Ménard | Elogio del azar en la vida sexual | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, 570 Seiten

Ménard Elogio del azar en la vida sexual


1. Auflage 2020
ISBN: 978-607-03-1071-3
Verlag: Siglo XXI Editores México
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

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La vida sexual se compone de uniones, pero no todas ellas son un acontecimiento. Cuando una de ellas es decisiva, incluye un elemento de imprevisibilidad que constituye la fuente misma de su importancia. El trastorno provocado por el deseo a una persona que parece tener el poder de hacernos existir al hacernos disfrutar, es un proceso complejo, o mejor dicho,irracional porque es inmanejable: otorgar importancia desproporcionada a ciertos detalles, disimetría de las expectativas de los involucrados, falta de congruencia del deseo sexual y del amor. Sin embargo, el dispositivo que ha establecido el psicoanálisis facilita la comprensión de cómo este requisito es positivo. La forma en que la vida sexual se transpone, por lo que se llama transferencia, favorece todo lo que, en el amor sexual, es la insuficiencia, la asimetría. Sin embargo, el analista es un desconocido en un modo diferente de la pareja romántica, y esta transposición libera para sí estos factores de desproporción, hace efectivos y, por lo tanto, creativos los factores contiguos a una unión. Mediante este enfoque original del contingente en la vida sexual, el psicoanálisis es un campo de experiencia para una filosofía del evento. ¿Cómo puede ser la contingencia, gracias al hecho de que ocurre en situaciones específicas, una palanca para la transformación? Lo importante para un encuentro, ¿es el descanso que crea o la novedad que produce? Y, en la contingencia de la sexuación, ¿la diferencia en relación con lo necesario se deriva de una lógica como pensaba Lacan? La vida sexual, como la llama la situación analítica, es el laboratorio de una nueva contingencia.

Monique David-Ménard es filósofa y psicoanalista. Directora en el Instituto de Pensamiento Contemporáneo del Centro de Estudios Vivos (Universidad Paris-Diderot), también es miembro asociado de la Sociedad de Psicoanálisis Freudiano. Monique David-Ménard es especialista en obras de Lacan, Kant, Deleuze. Su trabajo reciente se centra en las nociones de placer y sexualidad.

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INTRODUCCIÓN Sucede a veces que una práctica o un saber nuevos hacen surgir aspectos inéditos de una experiencia cotidiana que, hasta ese momento, nunca habíamos abordado de tal modo. Entonces, la realidad misma parece transformarse. Un ejemplo clásico en la historia de las ciencias consiste en recordar que los plomeros de Florencia “sabían” desde siempre que el agua no subía a sus pozos más allá de cierto nivel. Pero que no pudieran aspirar el agua a más de 10.33 metros de altura se entendió de un modo muy diferente cuando, sospechando que ese impedimento tenía algo que ver con la nueva ciencia del movimiento, plantearon esa dificultad a Galileo, poco antes de su muerte, en 1642. Uno de sus discípulos, Torricelli, fue quien transformó eso que era una dificultad técnica en un problema científico, razonando sobre la composición de los movimientos de los líquidos y del aire. Esa ciencia de la composición de los movimientos requería razonar sobre el movimiento en el vacío, y el principio aristotélico según el cual “la Naturaleza tiene horror del vacío” no lo permitía. Pero sobre todo, para que la hipótesis sobre la presión ejercida por el aire se hiciera factible, había que imaginar y realizar un dispositivo que evitara manipular columnas de agua de diez metros de altura, lo que impedía la experimentación. Torricelli remplazó el agua por la plata viva, es decir, por el mercurio, que era mucho más denso que el agua. Tapó un tubo lleno de mercurio con el dedo y luego le dio vuelta en un cubo lleno de mercurio. En el tubo, el líquido no subía por encima de una altura cuya diferencia con la altura a la que subía el agua en los pozos era proporcional a la diferencia de densidad entre el mercurio y el agua. A partir del momento en que el concepto de presión atmosférica fue inventado de este modo por la nueva física, este hecho se convirtió en un ejemplo de la capacidad de los avances científicos para hacernos concebir de otra manera problemas que ya conocíamos. La ciencia nueva permitió también otras innovaciones: la caída de los cuerpos sobre un plano inclinado, los relojes, la balística, etc. En la interpretación de este descubrimiento sobre lo que se llamó la presión atmosférica, los historiadores de la ciencia han debatido mucho sobre los respectivos papeles que jugaron la hipótesis teórica por un lado y el invento técnico e instrumental por otro, en este caso el barómetro, que permitió poner a prueba la hipótesis. Siguen debatiendo aún sobre la cuestión de saber si la teoría subyacente a la hipótesis se verifica realmente alguna vez, o bien si la ley de la “naturaleza” así descubierta no es sino una hipótesis indefinidamente reformulada hasta que un experimento la refute. No quiero entrar en ese debate aquí. Sólo quiero destacar el hecho de que, en lo que llamamos desde el siglo XVII la ciencia moderna, para que algunos factores aparezcan hay que transponerlos, evaluando al mismo tiempo qué transposición se hace en el dispositivo inventado para aislar dichos factores que, cuando se trata de medidas, son variables. ¿No podríamos decir que el dispositivo de una cura psicoanalítica, que transpone el fenómeno ancestral del amor y del deseo sexual –inventando la técnica de la transferencia que permite transponer algunos factores del amor y del deseo– es de ese mismo orden? El desconocido que representa el/la analista no es exactamente el mismo desconocido que despierta nuestro deseo en nuestros amores espontáneos, ya que no tenemos con él o con ella relaciones sexuales, y además la relación entre el deseo y la palabra no es exactamente la misma en nuestros amores que en la transferencia que se dirige a ese otro desconocido. Sin embargo, el amor hace gozar y hablar y esa relación es la que se privilegia, es decir se aísla, en el dispositivo psicoanalítico. La hipótesis es la siguiente: entre la manera singular en la que “nos enamoramos” y la estructura de nuestros síntomas y de nuestros sueños hay una misma lógica en acción, y la transposición que representa la transferencia permite hacerla aparecer y transformarla. Cierto es que la evaluación de lo que hacemos cuando transponemos no es en este caso una medida en el sentido matemático del término, contrariamente a lo que sucedió en el caso del descubrimiento de la presión atmosférica que evaluaba la diferencia entre la altura del agua y la altura del mercurio en los sistemas de extracción en función de la diferencia de densidad de los líquidos comparados. Pero el modo de transposición, con los respectivos papeles de la hipótesis teórica y del dispositivo de transposición, es el mismo. Es por ello que el psicoanálisis no es una ciencia, pero es una teoría y una práctica de la era de las ciencias experimentales. A través de una transposición similar, basándose en una teoría e inventando localmente una técnica, la práctica del psicoanálisis hace posible una relación inédita entre lo que está fijo en nuestras vidas y lo que puede transformarse y constituir –de un modo que no sea a través de síntomas pesados– el estilo de nuestra existencia. Ahora bien, ¿de qué manera la sexualidad está implicada en esa posible transformación? En nuestra sociedad, la sexualidad y el sexo se han vuelto términos tan comunes –pero también tan confusos– que ya no sabemos de qué se está hablando cuando los usamos. Habría que aclarar entonces qué entendemos aquí por sexualidad. Digamos, en primer lugar, que el amor no es físico, diga lo que diga la frase hecha del amor físico. Es cierto que el amor sexual involucra a los cuerpos, pero los cuerpos erógenos están hechos de placeres, displaceres, angustias ligados a una historia más que a simples percepciones y sensaciones aisladas. La prueba de ello es que nuestras más ardientes pasiones no son despertadas por cualquiera o por cualquier rasgo que alguien tenga, sino por situaciones y rasgos precisos y sutiles del otro, cuya identificación no solemos siquiera entender. Incluso cuando identificamos de qué están hechos nuestros deseos, no está en nuestro poder manejar su movimiento. Tampoco está en nuestro poder rechazar completamente lo que activa nuestras pasiones. Cuando intentamos hacerlo, por lo general pagamos un precio alto en síntomas, neurosis y hasta locura. Lo que caracteriza en general a la vida amorosa es esa desproporción imposible de manejar entre un registro de placeres y displaceres que parecen tener poca importancia, y el carácter no obstante decisivo de esas inclinaciones y esas repulsiones que guían nuestras existencias, nuestras actividades, nuestros encuentros, nuestras elecciones. La película Les Regrets, de Cédric Kahn, brinda un ejemplo reciente de pasión. Muestra la relación entre una mujer y un hombre que es al mismo tiempo esencial a lo largo del tiempo e insufrible: cada uno de los protagonistas –interpretados por Yvan Attal y Valeria Bruni-Tedesci– es tomado por algo que le llega del otro, de modo tal que eso lo pone fuera de sí y le revela, al mismo tiempo, quién es. Lo interesante de esta película es que muestra qué es lo que une a los personajes, en contraste con las otras relaciones sexuales que tienen con sus cónyuges. Ahora bien, eso que los une es al mismo tiempo insignificante, constitutivo e imposible de vivir, como si fuera algo que no puede nacer más que al borde de su desaparición. Ese imposible constitutivo se ve bastante bien en la pantalla, gracias a la brusca relación que se instala entre las escenas en las que hacen el amor y la manera en que se hablan o, más precisamente, no logran hablarse: la evidencia que aparece en su relación sexual, tan directa y tan segura de sí misma a lo largo de los años, comporta un desprecio de las mediaciones y de los matices que coincide con la manera en que los personajes se desencuentran: dándose citas inmediatas y difíciles de cumplir en las que nada se dice del otro y al otro más que unos datos de lugar y momentos y, a menudo también, la imposibilidad, justamente, de ir a la cita acordada. Al mismo tiempo, en la película, hay intentos de los protagonistas por inventar un modo de palabra más adecuado a la evidencia de su goce sexual, por ejemplo cuando ella le pregunta: “¿Pero por qué me dejaste hace quince años? ¿Por qué te fuiste?”. Primera respuesta de Yvan Attal en modo brusco: “Decidí que si no llegabas a las 21:00, me iba. No llegaste. Y me fui”. Segunda respuesta que tampoco puede expresar lo que los une, pero destaca el carácter insufrible de “eso”: “Te dejé porque me volvías loco”. Por el lado de ella, la evidencia de su goce se negocia en las palabras y en los actos de dos maneras: por un lado, el sufrimiento casi intacto de la primera separación, de lo que nada en ella se hizo consciente y, por otro lado, su angustia cuando él le propone que viva con él, en el segundo encuentro, y se va con ella a la ciudad que han elegido. Ahí ella dice que no, cambiando bruscamente sin que podamos entender por qué. Eso, en efecto, lo vuelve loco a él, pero no le impide a ella volver a llamarlo unos años más tarde, ya que su relación sigue intacta. Cuando la sexualidad toca elementos decisivos en los protagonistas de una pasión, se trata en efecto de algo muy preciso, muy difícil de precisar y que circula entre los cuerpos que gozan y la búsqueda de una modalidad de discurso que podría estar a la altura de ese goce. Eso es lo que no funciona y ese desencuentro es puesto en escena por el carácter entrecortado de los mensajes intercambiados gracias a ese extraño instrumento de no-comunicación que es el teléfono móvil; también gracias al contraste entre el hecho de que siempre van a la cita y, sin embargo, sus agendas son incompatibles y los encuentros...



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