¡Y no hemos entendido nada! Mientras que allí basta con abrir los ojos. Desde aquí se puede ver al apparatchik jefe, en el centro de la tribuna, con un sombrero negro y una cara tan plana como una crepe. A su alrededor, con minucioso respeto a las preeminencias, sus esbirros, cuanto más lejos están de él, menos importantes son. Lógico. El modelo supremo sigue siendo la tribuna oficial de la plaza Roja. Unos cuantos militares, para que el pueblo sepa sobre qué poder descansa la autoridad del Partido. Y lo más interesante: los recintos que dividen la tribuna en sectores. En el de la derecha, están los jefes de empresa, la administración del puerto fluvial, algunos sindicalistas de alto rango y, para no olvidar a los proletarios, tres o cuatro trabajadores de choque. En pocas palabras, la flor y nata de las fuerzas productivas. En cuanto a las fuerzas poco productivas, pero útiles al régimen, se las pone a la izquierda: el rector de la universidad, los redactores...