Martín Gaite | El cuarto de atrás | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 276, 184 Seiten

Reihe: Libros del Tiempo

Martín Gaite El cuarto de atrás


1. Auflage 2011
ISBN: 978-84-9841-469-1
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 276, 184 Seiten

Reihe: Libros del Tiempo

ISBN: 978-84-9841-469-1
Verlag: Siruela
Format: EPUB
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Durante una noche de insomnio, la escritora recibe la visita de un desconocido interlocutor cuya identidad permanecerá oculta en todo momento... Los recuerdos de infancia y juventud en Salamanca se irán mezclando con sus reflexiones sobre los sueños, el amor, la escritura o la memoria. «El cuarto de atrás es un ensayo sobre el oficio de escribir, un libro de memorias y una novela fantástica. Pero, por encima de todo ello, es una larga conversación. Todos los libros de Carmen Martín Gaite son una conversación, pues para ella escribir nunca fue distinto a hablar. Hablar con alguien ausente, puede que desconocido, pero, en definitiva, una conversación en toda regla.»Gustavo Martín Garzo

Carmen Martín Gaite (Salamanca, 1925-Madrid, 2000), novelista, poeta, ensayista y traductora, publicó su primera novela, El balneario, en 1955. Es una de las autoras más relevantes de la generación de la posguerra, merecedora de los premios Príncipe de Asturias 1988 y Nacional de las Letras Españolas 1994 por su trayectoria literaria. Entre visillos (1958), Ritmo lento (1963), Retahílas (1974), El cuarto de atrás (1978), El cuento de nunca acabar (1983), Usos amorosos de la postguerra española (1987), Nubosidad variable (1992) o Irse de casa (1998) son algunas de sus obras más destacadas.
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I. El hombre descalzo


...Y, sin embargo, yo juraría que la postura era la misma, creo que siempre he dormido así, con el brazo derecho debajo de la almohada y el cuerpo levemente apoyado contra ese flanco, las piernas buscando la juntura por donde se remete la sábana. También si cierro los ojos –y acabo cerrándolos como último y rutinario recurso–, me visita una antigua aparición inalterable: un desfile de estrellas con cara de payaso que ascienden a tumbos de globo escapado y se ríen con mueca fija, en zigzag, una detrás de otra, como volutas de humo que se hace progresivamente más espeso; son tantas que dentro de poco no cabrán y tendrán que bajar a buscar desahogo en el cauce de mi sangre, y entonces serán pétalos que se lleva el río; por ahora suben aglomeradamente; veo el rostro minúsculo dibujado en el centro de cada una de ellas como un hueso de guinda rodeado de lentejuelas. Pero lo que jamás cambia es la melodía que armoniza el ascenso, melodía que no suena pero marca el son, un silencio especial que, de serlo tan densamente, cuenta más que si se oyera; eso era entonces también lo más típico, reconocía aquel silencio raro como el preludio de algo que iba a pasar, respiraba despacio, me sentía las vísceras latiendo, los oídos zumbando y la sangre encerrada; de un momento a otro –¿por dónde?–, aquella muchedumbre ascendente caería a engrosar el invisible caudal interior como una droga intravenosa, capaz de alterar todas las visiones. Y estaba alerta, a la expectativa de la prodigiosa mudanza, tan fulminante que ninguna noche lograba atrapar el instante de su irrupción furtiva, acechándolo inmóvil, con anhelo y temor, igual que ahora.

Pero miento, igual no, era otro el matiz de la expectativa. He dicho «anhelo y temor» por decir algo, tanteando a ciegas, y cuando se dispara así, nunca se da en el blanco; las palabras son para la luz, de noche se fugan, aunque el ardor de la persecución sea más febril y compulsivo a oscuras, pero también, por eso, más baldío. Pretender al mismo tiempo entender y soñar: ahí está la condena de mis noches. Yo, entonces, no quería entender nada; veía el enjambre de estrellas subiendo, sentía el zumbido del silencio, y el tacto de la sábana, me abrazaba a la almohada y me quedaba quieta, pero ¡qué iba a ser igual!, esperaba la transformación sumida en una impaciencia placentera, como antes de entrar en el circo, cuando mis padres estaban sacando las entradas y me decían: «no te pierdas que hay mucho barullo», y yo quieta allí, entre el barullo, mirando fascinada los carteles donde se anunciaba lo que dentro de poco iba a ver; algo de temor sí, porque podían mirarme los leones o caerse el trapecista de lo más alto, pero también avidez y audacia y, sobre todo, un sacarle gusto a aquella espera, vivirla a sabiendas de que lo mejor está siempre en esperar, desde pequeña he creído eso, hasta hace poco. Daría lo que fuera por revivir aquella sensación, mi alma al diablo, sólo volviéndola a probar, siquiera unos minutos, podría entender las diferencias con esta desazón desde la que ahora intento convocarla, vana convocatoria, las palabras bailan y se me alejan, es como empeñarse en leer sin gafas la letra menuda.

Entonces, ¿qué hago?... Pues nada, si he perdido las gafas, me pondré a hacer dibujos sencillos, eso descansa los ojos; me voy a figurar que estoy trazando rayas con un palito sobre la arena de la playa, da mucho gusto porque la arena es dura y el palito afilado, o tal vez sea un caracol puntiagudo, no importa, tampoco sé qué playa es, podría ser Zumaya o La Lanzada, es por la tarde y no hay nadie, el sol desciende rojo y achatado, entre bruma, a bañarse en el mar. Pinto, pinto, ¿qué pinto?, ¿con qué color y con qué letrita? Con la C de mi nombre, tres cosas con la C, primero una casa, luego un cuarto y luego una cama. La casa tiene un balcón antiguo sobre una plaza pequeña, se pintan los barrotes gruesos y paralelos y detrás las puertas que dan al interior, abiertas porque era primavera, y de la placita (aunque no la pinte, la veo, siempre la vuelvo a ver) venía el ruido del agua cayendo por tres caños al pilón de una fuente que había en medio, el único ruido que entraba al cuarto de noche. Ya estamos en el cuarto: se empieza por el ángulo del techo y, arrancando de ahí para abajo, la raya vertical donde se juntan las paredes. Bueno, ya, al suelo no hace falta llegar porque lo tapa la cama, que está apoyada contra la esquina, una cama turca; de día se ponían almohadones y servía para tirarse en los ratos de aburrimiento, es fácil de pintar: un simple rectángulo sin cabecera, las dos líneas un poco curvas de la almohada, la vertical del embozo y el resto del espacio cuajado de tildes de , imitando el dibujo de la colcha. Ya está todo; no ha quedado muy bien, pero no importa, se completa cerrando los ojos, para eso sí vale tener los ojos cerrados: la mutación de decorados ha sido siempre la especialidad de las estrellitas fulgurantes, el primer número del espectáculo que anuncian aire arriba con su risa de payaso.

Ha empezado el vaivén, ya no puedo saber si estoy acostada en esta cama o en aquélla; creo, más bien, que paso de una a otra. A intervalos predomina la disposición, connatural a mí como una segunda piel, de los muebles cuya presencia podría comprobar tan sólo con alargar el brazo y encender la luz, pero luego, sin transición, aquel dibujo que se insinuaba sobre la arena de la playa viene a quedar encima, y esta cama grande, rodeada de libros y papeles en los que hace un rato buscaba consuelo, se desvanece, desplazada por la del cuarto del balcón y empiezo a percibir el tacto de la colcha, una tela rugosa de tonos azules. Tenía un nombre aquella tela, no me acuerdo, todas las telas lo tenían, y era de rigor saber diferenciar un shantung de un piqué, de un moaré o de una organza, no reconocer las telas por sus nombres era tan escandaloso como equivocar el apellido de los vecinos; había muchas tiendas de tejidos, profundas y sombrías, muchas clases de telas, y desde la parte de acá del mostrador se señalaban con gesto experto para que el dependiente, siempre obsequioso, sacase hasta la puerta la pieza señalada y la desenrollase para mostrar a la luz sus excelencias; nunca se compraba nada a la primera, se consultaba con las amigas o con el marido: «He visto una tela muy bonita para el cuarto de las niñas». La idea de aquel cuarto la tomó mi madre de la revista y ella misma confeccionó las cortinas y, haciendo juego, las colchas con su volante y las fundas para cubrir las almohadas con una especie de cinturón que se les abrochaba por el centro, y luego los almohadones –de otras telas pero entonando también– que, al lanzarse sobre la cama en un estudiado desorden, remataban la transformación diurna de aquel decorado. Las lamparitas redondas de cristal amarillo, los bibelots de las repisas, las mesillas laqueadas de azul, todo era muy moderno – lo llaman ahora–, pero a mí lo que me parecía más moderno era que la cama se convirtiera en diván y tirarme en ella, cuando estaba sola, imitando la postura de aquellas mujeres, inexistentes de puro lejanas, que aparecían en las ilustraciones de la revista , creadas por Emilio Freixas para novelas cortas de Elisabeth Mulder, a quien yo envidiaba por llamarse así y por escribir novelas cortas, mujeres de mirada soñadora, pelo a lo y piernas estilizadas, que hablaban por teléfono, sostenían entre los dedos un vaso largo o fumaban cigarrillos turcos sobre la cama turca de su , lo turco era modernidad; otras veces aparecían en pijama, con perneras de amplio vuelo, pero aunque fuera de noche, siempre estaban despiertas, esperando algo, probablemente una llamada telefónica, y detrás de los labios amargos y de los ojos entornados se escondía la historia secreta que estaban recordando en soledad.

Cuando tardaba en dormirme –siempre tardaba en dormirme más que mi hermana– y las estrellas empezaban a subir por dentro de mis párpados como volutas de cigarrillo turco, el cuarto se mudaba en otro, había un teléfono, pero no el teléfono negro colgado en la pared frente al banco del pasillo, donde se recibían recados para mi padre o, en todo caso, la llamada esporádica de una compañera del Instituto que tenía los ojos algo saltones y se desazonaba mucho con los apuntes («¿Es el 1438?... Oye, mira, soy Toñi»), no, lo tenía encima de la mesilla, allí al alcance de la mano, y era de color blanco: un teléfono blanco, la quintaesencia de lo inalcanzable. Además el cuarto era sólo mío y, si encendía la luz, no molestaba a nadie, una habitación en el piso alto de un rascacielos, podía encender la luz, levantarme, darme un baño a medianoche, frotarme el cuerpo con productos de la casa Gal, leer una carta que había recibido aquella tarde donde alguien, mirando el mar, decía que se acordaba de mí, vestirme con un traje de gasa, tomar el ascensor y salir a una ciudad cuajada de luces, pasearme sin rumbo entre transeúntes que te miran y no te miran, esquivar el riesgo de sus miradas, meterme en un café que se llamara Negresco con taconeo resuelto y gesto huidizo, pasar los ojos distraídos por los mármoles negros, las superficies cubistas y los espejos envueltos en humo, encender un cigarrillo turco, esperar.

Me levantaba de puntillas para no despertar a mi hermana, me asomaba al balcón, era un primer piso, veía muy cerca la sombra de los árboles y enfrente la fachada de la iglesia del Carmen con su campanario, no se oía más que el agua cayendo en el pilón de la fuente, las farolas exhalaban una luz...



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