Mencarelli | La casa de las miradas | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 22, 280 Seiten

Reihe: Literaria

Mencarelli La casa de las miradas


1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-1339-376-6
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 22, 280 Seiten

Reihe: Literaria

ISBN: 978-84-1339-376-6
Verlag: Ediciones Encuentro
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Daniele es un joven poeta en profunda crisis, trastocado por una 'enfermedad invisible' que le ha generado una fuerte dependencia del alcohol y ha arrastrado a su familia a habitar un infierno. Sin embargo, la oportunidad de un trabajo en el servicio de limpieza en un hospital pediátrico de Roma abrirá una perspectiva nueva en su vida. El hospital se convertirá para Daniele en una casa particular, en la que irá encontrando miradas que le herirán y le empujarán a plantearse preguntas incómodas sobre el sufrimiento y el dolor. Pero que también le brindarán respuestas. Con la precisión y la maestría propias del poeta, Daniele Mencarelli nos ofrece este impactante relato de tintes autobiográficos con el que transitar el portentoso camino de quien vuelve a nacer tras vivir inmerso en una espiral de soledad, abandono y oscuridad. 'La belleza absoluta y la magia de la palabra escrita están en este libro'. (Elena Giorgi, La lettrice geniale). 'Mencarelli nos enseña, como solo puede hacerlo quien ha sido golpeado por la vida, qué difícil -pero qué necesario- es escribir la alegría, describir el propio renacer'. (Davide Brullo, Il Giornale). 'Cuando un poeta se pone a escribir una novela y tiene una historia impactante que contar, el resultado es una pequeña obra maestra'. (Daria Bignardi, Vanity Fair).

Daniele Mencarelli (Roma, 1974) es poeta y escritor. Colabora, además, en diversos medios italianos en los que escribe de cultura y sociedad. Mencarelli inició su actividad poética en 1997, con la aparición de algunos de sus textos en la revista de poesía ClanDestino. Después de haber publicado seis colecciones de poemas y un cuento de Navidad, en 2018 presenta al público italiano su primera novela, La casa degli sguardi (Mondadori), de corte fuertemente autobiográfico, que se convierte en un enorme éxito de público (más de 50.000 ejemplares vendidos) y de crítica (premio Severino Cesari opera prima, premio Volponi, premio John Fante, premio Cral Mondadori). En el año 2019 se publica Tempo circolare (poesie 2019-1997), una recopilación de poemas inéditos, acompañados de algunos de sus textos más significativos. En marzo de 2020 sale a la luz su segunda novela, Tutto chiede salvezza, premio Strega giovani 2020 y una de las finalistas del premio Strega general. La casa de las miradas es su primera obra traducida al castellano.

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5 Durante todo el viaje intento recordar la última vez que afronté sobrio un diálogo con otro ser vivo. Nada acude a mi mente. Siento que el miedo aumenta de kilómetro en kilómetro. La timidez del chaval que era con las sustancias y el alcohol se ha transformado en otra cosa, en una vergüenza inmunda, siento sobre mis espaldas una a una todas las miradas del género humano. Esas miradas me desnudan, me ponen de rodillas, esgrimen juicios despiadados sobre mi estado, continuamente. Fobia social, otra patología a incluir en el currículum. La venzo solo con el alcohol, pero esta mañana no puedo beber, se darían cuenta, a estas alturas paso de sobrio a hecho un trapo con medio vaso de vino. Tomo la vía Appia dirección Roma devorándome las uñas, lo poco que me queda de ellas. Habría podido tomarme un ansiolítico, pero ya es demasiado tarde. Después del Lungotevere subo hacia el Gianícolo, hace años que no voy por ahí arriba, un fin de año de hace mucho tiempo, no tendría ni dieciocho años. Más atrás un recuerdo borroso, el disparo de cañón a las doce en punto, el teatro de títeres, yo de la mano de mi madre y mi padre. Ahí está. La nostalgia llega con su pedrusco lanzado desde lejos, pero afortunadamente no hay tiempo: un guardacoches sin dientes me propone un sitio infame, en plena curva, sobre el arcén. No me lo tiene que decir dos veces. Son las diez menos diez y en mi vida he llegado tarde a ningún lado, me lo impone mi inseguridad. Si se llega, se llega antes, incluso horas. Antes de cruzar la verja de entrada me asomo al mirador que hay justo delante, con Roma extendida a sus pies hasta los confines más lejanos, justo debajo los edificios de la cárcel Regina Coeli, poco distante la enormidad blanca del Soldado Desconocido, y una belleza profusa sin parsimonia. Más arriba, descollando por encima de todo, el Monte Cavo, los pueblos de los Castelli Romani. Mi casa. El hospital se divide en varios edificios, pregunto a un vigilante dónde se encuentra la oficina de la cooperativa de servicios, él comienza a indicarme el camino y en seguida me entra el pánico. Desde que me estalló dentro la fobia social no logro mirar a los ojos a las personas, huyo a otra parte con la mirada, quién sabe qué impresión doy a quien me observa, esta pregunta me la repito continuamente, las respuestas siempre son las mismas, pareceré un loco, un drogado, un pobre demente, a menudo las tres cosas a la vez. Solo el olvido me quita de la cabeza este interrogante y las consiguientes respuestas. Me encamino hacia allí pensando en la primera indicación de la serie infinita que me ha dado el vigilante, tengo que meterme por un callejón subterráneo, un larguísimo pasillo que une los distintos pabellones, en la planta menos uno. Como primera impresión, ese túnel infinito me hace pensar en una larga arteria que une un órgano a otro, quizá porque el suelo y la parte baja de las paredes están hechos de baldosas rojas. Ahí debajo me pierdo al menos diez veces, me encuentro con médicos, enfermeros, camillas vacías, por fin llego a la oficina de la cooperativa, está al lado del archivo de los expedientes médicos. La ansiedad explota cuando veo sentadas allí cerca por lo menos a siete, ocho personas, con uniforme gris, las mujeres con una bata larga del mismo color, el cuello amarillo es el único elemento que resalta. Trato de sonreír a todos, pero sin mirar a la cara a nadie, sudo, me esfuerzo por controlar la respiración, por mantener un ritmo regular, calmado, pero sé perfectamente que el intento va a ser inútil. Mis futuros compañeros de trabajo me dan la mano, se presentan, me olvido de los nombres en el instante exacto en que los escucho. «Tú debes de ser el nuevo». Un hombre de unos cuarenta años sale a mi encuentro, es el único sin uniforme, el único que mira a la cara, me tiende la mano pero sin ademán de bienvenida alguno. «Soy Fabio, el encargado». Le doy la mano. «Daniele». «¿La pulidora la dominas o qué?». Nunca he oído el nombre de ese aparato, digo que no con la cabeza, él sonríe mirando hacia los demás trabajadores. Mi estado confunde a menudo lo real con lo irreal, pero en este caso no es la fobia social lo que hace que mezcle lo que es verdad con lo que tengo en mi cabeza. Fabio ha sonreído a los demás como diciendo «¿entendéis?», o «¿lo habéis oído?». Es como una bofetada humillante. «¡Ah! ¡Ha llegado el enchufado!». El comentario, con voz de hombre, ha resonado a mis espaldas, me doy la vuelta y veo otros rostros que se han añadido al público, ahora me miran todos, no sabría decir quién soltó la frase. «¿Por lo menos un cristal sabrás limpiarlo, no?». Instintivamente digo que sí con la cabeza, Cristo santo, un cristal lo sé limpiar, Fabio como única respuesta entra rápidamente en el despacho, oigo que revuelve las cosas, regresa con una rasqueta limpiacristales. Ese utensilio lo veo en los semáforos en manos de gente desesperada, cuando me lo pasa intento recordar sus movimientos, después me exhibo como un mimo en una ventana invisible. Carcajada general. Daría oro por arremeter contra Fabio, darle un cabezazo en plena cara y se acabaría esa sonrisa, y después darles a todos, uno a uno, incluidas las mujeres, una patada en el culo. O bien, simplemente escaparme de allí. «Ven acá, que tienes que firmar el contrato». Entro en el despacho, por todas partes bidones de detergente, escobillones, rollos enormes de bolsas de basura. Fabio me pasa el contrato. Firmo. Es 3 de marzo de 1999. «Empiezas mañana por la mañana a las seis, por orden de la dirección te han puesto en el equipo externo, es la posición donde más se gana por eso de las noches, en este hospital había al menos cuatro chavales que esperaban desde hace siglos pasar a esa posición, si antes algunos te clavaron los ojos encima ahora te quedará más claro el porqué». Asiento con la cabeza. En mi interior no puedo evitar sonreír. Un enchufado entra como directivo en una empresa, no como chico de la limpieza en un hospital. Fabio se dispone a leer algunas nóminas, ni siquiera se despide. Fuera ya no hay nadie, por lo que doy un suspiro de alivio. En lugar de volver a hacer el recorrido subterráneo salgo al aire libre, me doy cuenta de que estoy al lado de la otra entrada, la de Urgencias, un enorme cartel lo señala, DER, DEPARTAMENTO EMERGENCIAS RECEPCIÓN. Como evocada por mi cabeza se oye una sirena, la barrera eléctrica se levanta rápidamente, la ambulancia entra a toda velocidad. Permanezco inmóvil, tal y como ha ordenado un vigilante a todos los presentes. Desde dentro del habitáculo, entremezclándose con la sirena, llega claramente el llanto de un niño. Es un llanto fortísimo, causado por quién sabe qué dolor. La ambulancia se detiene ante el DER, yo me encamino en dirección contraria, trastornado todavía por aquella sirena y por el llanto. El hospital ha cuidado cada detalle, cada dos metros carteles imperativos recuerdan que está prohibido fumar, incluso al aire libre, y yo estoy en unos dos paquetes y medio de cigarrillos al día. Fortuna rojo duro. Me cruzo con personas que me dan la impresión de tener un objetivo preciso, un lugar que les está esperando. Todo es orden y limpieza, precisión, por lo menos eso parece a primera vista. No es como los otros hospitales en los que he estado últimamente, el de Albano en particular, un edificio que parece que haya sobrevivido a un bombardeo, tanto por dentro como por fuera: si la belleza de un lugar representa —aunque sea lejanamente— su esencia, se explica el motivo por el cual allí dentro se muere con poco. El guardacoches quiere mil liras más y le doy quinientas. La idea de que mañana por la mañana a las seis tendré que convivir con esos cabrones me pone de los nervios, no sé si voy a poder, acaricio por un instante las palabras de mi madre, siempre podría decir que el ambiente del hospital no iba conmigo por mi sensibilidad. Casi me da risa, yo sacando provecho de lo que más odio de todo en el mundo. La sensibilidad. La vara de medir de los tontos. Como querer medir cualquier otro sentimiento humano. La retórica del poeta sensible, la ahorcaría. Que se hable, si acaso, de haber nacido con la piel más fina, con un número bajísimo de anticuerpos contra todo bien y mal del mundo, desde el dolor a la ternura, melancolía y amor incluidos. Personas a las que con poco las dejas clavadas, basta una flor para agujerearles la piel. Regreso a casa, dejo Roma a mis espaldas, al menos casi toda, hasta un bar en la zona de la Pirámide, el aparcamiento libre justo delante parece la invitación de un amigo invisible. «Un vaso de vino blanco». El día es de aquellos que anuncian la primavera, no por los signos visibles sino por una inclinación de la luz, algo inefable, intraducible. El alcohol es una ola de suavidad, hace desaparecer las asperezas que me hieren. Por lo menos hasta el olvido puedo hablar con naturalidad, y con igual naturalidad reír, abrazar. Con el alcohol soy moderado, divertido, un amigo guay, vamos. Aparte del tema económico, el alcohol es la sustancia por excelencia, quizá es por esto por lo que se ha ganado la legalidad. Quizá, sin que nadie lo sepa, en las altas esferas hicieron alguna selección antes de declararlo legal, una especie de concurso entre todas las sustancias psicotrópicas en el que el premio era justamente la legalidad, la garantía del Estado, la perfección de las perfecciones. Al alcohol llegué el día que...



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