E-Book, Spanisch, Band 176, 304 Seiten
Reihe: Impedimenta
Mortimer Los juicios de Rumpole
1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-17115-75-3
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
The Trials of Rumpole
E-Book, Spanisch, Band 176, 304 Seiten
Reihe: Impedimenta
ISBN: 978-84-17115-75-3
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Un vicario al que se le acusa de robar camisetas en una tienda, pero que se niega a declarar en su propia defensa; un actor y mánager de teatro que muere en extrañas circunstancias y cuyo asesinato se sale completamente del guión; un marido infiel que mata el tiempo robando licorerías... En el particular universo de Horace Rumpole -un irrefrenable y audaz letrado 'de poca monta', amante de la poesía, el clarete malo, los puros costrosos y los casos perdidos, especialista en manchas de sangre y máquinas de escribir-, y de su mujer, 'Ella, la que Ha de Ser Obedecida', el sarcasmo, el humor y la intriga se mezclan a partes iguales para dar lugar a un estimulante cóctel al más puro estilo British que ya ha hecho las delicias de miles de lectores. John Mortimer vuelca en 'Los juicios de Rumpole' toda la maestría de los misterios de Agatha Christie y los envuelve del ácido sarcasmo de P.G.Wodehouse para dar lugar a una de las sagas detectivescas más importantes de todos los tiempos. Una excelsa muestra del mejor humor británico.
Nacido en Londres en 1923, John Mortimer fue hijo de un abogado que, a pesar de quedarse ciego, siguió vistiendo la toga durante años. Estudió leyes en Oxford y se convirtió en uno de los más grandes defensores de la libertad de expresión, entre cuyos clientes figuraban la actriz porno Linda Lovelace y el grupo punk The Sex Pistols. En 1975, la creación del carismático personaje de Horace Rumpole, basado en la figura de su padre, le consagró como uno de los más corrosivos escritores de su tiempo. Llevó a la pequeña pantalla Retorno a Brideshead, de Evelyn Waugh. Aficionado a la buena vida, 'un socialista del champán', se casó en primeras y breves nupcias con la novelista Penelope Mortimer, que hizo de su tormentoso matrimonio el tema de la magnífica El devorador de calabazas. Padre de ocho hijos, infatigable enemigo de Margaret Thatcher, es autor de las célebres Rapstone Chronicles, formadas por Un paraíso inalcanzable (1985), El regreso de Titmuss (1990), ambas publicadas por Libros del Asteroide y The Sound of Trumpets (1998). John Mortimer recibió en 1997 el título de Sir a instancias del Gobierno de Blair, un político a quien apoyó fervientemente y llegó a odiar. Murió en 2009 en su casa de The Chilterns, después de una larga enfermedad.
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RUMPOLE Y EL MINISTRO DE DIOS
Me dispongo a tomar la pluma durante un breve e inoportuno cese de la actividad criminal (los villanos de esta ciudad, siguiendo el ejemplo de los mecánicos de coches, parecen haber decidido tomarse un descanso, lo que está provocando que todo vaya a paso de tortuga en el Old Bailey, por no hablar de las lamentables bajas y despidos que, como consecuencia de ello, están teniendo lugar), y me pregunto cuál de mis juicios más recientes debería escoger para escribir una crónica. Sentado en el bufete una tranquila mañana de domingo (nunca escribo mis memorias en casa por miedo a que Ella, la que Ha de Ser Obedecida, es decir, mi esposa Hilda, eche una ojeada por encima de mi hombro y ponga alguna objeción a la forma en que describo la vida doméstica à coté de Chez Rumpole, cosa que, según mi punto de vista, hago de manera correcta y siempre con un legítimo interés por la verdad y la exactitud), se me ocurrió consultar los archivos para rememorar mis victorias más sonadas. Sin embargo, cuando abrí el armario lo encontré vacío, y recordé que durante la defensa de un clérigo del sur de Londres al que acusaron de hurto en una tienda, me sentí obligado a deshacerme de cualquier rastro de mi pasado y a destruir todos mis preciados souvenirs. Además de la fascinación por la ley, la maldición del abogado consiste en llegar a saber sobre sus semejantes más de lo que le conviene. Esto lo aprendí en esa época de mi carrera en la que me vi envuelto en el juicio al que he decidido titular «Rumpole y el ministro de Dios». Puede que cuando empezara a ejercer (de esto hace ya tanto tiempo que me perturba recordarlo) tuviera algunas ideas altisonantes respecto a la exuberante variedad de casos que se me asignaría en el ejercicio de mi querida profesión: arreglar divorcios de duquesas, defender a estrellas del espectáculo imputadas por delitos de indecencia, sacar de líos a empresas navieras… Pero pronto comprendí que los crímenes, además de estar bastante bien pagados, se convertirían, con diferencia, en mi mayor fuente de alegrías. Denme un asesinato con una buena fuga en una mañana de primavera, acompañado de un jurado más o menos simpático, y les aseguro que la felicidad de Rumpole estará garantizada. Como la mayoría de los abogados defensores, no puede decirse que sienta un especial aprecio por la ley. Pero me enorgullezco de ser capaz de interrogar a un poli sirviéndome de sus propias notas, de engatusar a los magistrados de los juzgados de Uxbridge hasta casi hacerles caer del asiento o de conseguir que uno de mis queridos jueces suspire con pena al llamar al testigo número cuatro a declarar al estrado contra un malversador de fondos con dos mujeres y seis hijos hambrientos esperándolo en casa. También soy, y esto lo digo sin intención alguna de vanagloriarme, el hombre más experto en manchas de sangre de todo el Temple. No hay nada que se le pueda enseñar a Rumpole acerca de la sangre, sobre todo si esta se encuentra fuera del cuerpo, o estampada sobre un trozo de tela en el laboratorio forense. El antiguo director de mi bufete, C. H. Wystan, ya fallecido (al que yo llamaba, a regañadientes, «papi», pues era el padre de Hilda Wystan, con quien me casé tras una proposición que me pilló distraído en medio de un baile del Colegio de Abogados; Hilda ahora gobierna la vida doméstica en casa de los Rumpole y se regocija en hacerse llamar «Ella, la que Ha de Ser Obedecida»), no soportaba las manchas de sangre. Hasta se mareaba mirando las fotografías. Así que comencé a echarle una mano con los casos penales y pronto empecé a superar todas las pruebas pertinentes en la Casa de Sesiones, en los juzgados de paz de Bow Street y en el Old Bailey. En la época en que fui requerido para defender a este clérigo en particular, ya era tan popular en el Palacio de Justicia de Ludgate Circus que, mucha gente, según supe, tenía a Horace Rumpole por el mejor embaucador del Old Bailey. Ahora soy famoso por encadenar un purito con otro y por la avalancha de ceniza resultante que me cae sobre el chaleco y me cubre la cadena del reloj; por mi costumbre de citar con frecuencia fragmentos del Oxford Book of English Verse, y por la audacia que demuestro al enfrentarme a los jueces más temibles (fijo en ellos mi rutilante mirada y susurro «tranquilo, fiera» cuando veo que se alteran demasiado). Para que se hagan ustedes una idea: soy un tipo de sesenta y muchos años, con una dieta basada en comida de tasca, pudin de carne y vino de garrafón del bar Pommeroy, situado en Fleet Street, que con todo logra mantenerse regular como un reloj. Tengo una reputación altísima en el ala de prisión preventiva de la trena de Brixton, donde muchos de mis clientes habituales, entre los que se cuentan estafadores, atracadores de cajas fuertes, asaltantes y portadores de armas de ataque, sonríen con esperanza infinita cuando sus abogados instructores los deleitan con las palabras mágicas: «Tenemos a Horace Rumpole para la defensa». Recuerdo caminar hacia el bufete a través de Temple Gardens una mañana de finales de septiembre, con el sol pálido cayendo sobre las rosas y las primeras hojas doradas flotando por encima de los jóvenes asistentes y sus novias, y sentirme muy efusivo. Eran las siete de la mañana, o quizá más bien las diez menos cuarto, el rocío que bañaba la ladera desprendía un brillo nacarado, Dios estaba en el cielo y, con un poco de suerte, se estaban cometiendo uno o dos delitos en algún lugar del mundo.[1] En cuanto entré a la sala de los asistentes de mi bufete, situado junto al Juzgado de Equidad número 3, Erskine-Brown dijo: —Rumpole, he visto a un cura entrar en su despacho. La sala de los asistentes estaba igual de ajetreada que la estación de Paddington, con el joven y enérgico Henry repartiendo nuevos casos entre los abogados, quienes partían a toda prisa en diferentes direcciones. Erskine-Brown vestía camisa de rayas, chaleco doble y lo que creo que se llaman botines, y estaba apoyado en la repisa de la chimenea, leyendo absorto una reclamación por defectos de construcción que le acababa de adjudicar Henry. —Hay un confesor esperándolo, señor Rumpole —dijo Henry, como si tal afirmación bastara para explicar la extraordinaria presencia de un clérigo en el bufete. —¿Un confesor? ¿Acaso ha visto la luz, Rumpole? ¿Es el paseo al Juzgado número 3 su particular camino a Damasco? No aguanto a Erskine-Brown, y menos aún cuando se las da de chistoso. Preferí ignorarle y me dirigí a la repisa a coger el informe. Allí me topé con el anciano tío Tom (T. C. Rowley), el miembro de mayor edad del bufete, que se deja caer por allí porque casi cualquier cosa es preferible a vivir en Croydon con su hermana casada. —Vaya, hombre —dijo el tío Tom—. Un vicario en apuros. Supongo que es por los niños del coro, una vez más. Siempre he pensado que la Iglesia asume un riesgo muy grande teniendo coros formados por niños. Estarían mucho más seguros si se hicieran con un grupo de sopranos de mediana edad. Me había desprendido de la cinta rosa que cerraba el informe y casi había llegado al quid de la cuestión del desliz eclesiástico cuando la señorita Trant, la brillante y joven Porcia del Juzgado de Equidad (si es que las Porcias de hoy en día llevan gafas con montura de pasta y tienen acento de Roedean)[2], afirmó que no creía que los vicarios fueran precisamente mi especialidad. —Por supuesto que lo son —le respondí encantado—. Desde el momento en que son acusados de sisar media docena de camisas, se convierten en mi especialidad. Para entonces ya me había leído la mitad del informe. Parece que el clérigo en cuestión ostentaba el nombre algo artúrico de reverendo Mordred Skinner. Había acudido a las rebajas de verano de Oxford Street (no hay riqueza en el mundo suficiente que pueda persuadir a Rumpole de participar en semejante espectáculo de aniquilación y saqueo) y había enloquecido en la camisería de caballeros, llevándose consigo un puñado de camisas de colores que, más tarde, cuando lo pillaran en la zona de comestibles, se descubriría que no había pagado. Tras repasar durante diez minutos los hechos de lo que parecía un caso bien sencillo (pues no tenía pinta de convertirse en un juicio de estado ni de llegar a la Cámara de los Lores), me dirigí a mi despacho. De camino me crucé con mi viejo amigo George Frobisher, que desprendía un apenas perceptible aroma a loción para después del afeitado o algún ungüento similar. Yo mismo soy partidario de unas gotitas de eau de cologne en el pañuelo, pero la idea de que mi amigo George Frobisher se hubiera aplicado cualquier tipo de cosmético era como ver a un obispo travestido o encontrarse varias de esas postales veraniegas subidas de tono a la venta en una sacristía. George es un viejo amigo y un gran compañero, un espíritu dócil que se planta en el juzgado con la misma confianza que una virgen que espera la salida del sol en Stonehenge para ser sacrificada. Pero también es un hacha con los crucigramas del Times y una compañía estupenda con quien tomarse algo en el bar Pommeroy de Fleet Street tras una dura jornada en los juzgados. Me sorprendió verlo aparecer con un traje nuevo, corbata plateada y un pañuelo de seda asomando del bolsillo superior. —No te habrás olvidado de lo de esta noche, ¿no? —¿Vamos a bebernos un gran reserva de Viña Fleet Street en el Pommeroy? —No… Voy a cenar contigo y con Hilda, en vuestra casa, y llevo...