E-Book, Spanisch, Band 140, 328 Seiten
Reihe: El Ojo del Tiempo
Mannix Las palabras que importan
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19553-85-0
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Cuando la clave es escuchar
E-Book, Spanisch, Band 140, 328 Seiten
Reihe: El Ojo del Tiempo
ISBN: 978-84-19553-85-0
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Kathryn Mannix (Cheshire, 1959) es una prestigiosa doctora británica, pionera en medicina paliativa, que ha dedicado su carrera a tratar pacientes con enfermedades incurables o en los últimos estadios de su vida. Su libro anterior, Cuando el final se acerca (Siruela, 2018), finalista del Wellcome Book Prize, es un éxito internacional.
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Vamos a contar historias
Nos valemos de relatos y de cuentos para explicar nuestro mundo. Ya sea un cantar de gesta o una tragedia, un relato de valerosas hazañas y de monstruos derrotados o el de una fortuna que se muestra esquiva con inoportunos giros de trama, vivimos día a día la historia de nuestra vida, de jornada en jornada, todas ellas impredecibles. Somos al mismo tiempo el narrador y el personaje principal. Y toda vida es un relato de luces y sombras, de esperanza y desesperación, de suspense y revelaciones.
Poder contar nuestra historia nos ayuda a comprenderla. Tal vez nos la contemos a nosotros mismos, cavilando en silencio. Quizá la dejemos por escrito y, al releerla, reconozcamos en ella algo que no fuimos capaces de reconocer en su momento. Sin embargo, para la mayoría de nosotros, la manera de contar esa historia nuestra es la de charlar con un amigo o reflexionar sobre ella con alguien de nuestra absoluta confianza, y, cuando la contamos, volvemos a escucharla. Relatarla nos ayuda a interpretar los detalles, a tomar conciencia del panorama más amplio o a discernir aspectos que habíamos pasado por alto o habíamos negado anteriormente. Dar con la persona que escuche nuestra historia con plena atención, alguien que esté preparado para meterse de lleno en nuestro relato, es una oportunidad para conocernos a nosotros mismos por entero, con nuestras nobles esperanzas y nuestros tristes fracasos, y para comprendernos a nosotros mismos y al mundo que nos rodea de un modo más útil y más veraz.
Este es un libro de relatos sobre personas y conversaciones, sobre hablar y escuchar, sobre las dificultades a las que todos nos enfrentamos en la vida. Siendo así, parece que lo suyo es comenzar con una historia que nos sitúa en el escenario de cuanto vendrá a continuación.
La mujer menuda que se encuentra en la tranquila sala del departamento de Urgenciología salta de su asiento con un chillido, y su puño impacta contra mi mejilla antes de que yo me entere siquiera de qué está pasando. Un fogonazo anaranjado me estalla en la cabeza y siento que me tambaleo hacia atrás.
—¡Mentirosa! —me grita en la cara—. ¡Será MENTIROSA! ¡No puede estar muerto!
Acto seguido, la mujer cae hacia atrás y se desploma sobre el asiento bajo como una marioneta a la que le cortan las cuerdas, con el rostro hundido en su propio regazo y las manos agarradas sobre la nuca temblorosa. Está llorando, superada, sus gemidos inundan el espacio a nuestro alrededor, y no sé qué hacer. Me da vueltas la cabeza por el dolor del golpe y por lo sorpresivo de sus actos. Sé que debo quedarme allí, pero también sé que me voy a caer al suelo. Oigo que se abre la puerta a mi espalda, me doy la vuelta y veo a Dorothy, la enfermera jefe de Urgenciología, que viene con un celador: nuestra cuadrilla de seguridad. Hago un gesto negativo con la cabeza, esparzo las lágrimas con el movimiento y le hago una señal en silencio al celador para que se marche de la sala. Lo último que necesita esta mujer ahora es un incidente con seguridad. Su marido acaba de fallecer en nuestra sala de reanimación y yo no puedo habérselo contado de peor manera. Estoy mareada y con náuseas, pero en este momento no debo empeorar las cosas.
—A lo mejor te puedes quedar cerca de la puerta, ¿verdad, Ron? —le dice Dorothy en voz baja. Cierra la puerta y deja fuera al celador. Me sonríe con cara triste y se sienta junto a la mujer que llora—. ¿Avril? —le pregunta, afectuosa—. ¿Eres Avril? —La mujer asiente sin levantar la cabeza, tragando saliva como puede y temblando—. ¿Eres Avril de Souza? —le pregunta Dorothy, y la mujer alza la mirada.
—Sí… —consigue decir a pesar de la mueca de horror que le deforma la boca.
—Avril, ¿cómo se llama tu marido? —le pregunta Dorothy.
—Joselo —gimotea Avril—. Se llama Joselo. Me han llamado para que viniese al hospital. Ha sentido un dolor en el pecho cuando estaba en el trabajo. Tengo que verlo. ¡Tengo que verlo ahora mismo! —Su voz recobra el ardor. Dorothy se vuelve hacia mí y me dice sin más—: Doctora, por favor, siéntese por si acaso la señora De Souza tiene alguna pregunta mientras hablamos.
Me hundo agradecida en un asiento al otro lado de la mesita baja de esta sala tan incómoda y apenas amueblada, un espacio muy reducido en el departamento de Urgenciología de un hospital ya antiguo donde dedico un cierto tiempo cada semana a hablar con los amigos, familiares y parejas de las personas a las que traen a la unidad y les explico que la vida de su ser querido pende ahora de un hilo. Lo que no había tenido que hacer hasta ahora era atender a alguien según entraba y decirle que llegaba demasiado tarde, que su familiar no lo había superado. Ese trabajo suele estar reservado para el personal con más experiencia y responsabilidad.
La sala va dejando de darme vueltas mientras observo a Dorothy charlar con esta esposa que se siente superada por la situación. Esta mujer que acaba de enviudar y a la que le he provocado tal impresión que me ha pegado en un acto de negación de una realidad que no ha podido soportar ni abarcar, una herida intolerable provocada por mi anuncio repentino e inesperado.
Y, sin embargo, lo hice siguiendo el manual.
Comprueba que es la persona correcta. Sí, el nombre es el correcto, y ha venido para acá tras recibir la llamada del encargado de la fundición donde trabaja su marido. Trabajaba. Hasta hoy.
El disparo de advertencia. «Lamento muchísimo tener que darle una noticia terrible».
Una pausa.
Darle la noticia. «Siento mucho decirle que Joselo ha fallecido hace unos minutos. No hemos podido conseguir que el corazón volviese a latir…».
Otra pausa para que lo asimile. Y fue entonces cuando chilló y me golpeó a mí, que estaba allí de pie delante de ella y le sacaba una cabeza, con mi bata blanca y mis frases remilgadas, aterrorizada por mucho que tratara de sonar valiente, que seguía sudando aún por el esfuerzo físico de las compresiones pectorales prolongadas que no habían servido para reanimar al hombre que estaba inconsciente en la camilla de la sala de reanimación; a mí, que aún sentía las náuseas que me había provocado el pavor de que me preguntaran si estaba de acuerdo con el médico de mayor autoridad presente en que ya había llegado el momento de «declarar» el paro cardíaco (que significa reconocer que se ha producido la muerte), que aún estaba horrorizada por que en lugar de encargarme la tarea de redactar el informe del intento de reanimación, me enviaban a contárselo a la esposa que acababa de llegar justo en el momento en que realizábamos las compresiones pectorales y no le habían permitido el acceso a la sala de reanimación. En lugar de dejarla pasar, la habían enviado a sentarse en la Sala de la Muerte, el nombre con el que habíamos apodado aquella zona de tan mal gusto, con su mobiliario aséptico y las paredes tan finas que parecen de papel.
Ahora, Dorothy está dando una clase magistral sobre cómo se aborda una noticia inoportuna. Está sentada. «¿Cómo es que yo no me he sentado?», pienso. Tiene la mano de la señora De Souza en la suya y le acaricia el hombro con la otra. Sé que Dorothy tiene tres pacientes muy enfermos en la unidad de observación y no puede quedarse mucho tiempo aquí, y aun así está consiguiendo estirar el tiempo, lo está extendiendo a base de sonar como si no tuviera ninguna prisa, logrando que cada segundo cuente mientras centra su atención en la señora De Souza.
—Es una impresión muy fuerte, cielo —dice a la señora De Souza en un ronroneo—. Muy fuerte. ¿Sabías que tenía problemas de corazón?
La señora De Souza levanta la cabeza y coge aire entre los sollozos. Dorothy le entrega un pañuelo de papel de la caja que hay sobre la mesa. La señora De Souza se suena la nariz y dice:
—Ha tenido problemas de corazón desde hace años. Estuvo ingresado aquí con su primer infarto hace dos años, y estuvimos a punto de perderlo. Había sufrido más dolores últimamente, ese de la angina, y el médico le cambió las pastillas… —deja la frase en el aire.
—¿Y estabas preocupada por él? —le dice Dorothy, una pregunta que veo que llega al alma de la mujer que está sumida en su llanto.
—No paraba para descansar —suspira la señora De Souza—. Trabajaba demasiado. Ya le dije la última vez que había tenido suerte de haber sobrevivido.
—¿La última vez pensaste que se podía morir, entonces? —le pregunta Dorothy con tacto, y la señora De Souza pierde la mirada en la media distancia, se seca los ojos con el pañuelo y asiente.
—Creo que teníamos los días contados —susurra. Dorothy espera—. No se encontraba bien esta mañana, estaba estresado por algo del trabajo, se le veía gris, y le he dicho que no fuese, pero… —Hace un gesto negativo con la cabeza y llora ya menos ruidosa, más de dolor que de la impresión, más de tristeza que de ira.
Es fascinante observar la manera en que Dorothy ha utilizado las preguntas para ayudar a la señora De Souza a ir desde su conocimiento de los problemas cardíacos de su marido, pasando por su primer ataque al corazón, hasta las recientes preocupaciones de la mujer por el estado de salud de él y la inquietud muy específica de esa misma mañana. Ha construido un puente por el que la señora De Souza ha podido cruzar y, al responder a las preguntas de Dorothy, la mujer se ha preparado para este momento tan indeseado aunque no del todo inesperado. Le ha contado a Dorothy la «historia hasta...