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E-Book, Spanisch, Band 310, 256 Seiten

Reihe: Libros del Tiempo

Entre visillos


1. Auflage 2012
ISBN: 978-84-9841-803-3
Verlag: Ediciones Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 310, 256 Seiten

Reihe: Libros del Tiempo

ISBN: 978-84-9841-803-3
Verlag: Ediciones Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



«Los partidarios de esa tontería de llamar a las cosas por su nombre parecen convencidos de que las cosas, en efecto, tienen nombre, como si nacieran con él, y de que quien las nombra sin tapujos está, triunfando sobre los tabúes, más cerca de la realidad.»Luis Magrinyà Entre visillos (Premio Nadal 1957) retrata el ambiente, el conservadurismo y la hipocresía que subyace en una ciudad de provincias española de mediados del siglo pasado. Las conversaciones aparentemente banales entre las jóvenes protagonistas de esta novela nos irán dando a conocer sus angustias, su miedo a quedarse solteras, la monotonía de sus vidas, sus paseos y primeros novios, los bailes en el casino y esa tristeza que se oculta tras el aburrimiento y la falta de imaginación. La llegada del nuevo y atractivo profesor de alemán provocará en las protagonistas el deseo de liberarse del conformismo y de esa atmósfera opresiva.

Carmen Martín Gaite (Salamanca 1925-Madrid 2000), novelista, poeta, ensayista y traductora, publicó su primera novela El balneario en 1955 y es una de las más destacadas representantes de la generación de la posguerra. De sus libros hay que destacar Entre visillos (Premio Nadal 1958), Ritmo lento (1963), El cuarto de atrás (1978), El cuento de nunca acabar (1983), Usos amorosos de la postguerra española (Premio Anagrama de Ensayo 1987), Nubosidad variable (1992), Lo raro es vivir (1996) o Irse de casa (1998). Carmen Martín Gaite ha recibido también los premios Príncipe de Asturias 1988 y el Nacional de las Letras Españolas 1994.
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Prólogo
Trocitos de serpentina amarilla


En la primera página del capítulo 5 de , Natalia, su amiga Gertru y el padre de ésta salen de los toros. La gente empuja y Gertru intenta sujetarse del brazo de su amiga: «Es que me tuerzo un poco con los tacones, ¿sabes?», le dice «sin mirarla, atenta al equilibrio de su peineta». Lleva un vestido de glasé y Natalia comenta: «Qué incómoda debes ir con eso. No sé cómo puedes. No podías ni aplaudir». Y en ese mismo momento una señora se engancha «los colgantes de una pulsera gorda» con el encaje de la mantilla de Gertru. Tienen que pararse «a desprenderse».

Esta removida constelación de prendas que afectan al equilibrio y favorecen la inhibición se despliega en una sola 5 pero no es la primera vez página. Estamos en el capítulo –ni por supuesto la última– que una prenda o un adorno se manifiesta como incapacitante factor de estrés en este universo de muchachas arregladas. Nada más empezar la novela, Gertru desiste de ir a remar al río para no «arrugarse el vestido de organza amarilla» y Mercedes, nada más bajar a la calle en día de ferias, teme que un niño que ha tirado un petardo le haya hecho una carrera en la media. Todo lo que una chica se pone para estar mona puede echarse a perder. El contacto con la intemperie se vuelve un desafío. Incluso las rebecas, esas todoterreno, tienen sus siniestros secretos. La única mujer de mundo que aparece en la novela las sentencia en el penúltimo capítulo con complaciente fatalidad, como una de esas dolorosas verdades que se revelan cuando ya no hay remedio: «qué amor le tenéis las chicas de provincia a las rebecas [le dice a Gertru, que va a ser su nuera]. Estropeáis los conjuntos más bonitos por plantarles una rebeca encima. Encima de la blusa de seda natural, nada, mujer. ¿Tanto frío tienes?». No. Lo peor es que no lo hacen por el frío. El sufrimiento por la belleza es una de las cláusulas del rebequismo, pero lo que no sabía el rebequismo es que él mismo estaba pasado de moda. Entonces... ¿tanto esfuerzo para nada?

La mujer de mundo la tiene seguramente en la punta de la lengua pero se abstiene de pronunciar la palabra «provinciano»; diciendo «de provincias» se queda más tranquila. De hecho en la novela esta palabra sólo la pronuncia una persona, y es un hombre y un narrador, dos cualidades que le autorizan: y la dice nada más iniciar su intervención. El tren en el que viaja se ha averiado, y la gente se baja a la vía y forma «desde la máquina a los vagones de primera una especie de paseo provinciano». Volveremos después a este narrador, pero quisiera detenerme antes un poco en la abstención, el sobreseimiento o la ignorancia de la palabra. Hay en la novela sin duda varios personajes que la saben pero se la callan, por un motivo u otro: el poeta y aspirante a notario Emilio habla discretamente de «la limitación de una capital de provincia», pero añade acto seguido con optimismo que «aquí hay círculos agradables, gente con la que se puede tratar, discutir» y recuerda más adelante que grandes filósofos como Unamuno o Kierkegaard vivieron «en ciudades pequeñas». Elvira, que ha leído y afirma que tiene , que se desanima y ahoga en la ciudad pequeña, como sometida a una constante crisis respiratoria, no la dice nunca, quizá por temor a verse abarcada en su inhóspito campo semántico. Natalia, que percibe tímida pero crecientemente lo que es ser provinciano, no tiene aún, a sus dieciséis años, palabra para esa intuición en su vocabulario, y su mirada, en todo caso, es más generosa. Esta generosidad, para la cual nombrar equivale demasiadas veces a echar el cierre con displicencia a la realidad, la comparte, ciertamente, la voz narrativa de la mayoría de los capítulos de la novela: esa tercera persona que ajusta su omnisciencia a los intereses de los personajes, que efectúa elegantes transiciones entre unos y otros, pero siempre nivelada con ellos, sin traicionarlos y sin nombrar, en general, lo que ellos no nombran. Es una voz que habla como ellos, que se fija en lo que ellos se fijan; es laísta y rebequista, y seguramente lo más duro que se le oye decir, muy al principio de la novela, es: «La calle era fea y larga como un pasillo».

La gente de fuera, la que no pertenece a la pequeña ciudad o trata de vivir como si no perteneciera a ella, también evita la palabra. A veces, por no decirla, incurre en crueldades mayores: «estas amigas tuyas, no sé, son como viejas», le dice a Goyita su amiga madrileña, Marisol. Miguel, otro madrileño, novio de Julia, guionista en precario, contempla el mundo que ésta habita con exasperación: «te debes pasar el día hablando estupideces». La mayoría de las chicas –y de los chicos– de ese mundo de lo que hablan principalmente es de tener novio o novia, es decir, de lo que es Miguel. Luego están los «modernos» como Yoni, artista ceramista que ha vivido con un tío diez meses en Nueva York y recibe discos de importación de Yves Montand y Juliette Greco, y su hermana Teresa, que está separada y es «lesbiana». (Compruebo, por cierto, en la base de datos de la Real Academia Española que esta palabra está registrada sólo dos veces en el español peninsular en los años cincuenta: una es en y la otra en ; son las primeras documentaciones desde un poema culterano de Ruben Darío...) Estos hermanos independientes, que viven de su padre, el dueño del Gran Hotel, organizan fiestas concurridas y renombradas, pero en las que no todo el mundo se siente a gusto. Ellos han conseguido no creerse provincianos, y algunos intuyen que ha sido a costa de creer que los demás lo son. En este ambiente enrarecido y misteriosamente avanzado la palabra tampoco se pronuncia.

Los partidarios de esa tontería de llamar a las cosas por su nombre parecen convencidos de que las cosas, en efecto, tienen nombre, como si nacieran con él, y de que quien las nombra sin tapujos está, triunfando sobre los tabúes, más cerca de la realidad. Hay variados indicios en para refutar esta simpleza y para postular, en cambio, que quien más nombres sabe más cerca está, no de la realidad, sino de desrealizarla. El término «irreal» sobrevuela la novela, así como sus sensaciones y manifestaciones, pero tales experiencias se hallan reservadas, significativamente, a quienes más preocupa –de un modo u otro– el conocimiento de la realidad. A Elvira, la del , le preocupa dramáticamente. Una tarde se asoma al balcón y se pregunta: «Los árboles, la tapia, la tienda del melonero, ¿por qué no se alzaban como una decoración? Era un telón que había servido demasiadas veces». A Elvira le gustaría que las vistas desde su cuarto fueran un decorado, para poderlas cambiar: hoy la vieja tienda del melonero, mañana «una gran avenida con tranvías y anuncios de colores»; el hecho de que la tienda del melonero sea real –y de saberlo– está en la base de su angustia. En el ático de Yoni en el Gran Hotel, en una de esas fiestas de «gente moderna» que no excluye el rebequismo, tiene de pronto la sensación de que la habitación se vuelve «completamente irreal, desligada de todo lo que podía interesarle» y siente deseos de «irse». Aquí, paradójicamente, es lo que no le interesa lo que parece «irreal». Elvira está hecha un lío: su pensamiento juega con lo real y lo irreal, según los humores –habrá que concluir– de su bazo, que es lo que etimológicamente significa la palabra .

Frente a la confusión de Elvira, en esta como en otras cosas incapaz de decidirse, y con cierta tendencia, por cierto, a decidir mal, hay en un verdadero campeón de lo irreal, que tiene precisamente muy controlada la capacidad de decidir. Es Pablo Klein, ese extraño en la ciudad a quien la autora confía, algo enigmáticamente si uno lo piensa bien, buena parte de la narración de la novela. Es un hombre que «sabe» el nombre de las cosas y no se arredra a la hora de decirlo: es el que, nada más entrar en escena, llamaba provincianos a los pasajeros del tren. Su paso por la pequeña ciudad deja una revuelta estela de nombramientos: es él quien identifica los «problemas psicológicos» de Elvira, que no le impiden besarla; es él quien infunde «seguridad en sí mismo» en el frágil Emilio, a quien encuentra muchas veces engorroso; es él quien descubre y anima el talento de su alumna Natalia, con la que sin duda coquetea. Que sus devaneos empañen su voz es un acierto de Carmen Martín Gaite: la historia de la literatura está llena de maestros cargados de razón pero con pocos escrúpulos. Por lo demás, el papel profesoral de Pablo Klein parece extenderse más allá del instituto: abre los ojos a los ignorantes, desvelando en unos deseos, capacidades, secretos que ni ellos mismos sabían que tenían, arrojando a otros –los demasiado débiles para superar el examen– directamente al abismo. Es algo más que una encarnación andante del logos: también deja huella en el fango de la experiencia.

Sin embargo, no son estas cualidades las únicas que le convierten en un ser distinto, privilegiado. Hay otra para mí más importante. Pablo Klein maneja, como decía, con sumo control la facultad de decidir, hasta el punto de que puede permitirse –el mayor de los privilegios en una sociedad donde todos tienen un papel asignado– no ejercerla. Nada más llegar a la pequeña ciudad, un cochero le pregunta si es extranjero: «No sabía si decirle que sí o que no. Por fin le dije que no». Baraja dos mundos y los dos le pertenecen: puede elegir, pues, entre uno y otro sin dañar ni menguar su identidad. En el capítulo 4 «todavía no había decidido ni...



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