Nembrini | Dante, poeta del deseo. Paraíso | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, 194 Seiten

Reihe: 100XUNO

Nembrini Dante, poeta del deseo. Paraíso

Conversaciones sobre la Divina Comedia
1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-9055-843-0
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

Conversaciones sobre la Divina Comedia

E-Book, Spanisch, 194 Seiten

Reihe: 100XUNO

ISBN: 978-84-9055-843-0
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
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Con el Paraíso llegamos a la estación final del viaje de Dante y de la relectura del mismo que nos ofrece Franco Nembrini. Encontramos de nuevo en este volumen una exposición de La Divina Comedia personal, directa y asequible a todos, en la que se presenta el Paraíso como el canto de la plenitud final, del cumplimiento del deseo, de la vida verdadera. Una vida que, en los recovecos y llagas del día a día, busca continuamente una belleza y una esperanza presente, aun dentro de la contradicción que supone la experiencia cotidiana del mal, del dolor y de la muerte. 'Dante narra el más allá porque le permite una comprensión mejor del más acá. Por tanto, relata una vida que es posible, una experiencia. Dante tiene la presunción, en el buen sentido del término, de mirar las cosas como las mira Dios, como las ve Aquel que las hace en cada instante. De allí viene la posibilidad de vivir el drama de la vida según la verdad, según la justicia, tratando las cosas por lo que realmente son'.

Franco Nembrini nació en Trescore Balneario (Bérgamo, Italia) en 1955. Ha sido profesor de enseñanza secundaria de Lengua y Literatura italiana y de Historia. Licenciado en Pedagogía en la Universidad Católica de Milán en 1982, figura entre los promotores de la escuela libre La Traccia de Calcinate, a pocos kilómetros de Bérgamo, de la que ha sido director hasta 2013. Como presidente de la Federazione Opere Educative (FOE) desde 1999 hasta 2006, ha formado parte del Consejo nacional de enseñanza católica, de la Consulta nacional de pastoral escolar de la Conferencia Episcopal Italiana y de la Comisión para la paridad escolar del Ministerio de educación italiano. Sus libros sobre Dante y la Divina Comedia han sido traducidos al español y al ruso. Ha publicado con Ediciones Encuentro El arte de educar. De padres a hijos (2013) y Dante, poeta del deseo. Conversaciones sobre la Divina Comedia. Volumen I, Infierno (2014) , Volumen II, Purgatorio (2016) y Volumen III, Paraíso (2017).

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CANTO XI
Envió en su socorro dos príncipes
Siento cierta incomodidad al hablar hoy, y por dos buenas razones. La primera es que hablar de san Francisco a unos franciscanos te genera inevitablemente cierto embarazo [13]. El hecho de llamarme Francesco —familiarmente Franco— me facilita algo la tarea, en cuanto que desde siempre tengo cierta familiaridad con la figura del santo de Asís, aunque la profundidad y el calado de su figura son tales que sólo puedo apuntar algunos aspectos suyos. El segundo motivo de mi incomodidad —esta vez en sentido positivo— es lo que he vivido estos días. El sábado pasado murió mi cuñado, el marido de una hermana mía. Era sólo dos años mayor que yo y hemos celebrado el funeral esta tarde. Durante su enfermedad le hemos acompañado a diario. Desde el sábado, día que murió, hasta hoy —en particular, tras un funeral impresionante en que muchos nos hemos preguntado: «¿Pero qué clase de milagro es salir contentos de un funeral?»— he seguido pensando en el paraíso. No sólo el paraíso en un sentido general, sino en el Paraíso de la Comedia. Porque si uno está leyendo el canto de san Francisco y pasa algo como lo que he descrito, lo que lee le remite a lo que está viviendo; y viceversa, lo que vive otorga carne y sangre a las palabras que está leyendo. Es algo que me ha sucedido muchas veces y espero que os pase a vosotros porque encontrar páginas como estas es lo que nos enamora de la literatura. Sigo impactado por la evidencia de que, cuando alguien muere, es como si las cosas se ordenasen y ocupasen su lugar. Es algo que he aprendido con el tiempo. Cuando era joven no pensaba lo mismo, llevado quizás por un cierto cinismo o por la letra de ciertas canciones. ¿Recordáis la famosa canción de Enzo Jannacci? «Podríamos ir todos a tu funeral (“Yo también voy”. “No, tú no”), para ver si la gente llora de verdad». Cada vez que iba a un funeral me venía a la cabeza esta canción, que me parecía verdaderamente cínica, como si la muerte fuera un momento de extrema mentira. En cambio ahora, en estos tres días, he tenido la intuición, más que esto, la certeza de que la muerte hace emerger la verdad. En el sentido de que hace que salga a la luz la verdad de las cosas, nos sacude de encima la mentira. Sale a la luz un sentimiento totalmente distinto del otro, todo el bien que ha hecho y que quizás jamás hayas reconocido y afirmado como ahora. Ese instintivo perdón —no sé decirlo mejor, no es fácil encontrar las palabras— que hace que los pecados del difunto y también los nuestros tengan otro peso; y no porque olvidemos o los dejemos a un lado. Decir: «De los muertos no se habla mal», sólo como si la muerte trazara una línea que nos invita a olvidar, es una sandez; en cambio, es algo sumamente verdadero si lo decimos con la conciencia de que su mal —y el nuestro— puede ser perdonado. Por lo cual se atenúan ciertos conflictos, se liman ciertas asperezas, se ablandan ciertas durezas que a veces nos empeñamos en mantener a costa de mortales e inútiles batallas con nosotros mismos y con los demás. Es como si la mentira, por un momento, se alejara, y lo verdadero prevaleciera, emergiera con mayor fuerza la verdad de las cosas, «el justo peso de las cosas» [14]. Y no dejaba de venirme a la cabeza lo que hemos leído juntos la última vez a propósito del canto I: lo que hace la vida similar a Dios es el hecho de que las cosas guardan un orden entre ellas («esto es lo que hace el universo semejante a Dios»). El momento del dolor y de la muerte —la mente corre en seguida a la muerte de Beatriz— es la gran ocasión que se brinda a la vida de quienes nos quedamos en la tierra para aprender algo decisivo. Me pareció entender que ante un ser querido que se muere uno se posiciona más fácilmente del lado justo, es decir, del lado de la vida eterna. La muerte nos ayuda a contemplar la vida del otro —sus relaciones, la familia, sus problemas— con una mirada limpia que lo hace todo más verdadero. La muerte nos obliga a dar un paso porque, al participar de ese dolor, de ese final terreno, por un instante —durante un día o quizá tres— miras las cosas desde el punto de vista de Dios, desde el punto de vista de lo eterno. ¿Y qué es el Paraíso de Dante si no este intento de mirar las cosas desde el punto de vista de Dios? Dante tuvo el valor de mantenerse en esa actitud purificada, en la posición en que lo situó la pérdida de Beatriz, lo que tenía por más querido. Y esa posición se convirtió en una virtud, en un modo de vivir: trató de mirarlo todo así y sintió tal piedad de sí mismo y de nosotros que quiso acompañarnos a recorrer el mismo camino. Es como si nos dijera: «Yo di este paso hacia la verdad, me posicioné ante la vida de manera adecuada, y quisiera que aprendieseis también vosotros a mirar las cosas así, dando a cada una su justo peso. Porque vivir así es algo totalmente distinto, es un trocito de cielo, es algo de otro mundo en este mundo. No esperéis a que muera alguien. No esperéis a que llegue el infarto, o el terremoto, o el cáncer, para mirar las cosas desde el punto de vista de lo eterno. Hay una alternativa que funciona: la educación» (o el infarto o la educación, ha dicho alguien, y quizá el infarto forme parte también de divina educación). Perdonad esta digresión, quizá demasiado personal pero, si no hubiese dicho todo esto antes de leer el canto de esta noche, me hubiera parecido estar mintiendo. Ahora, un par de observaciones que nos introducen en el texto. San Francisco nace en 1182 y muere en 1226, es decir, cuarenta años antes del nacimiento de Dante (1265). Su vida dio lugar a un fenómeno social, además que eclesial, imponente (el famoso «Capítulo de las esteras» [15] vio la presencia de más de cinco mil frailes, ¡y estamos en 1221!, no había medios de comunicación ni de transportes como hoy), cuyo eco resuena absolutamente vivo en el tiempo de Dante; fue un hecho que marcó profundamente la vida pública y el debate, no sólo religioso, sino también cultural y social de entonces. En la segunda mitad del siglo XIII, de hecho, era muy actual el debate sobre la pobreza; se discutía muy fervorosamente sobre qué quería decir ser pobre y vivir en pobreza. De hecho, se produjo una fuerte división entre dos líneas de pensamiento, entre dos interpretaciones del magisterio y del carisma de Francisco: por una parte, los frailes llamados «conventuales», por otra, los llamados «espirituales». Los frailes conventuales sostenían que «pobreza» no significa necesariamente «miseria», no implica la negación de cualquier propiedad, sino más bien el modo en el que se usa lo que se tiene. Los espirituales, en cambio, subrayaban de manera radical la pobreza como la renuncia a poseer cualquier bien, tanto por parte del fraile en particular como por parte de la comunidad. La comunidad, por tanto, no debía poseer ni casa, ni convento, ni terrenos. Nada. Pobreza en sentido absoluto. Fue una diatriba muy fuerte en la que tuvo que intervenir incluso el papa Juan XXII que, en 1223, se pronunció a favor de los conventuales, es decir, a favor de esa idea de pobreza que es propia de toda la tradición católica (y que yo comparto, obviamente), que no hace coincidir la pobreza con la miseria, con el sufrimiento y la penuria, sino con un uso de los bienes inteligente, libre y desprendido, un uso para su fin verdadero que es la gloria de Cristo en este mundo. Retorna a mi mente esa inolvidable definición de la vida del hombre que dio don Giussani ante Juan Pablo II, el 30 de mayo de 1998: «Cristo, mendigo del corazón del hombre, y el corazón del hombre, mendigo de Cristo» [16]. Ser mendigo del corazón de Cristo es vivir la pobreza tal y como he aprendido, según la enseñanzas de don Giussani. Tal y como creo que también san Francisco educó a los suyos. El corazón «mendigo de Cristo», el bien que se anhela y, por lo tanto, todo lo demás, empezando por el dinero, ocupa su justo lugar, tiene su justo valor. La pobreza nos hace vivir así. Esta observación sobre el contexto histórico en el que vive Dante me parecía necesaria para entender cómo él, al hablar de Francisco, insiste casi exclusivamente en el tema de la pobreza que, en realidad, no agota en absoluto la riqueza del carisma del santo de Asís. El otro documento que es preciso tener en cuenta es el Canto de las criaturas, una oración muy querida para mí. Siempre me ha parecido algo providencial que la historia de la literatura italiana —y en cierto sentido nuestra historia nacional, la historia de Italia, que empieza a tomar consciencia de sí en pleno siglo XIII— tenga su texto fundacional en el Canto de las criaturas. Un hecho extraordinario, porque conjuga una belleza extraordinaria con otro término, que además es el mismo que utiliza la crítica literaria para definir la poesía de Dante, realismo. Realismo es ese sentimiento del ser tan lleno de gratitud que, al acusar el golpe de que las cosas existan, inmediatamente las reconoce como signo que remite a algo distinto; es esa actitud tan admirada de la razón que percibe enseguida la naturaleza de las cosas como signo. Todo es signo de Otro. Este sentimiento de las cosas creadas como signo, este sentimiento de la creación, es la cifra de la religiosidad de Francisco. Y por favor tiremos a la basura esa lectura boba que hace del movimiento franciscano una especie de ecologismo ante naturam. Porque para reducir a Francisco a abanderado de un cierto ecologismo...



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