E-Book, Spanisch, Band 291, 200 Seiten
Reihe: Libros del Tiempo
Martín Gaite El balneario
1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-16208-94-4
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 291, 200 Seiten
Reihe: Libros del Tiempo
ISBN: 978-84-16208-94-4
Verlag: Siruela
Format: EPUB
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En los diez magistrales relatos que componen El balneario, se incluye el que da título al libro y que obtuvo el premio Café Gijón de novela corta 1954 «No resulta fácil encontrar, en la logia mayor de la literatura española contemporánea, una observadora de la cotidianidad tan aguda, profunda y lúcida como Carmiña Martín Gaite. Nadie como ella para reparar en ese detalle, aparentemente nimio, que revela una dependencia, subraya un ejercicio de poder, señala con el dedo un terror, un ataque de angustia o de soledad.» Luis Alberto de Cuenca
Carmen Martín Gaite (Salamanca 1925-Madrid 2000), novelista, poeta, ensayista y traductora, publicó su primera novela El balneario en 1955 y es una de las más destacadas representantes de la generación de la posguerra. De sus libros hay que destacar Entre visillos (Premio Nadal 1958), Ritmo lento (1963), El cuarto de atrás (1978), El cuento de nunca acabar (1983), Usos amorosos de la postguerra española (Premio Anagrama de Ensayo 1987), Nubosidad variable (1992), Lo raro es vivir (1996) o Irse de casa (1998). Carmen Martín Gaite ha recibido también los premios Príncipe de Asturias 1988 y el Nacional de las Letras Españolas 1994.
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El balneario
1 Hemos llegado esta tarde, después de varias horas de autobús. Nos ha avisado el cobrador. Nos ha dicho en voz alta y, desde luego, bien inteligible: «Cuando lleguemos al puente pararemos para que puedan bajar ustedes». Yo incliné la cabeza, fingiendo dormir. Carlos respondería lo que fuese oportuno; él se levantaría primero y bajaría las maletas, se iría preparando camino de la puerta, me abriría paso cuidadosamente a lo largo del pasillo, pendiente de sujetar el equipaje y de no molestar a los viajeros, se volvería a mirarme: «Cuidado, no tropieces. Me permite..., me permite...». Y yo sólo tendría que seguirle, como en un trineo. Pasó un rato. Carlos, probablemente, estaba bostezando o tenía vuelta la cabeza a otro lado con indiferencia. En el temor que tenía de mirarle conocía que era así. Mejor no mirarle. Me esforcé por mantenerme en la misma postura, con la espalda bien pegada al asiento de cuero y la cabeza inclinada, enfocándome las yemas de los dedos, que sobaban, sobre mi regazo, una llavecita de maletín. Me esforcé por no ponerme nerviosa, por no gritar que nos íbamos a pasar de aquel puente, por no tirarle a Carlos de la manga tres o cuatro veces, aceleradamente, para que se fuera preparando. Resistía por testarudez; él tenía el deber de le vantarse primero. Deslicé uno de mis pulgares hasta encon trar me el pulso en la muñeca opuesta. Batía –pumba, pumba– igual que un pez oprimido; y yo sabía que sólo con gritar, con ponerme en pie bruscamente, los latidos se hubieran desbandado, apaciguándose luego en ondas concéntricas. Era un enorme esfuerzo el que tenía que hacer, casi físico, como para empujar una puerta y resistir la fuerza que hacen del otro lado. Para alentarme a seguir en la misma postura me decía: «Ya pasará algo, ya me sacarán de aquí. Me da igual cualquier cosa. Estoy sorda, emparedada entre cuatro muros de cemento». El cobrador se paró delante de nosotros. Vi su sombra cegándome los reflejos, que se deslizaban como gotas de mis pestañas inclinadas a la llave del maletín; vi muy cerca sus grandes zapatos de lona azul y el pantalón de dril rayado, que le hacía bolsas en las rodillas, y me sentí sobrecogida, como cuando hay que comparecer delante de un tribunal. –Pero ¿no son ustedes dos los que iban al balneario? –dijo, recalcando mucho las palabras. Y me pareció que hablaba demasiado alto. Le habrían oído los de los asientos de atrás; estarían adelantando la cabeza, intrigados para vernos la cara a nosotros y enterarse de lo que íbamos a contestar. No se podía esperar más tiempo. Levanté la cabeza y me parecía que salía a la superficie después de contener la respiración mucho rato debajo del agua. Se me había dormido una pierna y me do lían los codos. Antes de nada miré a Carlos, para orientarme, como cuando se despierta uno y mira el reloj. Yacía en el asiento de al lado, en una postura tan inverosímil que no se sabía dónde tenía las manos y dónde los pies. Apoyaba un poquito la frente en la ventanilla y miraba fijamente a través del cristal con una insultante tranquilidad, como si no hubiera oído jamás nada a su alrededor. Me sentí muy indignada contra él y también contra mí misma, llena de rabia por haber resistido tan poco tiempo, y que ese poco me hubiera parecido una eternidad. «Tengo que hablar con Carlos hoy mismo, luego –me dije, en medio de mi malestar–. Esto no puede seguir así. De hoy no pasa. Quiero poder hacer y decidir lo que me dé la gana sin tener que mirarle a la cara, sin esta dependencia y este miedo. Disponer de una cierta libertad.» Y sentía gran prisa y angustia por hablarle, aunque ya sabía que no iba a poder. Imaginaba una y otra vez largos discursos, y se me embarullaban al acordarme de que él me estaría miran - do cuando los hilvanase, de que pronunciaría: «Dime», y se quedaría esperando mis palabras con desconcertante indiferencia, como si supiera de antemano que nada de lo que fuera a oír podía inmutarle ni sorprenderle. De todas maneras, en cuanto bajásemos del autobús le hablaría. O tal vez sería mejor esperar a llegar al hotel. Yo estaría apoyada contra el respaldo de una butaca: «Verás, Carlos, yo no aguanto más. Llevamos demasiado tiempo así...». Pero así..., ¿cómo? ¿Qué quiere decir así? Y luego, ¿es tanto tiempo realmente? A este hombre absorbente que me condiciona, que limita y atrofia mis palabras, que va a mi lado en el auto bús, ¿hace tanto tiempo que lo conozco, que me lo encuentro al lado al volver la cabeza? Lo primero que no sé es el tiempo que va durando este viaje. Pasábamos por una pradera con árboles regularmente colocados, que dejaban su sombra redonda clavada en el suelo, como un pozo. Le daba el sol; había un hombre tendido comiendo una manzana; había dos niños parados, cogidos de la mano; había un espantapájaros con la chaqueta llena de remiendos. La hierba se ondulaba y crecía, como una marea, persiguiendo el autobús. Detrás de él, detrás de él, detrás de él... –Pero, vamos a ver, ¿van ustedes al balneario sí o no? –interpeló el cobrador fuera de sí. Dios mío, sí, el balneario... Yo ya había vuelto a cerrar los ojos. No podía ser. Había que bajarse. Nos estaban mirando todos los viajeros. Tal vez habíamos pasado ya el puente..., aquel puente. Sacudir a Carlos, las maletas... Pero antes de cualquier otra cosa era necesario dar una explicación al hombre de las rodillas abolladas, que no se movía de allí. De su cartera de cuero sobada y entreabierta subí los ojos a su rostro por primera vez. Tenía un gesto de pasmo en el rostro blando y lleno de repliegues, por el que le corrían gotas de sudor. Me acordé de que tendría mujer, y seguramente hijos, y pensé en ellos como si los conociera. Le llamarían de tú, le acariciarían las orejas, le esperarían para cenar. Tenían este padre grandote y fatigado, digno de todo amor, al que nosotros estábamos impacientando, despreciando con nuestro silencio. Me puse en pie. Decidí hablar y me parecía que me subía a una tribuna para que todos los viajeros pudieran oírme. Descubrí algunos gestos de profunda censura, otros ojos abiertos bobamente hacia mí, igual que ventanas vacías. Sentía como si un reflector muy potente iluminara mi rostro, quedándose en penumbra los demás. «Dentro de diez minutos –pensaba– se borrará esta escena. Dentro de un puñado de años nos habremos muerto todos los que vamos en este autobús.» Y me consolaba aceleradamente con esta idea. –Perdone usted, cobrador –pronuncié alto, claro y despacio, con cierto énfasis–. Acepte mis sinceras excusas. Mi marido, ¿sabe usted?, viene algo enfermo. Me costaba trabajo mantener tiesas las palabras; hablaba como nadando por un agua estancada. Pero, al fin, quedaba clara una cosa: Carlos era mi marido; una cosa, por lo menos, quedaba clara. Mi marido. Lo habían oído todos, yo la primera. –¿Quién está enfermo? ¿Qué dices, mujer, por Dios? No empieces con historias –se enfadó Carlos, levantándose, por fin, y empujándome con rapidez hacia afuera del pasillo. Luego se dirigió al cobrador, que no se había movido y nos seguía contemplando extrañadísimo, con su rostro llorón, de almeja cruda, fijo en los nuestros: –Y usted, ¿se puede saber lo que hace ahí parado como una estatua? ¿Y qué clase de modales son los suyos? Porque yo, francamente, no puedo entenderlo. Sé muy bien que hay que llegar a un puente, que cuando se pare el autobús nos tendremos que bajar. Lo sé muy bien, voy pendiente, no es una cosa tan complicada. Me he levantado, como usted ve, sólo en el momento oportuno. No me explico su insistencia ni por qué nos mira así. Mientras hablaba, cada vez más excitado, había salido bruscamente al pasillo y sacaba los bultos de la red. –Vamos, sal –me decía, tirando de mí hacia afuera, sin darme tiempo a recoger los paquetes. Pero yo no me quería marchar todavía, aunque el autobús iba ya muy despacio y estaba a punto de pararse. Me quería quedar atrás, a escondidillas, y hablar con el cobrador antes de perderle de vista para siempre. En sus labios se había marcado un gesto de rencor y amargura, y quizás estaba murmurando alguna cosa entre dientes. No se le podía dejar ir así; le habíamos echado de nosotros como quien aparta un trasto y su tristeza era justa. Tenía que pedirle perdón por el comportamiento de Carlos; hacerle ver que sólo se trataba de una irritación pasajera; darle la mano como a un amigo al que nunca se va a volver a ver; manifestarle nuestra gratitud. Pero no sabía por dónde empezar. No me iba a dar tiempo. Carlos ya estaba saliendo. Me había dicho: «Hala, hala», y de un momento a otro volvería la cabeza para llamarme. Vi con desesperación que el hombre daba la vuelta y echaba a caminar de espaldas, con paso lento y pesado, hacia la cabina del conductor. Entonces le llamé atropelladamente, en voz baja, para que Carlos no lo oyese: –Chist, chist. Cobrador, señor cobrador... Pero no pude ver si volvía la cara, porque se me interpuso una señora menudita, de pelo blanco y pendientes de perlas, que salía de su asiento en aquel instante. Traté de correrme un poco a la izquierda para verle y ser vista todavía. –¿Baja usted o se queda, por favor? –me preguntó la señora, a quien yo cerraba el paso. –Sí, ahora bajo; espere –contesté con azaro, apartando el maletín–. Pase usted, si quiere... La señora, sin dejar de mirarme, se...