Montes | El corral de la infancia | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 147 Seiten

Reihe: Espacios para la Lectura

Montes El corral de la infancia


1. Auflage 2022
ISBN: 978-607-16-7532-3
Verlag: Fondo de Cultura Económica
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

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ISBN: 978-607-16-7532-3
Verlag: Fondo de Cultura Económica
Format: EPUB
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Dotada de una extraordinaria capacidad para comunicar conceptos profundos a través de imágenes sugerentes, Graciela Montes ha acompañado su obra creativa con una producción ensayística en la que problematiza su propia labor y el campo de la literatura y la edición. En este libro analiza el entrecruzamiento de la historia de la infancia y la literatura para niños, y pone en relieve las posibilidades generadoras de las relaciones niño-adulto y realidad-fantasía.

Graciela Silvia Montes, narradora, ensayista, editora y traductora argentina, es una de las autoras más representativas de la nueva literatura para niños y jóvenes en América Latina. Recibió en varias ocasiones el premio de alija, el accésit al Premio Lazarillo en 1980 y fue Lista de Honor del ibby. Recibió el Premio Fantasía en 1996 y la Mención Especial del Premio José Martí de Costa Rica. Sus libros han sido seleccionados y recomendados por la Internationale Jugendbibliothek de Múnich, por Fundalectura de Colombia y por el Banco del Libro de Venezuela. Fue candidata por la Argentina al Premio Internacional Hans Christian Andersen en 1996 y 1998. Entre sus libros de ficción destacan Doña Clementina Queridita, la Achicadora, Historia de un amor exagerado, Y el Árbol siguió creciendo, Tengo un monstruo en el bolsillo, La verdadera historia del Ratón Feroz, Clarita se volvió invisible, La guerra de los panes, Otroso, A la sombra de la Inmensa Cuchara, Aventuras y desventuras de Casiperro del Hambre, Venancio vuela bajito y La venganza de la trenza. Tradujo, entre otras obras, Alicia en el País de las Maravillas, Los cuentos de Perrault, Huckleberry Finn, y la obra de Marc Soriano Literatura para niños y jóvenes. Guía de exploración de sus grandes temas, en la que incluyó además comentarios y notas.

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No hay como un buen ogro para comprender la infancia
 
 
 
Las palabras que siguen giran en torno a la infancia. Giran, es decir, dan vueltas alrededor de ella, buscando entenderla. Son, además, mi homenaje a un pensador —Marc Soriano—, a quien considero mi maestro. Sería mucho mejor para todos que pudiese estar él mismo aquí presente. Pero ha muerto. Nos dejó, eso sí, algunos libros. En especial éste que presentamos hoy, que aborda con profundidad, erudición y clarividencia temas vinculados con la encrucijada fundamental donde la cultura se tropieza con la infancia.1 Y, como de infancia se trata, lo mejor es empezar hablando de ogros, porque no hay como un buen ogro para comprender la infancia. Empiezo entonces:  
OGROS I. PRIMERA ESCENA
 
Una escena dramática, intensa como un aguafuerte de Goya. Un marcado claroscuro entre el bosque, espeso, negro, hostil, y la luz incierta, huidiza, de la vela de la única casa, el único refugio. Chicos asustados que corren hacia ella. Golpean a la puerta, jadeantes. Piden respiro, que les permitan pasar la noche. Se enteran, antes de recuperar el aliento, de que el destino les puso una zancadilla, que han caído, precisa, irónicamente, en la casa de un ogro comeniños. El ama de casa se niega a dejarlos entrar. Lo que sigue es cita: “Ay, señora —responde Pulgarcito, que temblaba a más no poder, al igual que sus hermanos—, ¿qué podemos hacer? Si usted no quiere aceptarnos en su casa es seguro que esta misma noche nos comen los lobos del bosque y, siendo así, preferimos que sea el señor el que nos coma”. Preferimos que sea el señor el que nos coma, eso dice Pulgarcito.2 Entre la orfandad y el ogro, elige al ogro. No es una elección trivial. Pulgarcito, el niño arrojado al mundo, el niño que busca protección, se desprende de la animalidad, elige la humanidad y la cultura.  
OGROS II. SEGUNDA ESCENA
 
Pertenece a El rey de los alisos, la novela de Michel Tournier. Tiene por protagonista a Abel Tiffauges, que es, por vocación excluyente, un niñóforo, un portaniño; nada le produce un éxtasis más intenso que llevar un niño en brazos. En la segunda Guerra Mundial cae prisionero de los alemanes y termina trabajando para sus captores… como secuestrador oficial, precisamente. Es el regente de Kaltenborn, el castillo donde se educan los Jungmannen, los bellos impúberes rubios, destinados a purificar la raza, a heredar y glorificar el nazismo. Tiffauges, que ama especialmente a los niños, los selecciona, los señala, los rapta. Y así lleva hasta el final la feroz ambigüedad del ogro: el que ama y devora al mismo tiempo. En la última escena de la novela, el castillo de Kaltenborn ha sido invadido por los soviéticos; los pasillos están sembrados de cadáveres de niños; hay que salvar al único sobreviviente, Efraín, el judío casualmente, único judío entre todos esos Jungmannen perfectamente rubios, perfectamente arios. Y Tiffauges cumple con su mandato; es, como Cristóbal, el santo patrono de su escuela primaria, el Cristóforo, el portaniño, y lleva a Efraín en la cerviz, le hunde la nuca entre los muslos. En la huida pierde los anteojos, no ve el camino, pero Efraín lo guía; lo guía y lo azuza como a un caballo. Arre, vamos. Trepado a los hombros. Pero el niño pesa mucho, la infancia pesa, y Tiffauges termina sepultado en el pantano, hundido por el peso de su ambigüedad. No hay como un buen ogro para comprender la infancia. Es verdad que la del ogro es una imagen fuerte, y hasta demasiado fuerte. Incómoda, inquietante, una imagen tremenda. Tremendista incluso, y hasta de mal gusto, demasiado drástica, demasiado dramática, para una época como la nuestra que no parece muy inclinada a los claroscuros ni a los énfasis ni a los pronunciamientos. Una imagen arbitraria también: algunos dirán que no les hago justicia a los adultos, que no todos son ogros. Que hago mal en olvidar los matices y que están también las hadas madrinas, por ejemplo, y los magos ayudadores. Y tienen razón, es cierto, hay matices, distintas maneras de vincularse con la infancia, pero primero, necesariamente, está el ogro. Primero está el poder. El poder y el no poder. Primero está lo desparejo: el que no puede frente a frente con el que puede, el que lleva en brazos y el que es llevado, el chico mirándose en el grande. Y en ese terreno, en el terreno del poder, no hay como un buen ogro para comprender la infancia. El ogro, tan inmenso, tan enojado, tan hegemónico, tan voraz, y tan amante en última instancia —porque los ogros aman a los niños (la prueba está en que no pueden vivir sin ellos)—, sirve muy bien para entender la infancia como minoridad, como entrega confiada y dependencia. Por esa cualidad de voraces que tienen los ogros y por esa cualidad de devorables que tienen los niños, la ogredad es buena para entender la infancia. Empecemos por el principio: nace un niño. ¿Y qué es un niño al fin de cuentas? Un raro, un diferente. Al comienzo ni siquiera es fácil reconocerlo como humano, como retoño de la propia humanidad. Es el Salvaje, el animal; el que ni siquiera tiene la palabra (el in-fante); el sucio, además, incapaz de controlar su mierda; el gritón, el incomprensible. A Alicia, la del País de las Maravillas, una niñita tan educada, tan humanizada ya, le bastó tener uno de esos engendros en brazos para descubrir su verdadera naturaleza: se trata de una “criatura” tan asombrosa como las que descubrían sus contemporáneos exploradores de África y de Australia; un animalito gritón, dificilísimo de sostener, que gruñe y ronca como una locomotora, que se enrosca y se estira como una estrella de mar, y que, como era de prever, termina convirtiéndose en cerdo.3 Será por eso que el inglés victoriano —la lengua que conformaba tanto a Alicia como a Carroll y todos sus inventos—, que recurría a un amoroso “she” al hablar de un barco, prefería aludir al bebé con un prudente “it”, un neutro, hasta tanto el recién llegado se ganara la humanidad correspondiente. El recién nacido es el animalito, el “casi cosa”, el que no puede, el incapaz. O tal vez no un incapaz —piensan algunos— sino un capaz de muchas maldades. Porque algunos lo encuentran muy malo de a ratos, peligroso. Grita tanto, berrinchea de tal manera que incluso es posible que sea el Maligno en persona, un auténtico demonio, “la piel de Judas”. Algo que a nadie puede llamar la atención si se tiene en cuenta su mancha de nacimiento, el pecado original, que lo convierte en el jugo de la raza, en el extracto de la culpa de la especie. En todo caso, animalito o demonio, de algún modo hay que controlarlo, fajarlo, entrenarlo, disciplinarlo. Hasta golpearlo, exorcizarlo y mutilarlo si hace falta, o arrojarlo, si no hay más remedio, de lo alto del Monte Taigeto. Sin embargo —las cosas nunca son sencillas—, el recién llegado también es delicioso, y conmueve. Es el Inocente, el tierno, el seductor, el jugoso, el fresco, el deseable, el angelito de Dios, el niñito Jesús. Hay que protegerlo, mimarlo, acariciarlo, comérselo a besos. Es el reparador, el redentor de todas nuestras culpas, el bueno, lo mejor que tenemos, la única esperanza, el hijo, la alegría de la casa. Ahora sí, después de este último párrafo volvemos a respirar aliviados. Ahora sí que nos reconocemos como buenos adultos. Es ésta la imagen que preferimos. Las escenas que evocamos son ahora más familiares, más domésticas, menos drásticas y dramáticas que aquella mítica del ogro comeniños. Ya no se piensa en bosques aterradores y en grandes mandíbulas insaciables sino en madres y padres comunes y corrientes, en nodrizas, en maestros, en adultos envolviendo niños en largas fajas, por ejemplo, o llevándolos en brazos, o enderezándolos con la vara en la mano, o poniéndoles acíbar en las uñas para que no se las coman, o enseñándoles las declinaciones en latín, o disfrazándolos y haciéndolos bailar, o besándolos y mordisqueándoles la nuca, o haciéndolos saltar en las rodillas. Y sin embargo, en cierto modo, ahí está el ogro, porque ahí está la infancia. Y porque lo que hace que la infancia sea la infancia, lo que la define, es la disparidad, el escalón, la bajada. Adulto-niño, grande-chico, maestro-alumno, el que sabe y el que no sabe, el que puede y el que no puede. Lo desparejo. Una relación marcada irremediablemente por la hegemonía. En primera y última instancia una relación de poder que acarrea la dominación cultural, como un trencito. Las distintas maneras en que cada uno se relaciona con su propia infancia, el modo en que la repara y reconstruye día a día, esforzada y afanosamente, termina por dibujar, como demuestra el psicoanálisis, una historia personal. Del mismo modo, las distintas maneras en que se han relacionado los padres con sus hijos en distintos momentos de la historia de las culturas, la manera en que se plantan los adultos frente a los niños en una determinada sociedad, las variadas formas que ha ido adoptando esa relación fundamental, terminan por dibujar una historia de la infancia. Una trama compleja, de la que forman parte tanto esa famosa costumbre que tenían los espartanos de deshacerse de los niños que no respondían a las esperanzas que cifraban en ellos los adultos,...



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