Martínez | La patria de los suicidas | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 473, 336 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

Martínez La patria de los suicidas


1. Auflage 2021
ISBN: 978-84-18708-32-9
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 473, 336 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

ISBN: 978-84-18708-32-9
Verlag: Siruela
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LA NOVELA NEGRA QUE ESTABAS ESPERANDO LEER. Calor, olivos, ahorcados..., una adictiva ópera prima a la altura de los grandes nombres del género. «Diálogos vivos y un variopinto grupo de investigadores en una novela que conjuga perfectamente la tensión con los toques de humor». Jónatan Rubio, Librería La Sombra «Personajes de carne y hueso en un paisaje singular. Un gran debut».  Domingo Villar En Iznájar, Córdoba, parece que el calor fuera a asfixiarte, que los olivos se extendieran hasta el infinito en ordenadas hileras y que a los lugareños les cobraran por cada palabra que pronuncian. De eso se da cuenta Ernesto Pitana nada más llegar a su nuevo destino como sargento de la Guardia Civil. Pero lo que aún no sabe es que en la comarca se triplica la tasa de suicidios del resto de España, ni que en el pueblo hay ya esperándole un nuevo caso de ahorcamiento. Tampoco imagina hasta qué punto se complicarán las cosas cuando la viuda encuentre entre los papeles del difunto una misteriosa instantánea en la que aparecen cinco adolescentes, entre ellos su marido. El sargento Pitana, acompañado por la impetuosa cabo Montero y en colaboración con la psicóloga Lara Campos, intentará desentrañar qué se esconde tras la fotografía, hecha a partes iguales de silencio y de secretos, en ese paisaje centenario, reseco y magnético, en esa patria de los suicidas.

Pascual Martínez (Logroño, 1973) es diplomado en Educación Física. Actualmente ejerce como funcionario interino en la Comunidad Autónoma de La Rioja. La patria de los suicidas es su primera novela negra.
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2

Menuda banda.

El malestar por apenas haber dormido y por la ingesta del deslavazado café de la máquina del cuartel alcanzó su culmen cuando Pitana comprobó el personal que le había tocado en suerte.

Los seis componentes del contingente —en realidad eran siete, pero una de las agentes estaba de vacaciones— aguardaban de pie, silenciosos, a que Pitana, apoltronado en la silla de su despacho, les dirigiera la palabra.

—Buenos días. Soy el sargento Ernesto Pitana y a partir de hoy comandaré este cuartel. Al sargento Robles le hubiera gustado estar aquí para darme el relevo y presentarme ante ustedes, pero ya saben que su estado de salud es muy delicado y volvió a Sevilla la semana pasada.

—Si me permite —interrumpió Palomeque, un tipo con aspecto desgreñado, pelo electrificado y ojos saltones, al que le quedaba el traje de guardia civil como a un cristo dos pistolas. Lucía una mosca bajo el labio inferior que se tocaba con insistencia. Pitana ya había comprobado el día anterior, tras el percance del café, que no era una lumbrera—. Agente Palomeque, para servirle. Quisiera darle la bienvenida y comunicarle que estamos a su entera disposición para lo que se tercie.

Pitana acostumbraba a endilgarle a cada agente una profesión que él consideraba adecuada a su aspecto. Palomeque le recordó a uno de esos científicos medio grillados que se pasan la vida tratando de hacer un descubrimiento que les otorgue la gloria eterna.

—Muchas gracias, se lo agradezco...

—Yo me encargo de recibir las llamadas y hacer los recados —continuó Palomeque, sin que nadie se lo pidiera—. Soy una especie de administrativo, dedicado en cuerpo y alma a la honrosa labor de servir a nuestra gloriosa España —aseveró, con aire de satisfacción.

La madre que lo parió.

—Palomeque, te puedes callar. —La que acababa de poner en su sitio al parlanchín Palomeque era la cabo Montero, una mujerona alta y robusta, de melena rizada y pelirroja, ojos azules, piel blanca y pecas hasta en el velo del paladar, la agente que, junto a Lebrija, aguardaba en el escenario del ahorcamiento cuando Pitana, Cortés y Mena llegaron. Pitana se la imaginó sin problemas en la maternidad de una clínica de Dublín, trayendo al mundo a los descendientes del dios celta Lug—. Perdónele, sargento: Palomeque no se calla ni debajo del agua.

—Está bien, ya es suficiente —terció Pitana al ver que los dos púgiles cruzaban miradas desafiantes—. Lo último que quiero es inmiscuirme en sus labores, pero lo haré si no hay más remedio. Por lo demás, soy un tipo comprensivo. Si necesitan mi ayuda, pídanmela. Fumo, bebo y no esquivo una buena juerga. Lo único que me saca de mis casillas es que intenten quedarse conmigo. Eso no lo soporto. No pongan a prueba mi paciencia porque saldrán trasquilados.

El sargento se dirigió entonces a un tipo con cara de bonachón y gafas de montura metálica con pinta de no haber roto un plato en su vida. No le costó ubicarlo en un banco. Uno de esos trabajadores que, con la paciencia del santo Job, reciben con una sonrisa a los ancianos que pasan por ventanilla para conseguir dinero en efectivo ya que no se fían de los cajeros automáticos.

—Lebrija, ¿tiene algo que decir?

—No, mi sargento.

—Mi sargento, ¿puedo hacerle yo una pregunta? —le interpeló el agente Mena. Tenía los ojos de besugo y el pelo lleno de trasquilones, como si lo cortara él mismo. Se lo imaginó con un gran mandil, cuchillo en ristre, quitándoles las espinas a los pescados tras un mostrador de acero inoxidable.

—Por supuesto, Mena.

—Quisiera saber si su intención es permanecer una buena temporada entre nosotros o largarse en cuanto tenga ocasión.

—No creo que sea una pregunta apropiada... —dijo Cortés, conciliador.

Cortés medía uno ochenta, fibroso, ojos marrones, pelo moreno cortado al rape y barba profusa. Una cicatriz le recorría el pómulo derecho. Tenía las facciones duras de un jugador de rugby y el rostro atezado de un pastor. Un marine, sin duda, sentenció Pitana.

—No se preocupe, Cortés. Mi futuro no es de su incumbencia, pero le garantizo que realizaré mi trabajo con la mayor diligencia mientras esté destinado en Iznájar.

El silencio se apoderó de la estancia, y el sargento escrutó al único agente que no había dicho esta boca es mía.

—Y usted se llama...

—Martínez, mi sargento.

El susodicho frisaba en los treinta y era alto, desgarbado y enjuto. Destacaba, en su rostro chupado, una perilla puntiaguda, los pómulos hundidos y la mirada triste.

—¿De dónde es usted?

—De Consuegra, mi sargento, un pueblo de Toledo famoso por los molinos de viento.

Pitana contuvo una sonrisa ante la apostilla. Llevaba un rato cavilando a quién le recordaba el toledano, y sí: era clavado a don Quijote. Lo evocó por tierras manchegas, a lomos de un jamelgo desnutrido.

Un caballero andante.

—Si no hay más preguntas vuelvan a sus puestos.

Abandonaron la sala sin rechistar. El sargento necesitaba un pitillo. Rebuscó en los bolsillos y encontró un paquete arrugado. Prendió un cigarrillo e inhaló una bocanada.

Después de presentarse a su equipo, Pitana valoró dónde alojarse. En el cuartel había cuatro viviendas, pero para su desgracia ya estaban ocupadas por sus agentes —solo Lebrija, Palomeque y Montero vivían fuera del cuartel—.

Se acercó al Ayuntamiento y en un tablón de anuncios encontró varios teléfonos donde se alquilaban pisos. Llamó a dos de ellos, pero no le contestaron, así que dejó para más adelante el tema de su alojamiento y decidió dar un paseo.

Iznájar se asentaba sobre la falda de una colina a la vera del río Genil, con el embalse más grande de Andalucía lamiendo sus cimientos. Rodeado de olivos, el pueblo se había desprendido, como si se tratase de un enorme diente de león, de algunas de sus viviendas blancas, que se diseminaban en diversas pedanías en varios kilómetros a la redonda.

A Pitana le pareció el típico pueblo andaluz de casas encaladas y patios con tiestos colgados en las paredes. Un enclave coqueto con dos inconvenientes: las cuestas y el insufrible calor. Le encandiló el castillo, una fortaleza de origen árabe que, junto a la iglesia de Santiago Apóstol —una edificación de estilo renacentista y manierista cimentada sobre los vestigios de un antiguo templo mudéjar— y una descomunal muralla, se erigía en lo alto de un promontorio, espiando las idas y venidas de los iznajeños.

Tras la caminata, pensó de nuevo en el alojamiento. Se negaba a dormir en el catre del cuartel una noche más.

Al entrar en el cuartel, no supo distinguir si hacía más calor fuera o dentro.

—A sus órdenes, mi sargento.

—Hola, Palomeque. ¿Alguna novedad?

—¿Dónde?

Pitana miró al agente con cara de estupefacción.

—¡Dónde coño va a ser! ¡Aquí, Palomeque, aquí! ¿Algún aviso? ¿Alguna llamada urgente?

Palomeque recibió el grito de su superior sin entender la causa del cabreo.

—No, mi sargento. —Y se guareció en la recepción.

—Por cierto, ¿hay en el pueblo algún sitio decente donde hospedarse unos días?

Palomeque asomó la cabeza por la ventanilla.

—Le aconsejo la fonda de la Jacinta. Es un sitio limpio y se come de maravilla. Y además, Jacinta es mi prima. Su hija Amparo trabaja de enfermera en el ambulatorio y la ayuda en la fonda.

Entablar relación con los familiares de Palomeque no era una de las prioridades de Pitana para sobrevivir en Iznájar. Aun así, preguntó:

—¿Y dónde está?

—Cruce la plaza Nueva, en el centro del pueblo, y coja la calleja de la derecha. No tiene pérdida. Si quiere, le puedo acompañar cuando acabe el turno.

—Gracias, Palomeque, me las arreglaré solo.

Sin más, Pitana se encaminó a su despacho.

Encendió un cigarro, abrió la ventana y se sentó ante el escritorio. Debía ponerse en marcha y, aunque no le apetecía lo más mínimo, ordenaría los expedientes que colmaban su mesa. Sería un buen punto de partida. Ni siquiera se había molestado en indagar sobre su nuevo destino. Hacía apenas veinticuatro horas se hallaba en Madrid, su ciudad de nacimiento, y ahora se moría de calor en aquel horno de panadero.

Se había creído por encima del bien y el mal y, al fin, la suerte le había sido esquiva. «La gota que ha colmado el vaso», le había censurado un compañero, harto de que Pitana se pasara el reglamento de la Benemérita por el forro de la entrepierna.

Tocaba expiar pecados y meter en vereda al hatajo de borregos —así había catalogado a la cuadrilla que le habían encasquetado— sin desmoralizarse a las primeras de cambio. Cogió un expediente, lo abrió y lo ojeó. Suspiró, cerró la carpeta y la dejó sobre la mesa. No paraba de sudar. Se puso en pie y se apresuró a cerrar la ventana.

¡Dios, esto no hay quien lo aguante!

Pitana tomó una decisión inaplazable.

Tras hacerse con el botín, un ventilador de pie, en un bazar chino —sí, en Iznájar también los había—, se acercó hasta la fonda que le había recomendado Palomeque. Para su sorpresa, las indicaciones del «profesor chiflado» habían sido precisas al ciento por ciento.

En el cartel de la entrada se leía «FONDA JACIN».

Accedió al local, el...



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