Murdoch / Maldonado | Una cabeza cercenada | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 272 Seiten

Reihe: Impedimenta

Murdoch / Maldonado Una cabeza cercenada


1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19581-20-4
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 272 Seiten

Reihe: Impedimenta

ISBN: 978-84-19581-20-4
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Un clásico moderno imprescindible sobre el matrimonio, el adulterio y el incesto. Para Elizabeth Jane Howard, una de las comedias más feroces y emocionantes de Murdoch.

En la neblinosa Londres, la fidelidad es un concepto inasible. Martin Lynch-Gibbon es un hombre afortunado, un hedonista con una deslumbrante esposa y una joven amante. Asentado en el plácido devenir de las élites burguesas londinenses, lo tiene todo bajo control. Hasta que un día vuelve a casa y su mujer le confiesa que ha tenido una aventura con su psicoanalista y le pide el divorcio. Mientras Martin se esfuerza por volver a tener la cabeza sobre los hombros, se cruza en su vida Honor Klein, una profesora de antropología que hará tambalear los cimientos de todas sus relaciones.

?La sociedad británica se tambalea a las puertas de la década de los sesenta, y Murdoch vuelca los primeros pasos de la revolución sexual en una novela de enredo magistral, sin duda alguna su obra más divertida.

CRÍTICA

«Una escritora como pocas: inmensa, vivaz, decidida, capaz de sacarle el máximo partido a la maquinaria narrativa.» -Dwight Garner, The New York Times

«Al final de mi adolescencia, Cabeza cercenada me abrió los ojos a un mundo nuevo. Los tomé como una forma bastante elegante de realismo social.» -Mary Beard

«La prosa elegante y certera de Murdoch combina una oscura inclinación mitológica con un conjunto de personajes cerebrales, parlanchines y psicológicamente descarriados.» -Susan Scarf Merrell, The New York Times

«Una comedia con ese toque de ferocidad que la hace emocionante» -Elizabeth Jane Howard

«Murdoch tiene el don de la inteligencia pero carece de la aridez que, por algún motivo, suele asociarse a esa palabra » -Philip Toynbee

«Hermosa e ingeniosamente escrita, Murdoch es una novelista poética de grandes dotes.» -Walter Allen, The New York Times



Dame Jean Iris Murdoch nació en Dublín en 1919, aunque con semanas sus padres se trasladaron a Londres. Estudió en el Somerville College, de Oxford. En Cambridge tuvo como maestro a Wittgenstein. Escribió su primera novela, «Bajo la red», en 1954 (Impedimenta, 2018). Autora tremendamente prolífica, Impedimenta ha publicado también «El unicornio» (1963) y «Henry y Cato» (1976), «Monjas y soldados» (1980) y «El libro y la hermandad» (1987). Falleció a los 79 años, en 1999, y sus cenizas fueron esparcidas por el jardín del crematorio de Oxford.
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1


—¿Estás seguro de que no sabe nada? —preguntó Georgie.

—¿Quién, Antonia? ¿De lo nuestro? Convencido.

Georgie guardó silencio un momento y luego dijo:

—Bien.

Ese conciso «bien» era típico de ella, característico de una aspereza que, a mi parecer, tenía más que ver con la sinceridad que con la crueldad. Me gustaba esa forma adusta de aceptar nuestra relación. Solo con una persona tan sumamente sensata podría yo haber engañado a mi mujer.

Descansábamos tumbados y medio abrazados delante de la chimenea de gas de Georgie. Ella estaba recostada en mi hombro mientras yo examinaba un mechón de su oscura melena, sorprendido una vez más de encontrar tantos cabellos de puro oro rojizo. Tenía el pelo tan liso como el de la cola de un caballo, casi igual de grueso y muy largo. La habitación de Georgie estaba a oscuras, salvo por la luz de la chimenea y de un trío de velas rojas que ardían en la repisa. Las velas, junto con unas cuantas ramas escuálidas de acebo salpicadas al azar, eran lo más parecido a una decoración navideña que se podía encontrar en casa de Georgie, cuyas «pertenencias» siempre habían dejado mucho que desear. Con todo y con eso, la habitación tenía el brillo de una cueva del tesoro apenas vislumbrada. Delante de las velas, como en un altar, estaba uno de los regalos que yo le había hecho: una pareja de portainciensos chinos en forma de pequeños guerreros de bronce que sostenían en alto, a modo de lanzas, las varillas de incienso prendidas. Su humo gris se desplazaba como una neblina de acá para allá hasta que el calor de las velas lo elevaba repentinamente en espirales de derviche hacia la oscuridad de las alturas. La sala estaba cargada de un olor sofocante a amapola y sándalo cachemir. El brillante papel de regalo de nuestro intercambio de obsequios seguía tirado por todo el apartamento, y la mesa, en la que todavía estaban los restos de nuestra comida y la botella vacía de Château Sancy de Parabère 1955, había terminado relegada a un rincón. Georgie y yo llevábamos juntos desde el almuerzo. Al otro lado de la ventana y oculta por las cortinas, la fría, cruda y neblinosa tarde londinense llegaba a su fin ya convertida en un crepúsculo que aún contenía, en una especie de bruma apenas iluminada, lo que en ningún momento, ni siquiera a mediodía, había llegado a ser verdadera luz solar.

Georgie suspiró y, con la cabeza en mi regazo, se dio la vuelta. Estaba ya vestida, salvo por los zapatos y las medias.

—¿Cuándo tienes que irte?

—Sobre las cinco.

—Que no me entere yo de que me escatimas tiempo.

Este tipo de comentarios eran la máxima expresión del cortante filo del amor de Georgie. No podría haber anhelado una amante con más tacto.

—La sesión de Antonia termina a las cinco —le dije—. Yo debería estar de vuelta en Hereford Square poco después. Siempre quiere comentarla. Y luego hemos quedado para cenar, tenemos un compromiso.

Levanté ligeramente la cabeza de Georgie y le extendí el pelo sobre los pechos. A Rodin le habría gustado.

—¿Cómo le está yendo el análisis a Antonia?

—Está entusiasmadísima. Lo disfruta que es un escándalo. Por supuesto, solo va por diversión. Tiene una transferencia descomunal.

—Palmer Anderson… —dijo Georgie. Era el nombre del psicoanalista de Antonia, que también era gran amigo suyo y mío—. Sí —prosiguió—, no es difícil de imaginar que alguien se haga adicto a él. Tiene una cara inteligente. Supongo que es bueno en lo suyo.

—No lo sé —respondí—. Me desagrada eso que tú llamas «lo suyo». Pero desde luego que es bueno en algo. Quizá sea simplemente que es bueno. No solo dulce y educado, y delicado como solo los estadounidenses pueden serlo, aunque todo eso también, por supuesto. Tiene verdadera fuerza interior.

—¡Pareces bastante entusiasmado con él tú también!

Georgie se movió con cuidado a una posición más cómoda, con la cabeza en mi corva.

—Tal vez —contesté—. Conocerlo ha supuesto toda una diferencia para mí.

—¿En qué sentido?

—No lo sabría decir con exactitud. ¡Quizá ha hecho que me preocupen menos las normas!

—¿¡Las normas!? —exclamó Georgie riéndose—. Querido, no me digas que las normas no dejaron de importarte hace tiempo…

—¡Santo cielo, no! Me siguen importando. No soy un hijo de la naturaleza como tú. No, no es eso exactamente. Aunque es cierto que a Palmer se le da bien liberar a la gente.

—Si crees que a mí no me preocupan las normas… Pero es igual. En cuanto a liberar a la gente, no me fío de estos liberadores profesionales. A todo el que se le dé bien liberar a la gente, se le dará bien esclavizarla, si hacemos caso a Platón. Tu problema, Martin, es que siempre estás buscando un maestro, alguien que te amarre.

Me eché a reír.

—¡Ahora que tengo amante, no quiero amarres! Pero ¿cómo conociste a Palmer? Ah, claro, por su hermana.

—Su hermana… —repitió Georgie—. Sí, la peculiar Honor Klein. Lo vi en una fiesta que organizó ella para sus alumnos una vez. Pero no nos lo presentó.

—¿Y ella? ¿Es buena?

—¿Honor? ¿Quieres decir como antropóloga? Está bastante bien considerada en Cambridge. A mí nunca me dio clase, claro. De cualquier modo, estaba casi siempre de viaje, visitando alguna de sus tribus salvajes. Se suponía que tenía que organizar mi trabajo y ayudarme con mis problemas morales. ¡Madre mía!

—Es hermanastra de Palmer, ¿no? ¿Cómo es la historia? Parece que acumulan unas cuantas nacionalidades entre los dos.

—Creo que es así —dijo Georgie—: comparten una madre escocesa que se casó primero con Anderson y luego, cuando Anderson murió, con Klein.

—Anderson sí sé quién era. Danés-estadounidense, arquitecto o algo así. Pero ¿qué hay del otro padre?

—Emmanuel Klein. Debería sonarte. No era mal académico, de clásicas. Judío alemán, por supuesto.

—Sabía que era un estudioso de algo —dije—. Palmer me ha hablado de él en una o dos ocasiones. Interesante. Contaba que todavía tenía pesadillas con su padrastro. Sospecho que le tiene un poco de miedo a su hermana también, aunque eso no me lo ha dicho nunca.

—Puede inspirar pavor —respondió Georgie—, hay algo primitivo en ella. Quizá sea por todas esas tribus. Pero te la han presentado, ¿no?

—La conocí hace muy poco, aunque no recuerdo gran cosa de ella. Parecía, simplemente, la personificación de la catedrática universitaria. ¿Por qué tienen la misma pinta todas estas mujeres?

—¿¡Estas mujeres!? —Georgie se rio—. ¡Querido, ahora yo soy una de ellas! Pero bueno, sea como sea, ella desde luego que tiene fuerza interior.

—Tú sí que tienes fuerza. ¡Y sin parecer un chozo de paja!

—¿Yo? —dijo Georgie—. Yo no estoy en su categoría. Esa mujer va armada hasta los dientes.

—Decías que estoy entusiasmado con el hermano, pues tú pareces entusiasmada con la hermana.

—Ay, no es que me guste. Es algo totalmente diferente.

Georgie se incorporó bruscamente, se recogió la melena y empezó de inmediato a trenzársela. Se echó la pesada trenza hacia atrás por encima del hombro. Luego se subió la falda y algunas capas de enaguas blancas y rígidas y empezó a enfundarse unas medias azul pavo real que le había regalado yo. Me encantaba comprarle a Georgie cosas extravagantes, ropa y baratijas absurdas que de ninguna manera podría haberle regalado a Antonia, collares bárbaros y pantalones de terciopelo, ropa interior púrpura y medias negras caladas que me volvían loco. Me levanté entonces y deambulé por la habitación observándola con ojos posesivos mientras ella, tensa y pudorosa, consciente de mi mirada, se ajustaba las irresistibles medias.

El apartamento de Georgie, un amplio y desaliñado salón-dormitorio que se asomaba a lo que era prácticamente un callejón en las inmediaciones de Covent Garden, estaba atiborrado de cosas que le había regalado yo. Me había enzarzado tiempo atrás en una batalla perdida contra su implacable falta de gusto. Los numerosos grabados italianos, los pisapapeles franceses, las piezas de porcelana de Derby, Worcester, Coalport, Spode y Copeland y otras curiosidades (pues difícilmente me presentaba allí sin algo) estaban desperdigados, a pesar de todos mis esfuerzos, en un polvoriento alboroto que recordaba más a una tienda de baratijas que a un espacio civilizado. Por algún motivo, Georgie no ha nacido con la capacidad natural de poseer cosas. Mientras que cuando Antonia o yo comprábamos algo, como hacíamos constantemente, el objeto encontraba su lugar de inmediato en el abundante y muy integrado mosaico que era nuestro entorno, Georgie no parecía tener ese tipo de caparazón. No había una sola de sus posesiones que no pudiera, a las primeras de cambio, regalar y no echar de menos; y, mientras tanto, sus pertenencias se diseminaban en una suerte de batiburrillo provisional en el que mi imposición continuamente renovada de orden y estilo parecía surtir poco efecto. Esta característica de mi amada me exasperaba, pero dado que formaba parte, a fin de cuentas, de su destacable indiferencia y ausencia de pretensiones mundanas, también admiraba y valoraba su actitud. Es más, a veces me parecía la viva imagen, el símbolo perfecto de mi relación con Georgie: mi manera de poseerla, o más bien la manera en que, por así decirlo, nunca podría poseerla. A Antonia la poseía de una forma no muy distinta a como poseía el magnífico...



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