Martiínez | Dismundo | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 1, 128 Seiten

Reihe: Literatura Reino de Cordelia

Martiínez Dismundo


1 (NED)
ISBN: 978-84-939382-5-3
Verlag: Reino de Cordelia
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 1, 128 Seiten

Reihe: Literatura Reino de Cordelia

ISBN: 978-84-939382-5-3
Verlag: Reino de Cordelia
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En el país más profundo de un país una aldea bautizada Dismundo, la negación del mundo, vive un abandono sin horizontes ni destino. Rogelio Blanco ofrece nueve retazos de un universo rural del que todos apartan la mirada y en el que los muchachos aspiran a cultivar la tierra de algún amo y las chicas a emigrar a la capital como criadas. Con una humildad que rebosa ternura, emoción y lirismo humano se cuentan las historias cotidianas de Armelinda, Domiciano, Leontino, Robustiano, Librada Personajes de nombres atávicos, la mayoría de raíz visigótica, que han logrado escapar de la muerte: la mitad de la tumbas del cementerio pertenecen a niños que duermen el sueño eterno bajo los brezales acosados por el viento. En palabras de Juan Gelman, 'un universo nocturno en el que hay que aguzar la vista para apreciar el fulgor de cada uno de sus astros'.

Rogelio Blanco Martínez (Morriondo de Cepeda, León) Ha habitado en el mundo del libro desde distintos ámbitos: editor de libros y revistas, prologuista, coordinador de proyectos editoriales, y desde el año 2004 como Director General del Libro, Archivos y Bibliotecas, en el Ministerio de Cultura. También es un autor prolífico y de inquietudes diversas, pues ha tocado casi todos los géneros a través de las siguientes obras: La pedagogía de Paulo Freire; La ciudad ausente; Pedro Montengón y Paret, un ilustrado ante la utopía y la realidad; La ilustración en Europa y en España; Zambrano; La escala de Jacob; El odre de Agra; La vara de Aarón; La dama peregrina; La honda de David; y Un día cualquiera: el diario de Edwuardo. Ha participado, además, en varios libros colectivos, y es autor de múltiples artículos publicados en prensa y en revistas especializadas. Dismundo es su primera obra de relatos cortos.
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El coscorito de Leontino


EN DISMUNDO DE LOS BREZALES, aldea poco comunicada y enclavada entre oteros y a mil metros de altitud, y de clima extremado, las tardías heladas primaverales suelen castigar intensamente la floración de los escasos árboles frutales, si bien los dismundianos los plantan en las solanas, en "las abrigadas" o en espacios protegidos de las gélidas noches de mayo.
Año tras año, los habitantes se quedaban sin las necesarias vitaminas que aportaba la fruta. Además, y dado el aislamiento de la aldea, los vendedores ambulantes acudían de tarde en tarde. La remesa de productos que ofrecían, la fruta, excepto las naranjas en Navidades, no figuraba. Aceite, sal, pimienta, azúcar y otros comestibles elaborados eran los que se intercambiaban casi siempre por huevos.
Uno de los vendedores frecuentes era el quien a pesar de su manifiesta cojera viajaba de pueblo en pueblo sobre un viejo mulo y trucaba un cuarto de litro de aceite por dos docenas de huevos que iba depositando sobre las angarillas de la bestia de carga. Las angarillas, alguna vez fueron blanco de las piedras que Rudesindo y Robustiano, los niños afamados por sus travesuras, que lanzaban contra los huevos. El pobre comerciante gritaba desesperado, pues no podía bajarse del mulo si no encontraba una pared o desnivel adecuados. Su margen de ganancia era tan ajustado que cualquier rotura de los huevos lo mermaba sensiblemente.
En las fechas próximas a la Navidad solía entrar en el pueblo un pequeño camión, cuyos propietarios decían ser valencianos. Cambiaban un kilo de naranjas por tres de patatas. Las naranjas, de buena presencia, solían ofrecer un jugo ácido y si eran dulces, la monda era de tal grosor que dejaba en escaso tamaño la parte comestible.
Un año más, las heladas frustraron las cosechas de los frutales. Y un año más sólo el cerezo de Leontino se había salvado. Llegado el mes de junio, las cerezas empezaban a "pintear" y a ofrecerse golosas al paso de los viandantes. A los dismundianos les era importante no dejar detenida su mirada en el cerezo.
Leontino y su familia se manifestaban orgullosos de su árbol. Cirilo, el hijo de Leontino, seleccionaba a los amigos de compañía. Durante la época de las cerezas
Cirilo era el amigo más deseado, pues su amistad podía procurar algún puñado de cerezas.
En el mes de julio, el árbol se brindaba esplendoroso. Las hojas verdes dejaban entrever las carnosas cerezas rojas. Cuando el aire agitaba las hojas del árbol, aún señoreaban más.
Leontino debía proteger el árbol de los pájaros y de los vecinos. Colocaba espantapájaros, cencerras de las ovejas o sencillamente lanzaba disparos de pólvora cada vez que una manada de tordos invadía el cerezo.
Para desanimar a los vecinos colocó una tablilla en la que podía leerse: "En bien del goloso, ojo al gato". El gato es un dispositivo mecánico que sirve para cazar zorros u otras alimañas; en otras palabras, "gato" era el nombre que en el pueblo daban al cepo-trampa.
—¡Malditos gorriones! No hay quien los eche. ¡Que se vayan a los trigales! — refunfuñaban tanto Leontino como su esposa Adelina.
Robustiano y Rudesindo no pudieron evitar la tentación de las cerezas. Planearon, durante una noche sin luna, atacar al cerezo de Leontino. Aquella tarde le preguntaron a Cirilo dónde estaba su padre, pues en julio, época de riego, los hombres pasaban la noche regando las patatas o maíces. Cirilo no supo responder. Acudieron ante la casa de Leontino, ya echada la noche, y a través de la ventana de la cocina observaron cómo cenaba la familia al completo.
—Robus, es la ocasión... Hoy o nunca — dice Rudesindo.
—Sí, vamos. Esta es la noche. Nos subimos a lo más alto del árbol, que es donde están las cerezas más gordas y maduras — replica Robustiano.
—Como tú mejor —dice Rudesindo—, primero me a mí.
Robustiano y Rudesindo acuden resueltos hacia el cerezo. Caminan con sigilo a fin de que no se alboroten los perros, pues cada vez que uno se altera y ladra, replican todos los del pueblo formando una intensa orquesta canina.
Rudesindo, abrazado al árbol, es empujado por los pies por Robustiano. Lentamente trepa. Coloca sus pies sobre los hombros de su amigo hasta que logra asirse a la primera rama. Robustiano logra engarbar por sí solo. Ya en el cerezo, alcanzan las ramas altas. Cualquier rama que tocan, a pesar de la oscuridad, ofrece los sabrosos frutos. Comen rápido y con ansia.
—¡Qué buenas están! Hacía tiempo que soñaba con este día. Nos daremos un buen hartón —comenta Robustiano.
— Mi madre dice que después de comer cerezas no se puede beber agua, porque puede producir una gran Como a las vacas —añade Rudesindo.
Como si la estimativa animal les hubiera invadido, los amigos comen y comen, sin cesar. En un momento, Rudesindo toca en una pierna a Robustiano, le señala cómo una tenue luz se acerca.
—¡Nos ha pillado! ¡Es Leontino! ¿Qué hacemos?
—No hacer ruido y esperar a que se vaya. ¡Ya se irá! — contesta Robustiano.
Leontino se aposenta junto al árbol. Apaga el farol y se acomoda para realizar la acostumbrada guardia en defensa de sus cerezas. Pasan los minutos. Leontino permanece. Robustiano y Rudesindo permanecen inmóviles y pegados a las ramas. Cuando el viento agita el cerezo aprovechan el rumor para recomponer la postura.
Sigue pasando el tiempo. Leontino fuma cigarro tras cigarro. Robustiano se acerca al oído de Rudesindo y le dice:
—  Yo voy a seguir comiendo.
—  ¿Cómo? ¿Y los coscoritos? —le replica Robustiano —. Al caer hacen ruido y nos descubre Leontino.
— Me los trago — contesta Rudesindo.
Con cuidado siguen cogiendo cerezas. Parsimoniosamente las mastican. El primer coscorito cuesta tragarlo. Los siguientes exigen menos esfuerzo. Pasan los minutos. Leontino fuma. Robustiano y Rudesindo engullen cerezas, carne y hueso.
Llegada la medianoche, Leontino abandona el lugar. Rudesindo y Robustiano se relajan, pero ya no pueden comer más cerezas. Ante la posibilidad de que regrese Leontino deciden bajarse e irse a casa. Llegan tarde. Les regañan sus padres. Les preguntan dónde estuvieron: "Fuime a pillar pardales por los cierros", es la respuesta acordada que dan los dos. Ninguno revela lo sucedido. Se acuestan. Duermen mal, muy mal. Vueltas y vueltas. A la mañana siguiente se encuentran. Ninguno comenta la mala noche, pero sí se muestran satisfechos por la hazaña.
Pasan los días, dos, tres. Sienten malestar en el cuerpo. No comen. Sienten tremendas ganas de defecar. ¡Imposible! Una y otra vez tiran de pantalón detrás de las sebes o paredes próximas. Cambian de lugar, si bien cada dismundiano suele acudir al acostumbrado. Incluso en el pueblo conocen el lugar de cada uno, pues todos los domicilios carecen de higiénicos. Sólo cambian de sitio en invierno. El frío les conduce a las cuadras de las vacas. Aún más, por el grosor y forma, los convecinos saben de quién es cada residuo e incluso qué han comido recientemente, o así lo interpretan.
Robustiano y Rudesindo comentan mutuamente las consecuencias de la de las cerezas de Leontino.
—Robus, ¡que no puedo! ¡Imposible! Lo intento ¡No puede ser! Aprieto y aprieto.
—Rude, yo tampoco — contesta —. La no deja de molestar.
Robustiano, que se queda pensativo, continúa:
—Dice mi abuela que en estas situaciones lo mejor es hacerlo en compañía, que anima la tarea.
Rudesindo asiente. Bajando la voz y pudoroso, pregunta:
—¿A dónde vamos? ¿Qué elegimos?
—Yo creo que debe ser un lugar tranquilo, con sombra y hierba alta — contesta Robustiano.
— ¿Y para qué queremos la hierba alta, Robus?
—Mi abuela me dijo un día que cuando suceden estas cosas hay que agacharse, agarrarse fuerte y empujar.
Robustiano y Rudesindo seleccionan una alameda próxima al pueblo, sombreada y con hierba y arbustos altos y resistentes. Se preparan. Se bajan los pantalones, se agachan, se agarran con fuerza a las plantas y al unísono empujan. Se enrojecen sus rostros. Los ojos se desorbitan y el cuello se hincha. El esfuerzo, acompasado y acompañado, se repite.
—¡Ya! ¡Ya sale! ¡Qué dolor! ¡Son los coscoritos! ¡Formaron un tapón! ¡Bajan rascando! Estas y otras exclamaciones salen en forma de suspiros de ambos.
Después de un largo rato y realizadas las defecaciones, se limpian con hierbas frescas recogidas en el lugar.
El esfuerzo les deja agotados. Se quedan tumbados a la sombra largo rato boca arriba. Ven pasar las nubes. Sobre sus cuerpos navegan las irisaciones que las hojas permiten traspasar de los rayos del sol.
—Rude, creo que debemos cubrir con tierra los coscoritos — dice Robustiano.
—¿Por qué? — contesta suspirando Rudesindo.
Tras unos segundos de silencio y aparente reflexión le contesta al amigo:
—Son de calidad. Sí, los coscoritos del cerezo de Leontino son de calidad. De tales semillas saldrán buenos plantones. Nacerán en la primavera. Los recogeremos y plantaremos en lugares adecuados y protegidos de las huertas de nuestras familias. Las heladas seguirán. Ni el ni los valencianos traerán cerezas a este olvidado pueblo. Nuestras familias podrán comer cerezas. Estos coscoritos, tras...



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