E-Book, Spanisch, Band 16, 935 Seiten
Reihe: 3 Libros para Conocer
Nervo / Payno / de la Cruz 3 Libros para Conocer Literatura Mexicana
1. Auflage 2021
ISBN: 978-3-98551-314-7
Verlag: Tacet Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 16, 935 Seiten
Reihe: 3 Libros para Conocer
ISBN: 978-3-98551-314-7
Verlag: Tacet Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Bienvenidos a la colección 3 libros para conocer, nuestra idea es ayudar a los lectores a aprender sobre temas fascinantes a través de tres libros imprescindibles y destacados. Estas obras cuidadosamente seleccionadas pueden ser de ficción, no ficción, documentos históricos o incluso biografías. Siempre seleccionaremos para ti tres grandes obras para instigar tu mente, esta vez el tema es: Literatura Mexicana.
• Los bandidos de Rio Fri?o de Manuel Payno.
• El diablo desinteressado de Amado Nervo.
• Poemas de Sor Juana Inés de la Cruz.
Este es uno de los muchos libros de la colección 3 libros para conocer. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la colección, pues estamos convencidos de que alguno de los temas te gustará.
Manuel Payno Flores (Ciudad de México, 21 de junio de 1810 - San Ángel Tenanitla, 1894), conocido como Manuel Payno, fue un escritor, periodista, político y diplomático mexicano.Amado Nervo (Tepic, en el Distrito Militar del mismo nombre desde 1867 hoy Nayarit; 27 de agosto de 18701-Montevideo, Uruguay; 24 de mayo de 1919), cuyo nombre completo era Amado Ruiz de Nervo Ordaz, fue un poeta y escritor mexicano, perteneciente al movimiento modernista.Juana Inés de Asbaje Ramírez de Santillananota (San Miguel Nepantla, Nueva España, 12 de noviembre de 1648-México, Nueva España, 17 de abril de 1695), más conocida como sor Juana Inés de la Cruz, fue una religiosa jerónima y escritora novohispana, exponente del Siglo de Oro de la literatura en español.
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Capítulo XIII
Primeras hazañas de Evaristo De por fuerza tiene el paciente lector que trabar amistad con algunos de nuestros personajes, que no han sido inventados, sino de carne y hueso. Los unos han desaparecido ya de la eterna comedia humana, los otros han envejecido, y el resto, aunque corto, quizá anda por esas calles cubiertas de lodo y de agua en la estación de las lluvias, con su pantalón remangado y su sombrero forrado con un pañuelo de cuadros a falta de paraguas. Los personajes de importancia y calificados de gente decente, los presentaremos al lector, y a los de baja ralea los dejaremos un poco aparte, aunque haciendo conocer sus antecedentes, o al menos, los rasgos más notables de su vida. A esta última categoría pertenece Evaristo el Tornero, a quien fue entregado casi como esclavo el noble hijo del conde del Sauz, salvado de la muerte por la terrible perra Comodina y por la débilísima y desvalida viejecita trapera, acreditada, conocida y apreciada en la importante colonia de la viña. Evaristo era hijo único de un guarda de la aduana de México, y este guarda, llamado Evaristo Lecuona, era un personaje de importancia, porque cuidaba los caballos del Director de Rentas y lo acompañaba en sus diarios paseos. Cuando el director salía de las garitas y dejaba ir al tranco a su grande caballo colorado por las calzadas, generalmente, solas, Lecuona se acercaba y se entablaba una conversación familiar entre los dos, y por este medio sabía el director la conducta de todos los individuos del Resguardo y aun la de muchos de los empleados. Por los respetos del director, un carpintero y tornero al mismo tiempo, recibió al muchacho, y aunque fue entregado por su padre como todos los aprendices es necesario que lo sean, no fue sino con ciertas condiciones que impuso su padre, que lo llevó personalmente. —Que mi hijo aprenda oficio y que sepa ganar su vida, eso sí —dijo al maestro—; pero al que le toque el pelo de la ropa le parto la cabeza con este sable. Y en efecto, sacó con estrépito media hoja del pesado sable guarnecido de plata que siempre cargaba, y el maestro, sin atreverse a hablar una palabra, recibió al joven Evaristo. Era vivo y listo, pero maleta, y en poco tiempo, descomponiendo y quebrando los instrumentos, aprendió a acepillar bien una tabla, a escoplar una moldura a hacer un remiendo a las puertas viejas y otros menudos quehaceres que lo conducían rápidamente al ascenso a medio oficial; pero su intento y su especial capacidad lo inclinaron a la tornería y a la escultura. Con el más impropio instrumento hacía un pájaro, un perrito, un muñequito de madera; sacaba de un zoquete de madera una flor, una hoja, un capricho cualquiera. Su maestro se aprovechó de esta disposición natural, lo dedicó a tallador y sacó muy buen partido dedicándolo a la confección de cómodas y de sillas de salón; pero así y todo, el muchacho le hacía tantos daños de todo género en la casa, que no compensaban con las utilidades; pero jamás se atrevió ni aun a regañarlo, porque Lecuona, que de vez en cuando daba sus vueltas por la carpintería, no dejaba de repetir que al primero que se atreviese siquiera a mirar a su hijo, le partía de medio a medio la cabeza. Un día, el menos pensado, un golpe de sangre al volver del paseo con el Director de Aduana, acabó al robusto Lecuona; y Dios, con todo y su gran sable, se lo llevó a la gloria, y así lo debemos creer, pues no hay noticia en los archivos de la aduana de que, no obstante sus continuas amenazas y el estar muy sobre sí con el valimiento del alto funcionario, Lecuona hubiese llegado a partir con su sable cabeza ninguna. Morir Lecuona y ser puesto el hijo de patitas en la calle, todo fue uno; aunque como exactitud histórica debemos advertir que el maestro tornero no echó al muchacho sino cuando el padre estuvo bien enterrado, temiendo sin duda que, si no le había caído la tierra y la losa encima, hubiese podido cumplirle el ofrecimiento, que tantas veces le había hecho, de partirle la cabeza. El joven Evaristo no lloró a su padre; quizá no tenía todavía la edad y la reflexión bastante; por el contrario, tuvo una especie de gustillo al encontrarse libre, dueño de un buen caballo ensillado y enfrenado, de un par de pistolas, de alguna ropa usada y de poco más de cien pesos que encontró en el fondo de un baúl, como fruto en largos años de economía de su padre. El director quiso proteger al hijo de su guarda favorito, y se lo llevó a su casa en clase de muchacho útil para hacer los mandados; pero no duró un mes, pues los chismes y travesuras con las criadas le concitaron la enemistad de la vieja cocinera, y un día hubo en la despensa, donde encontraron a Evaristo bebiéndose el vino de su nuevo amo, una de todos los diablos. La vieja se fue a escobazos encima de Evaristo; la recamarera, que tenía algo más que simpatías por el mozuelo, lo defendió, azotando las espaldas de la cocinera con una sarta de chorizos de Toluca; el criado antiguo se aprovechó tomando la defensa del honor de la casa, para aplastar un queso fresco en la cara de la doncella y llevarse los demás; los dos gatos de la casa se sacaron entre tanto el asado que estaba ya dispuesto y el perro ladraba a todo el grupo. Al ruido y vociferaciones salió el director con un tomo de leyes en la mano y sus anteojos en la otra. Todos corrieron asustados y dieron poco después explicaciones al amo; pero Evaristo había desaparecido, y cuantas diligencias se hicieron para encontrarlo fueron inútiles. Fuese a refugiar a la casa de otro guarda ya muy viejo, amigo de su padre, que tenía una especie de mesón con alquiler de caballos, fonda y billar, por el rumbo del Rastro. La vida se presentó a Evaristo risueña como nunca, y pasó sus diecinueve años como ni príncipe ni duque los han pasado mejor. Unos días en los canales de la Viga y Santa Anita, remando ya en canoas, ya en chalupas; otros, en el juego de pelota de San Camilo; los domingos, en su caballo alquilado en las carreras de la Coyuya; en las tardes, en las vinaterías, menudeando vasos de mistela y chinguirito con los pillastres y matanceros del barrio; en la noche en el billar, jugando a los palos hasta de a un peso la tregua de cien rayas. Un día era un pleito con un carnicero, y se ponían bombos a trompones; otra noche era una de palos con los tacos en la sala del billar; sin contar las tardes que, en unión de dos o tres, salían a darse de pedradas en la plazuela de San Pablo, por quítame allá esas pajas, con algunos contrincantes. Siempre tenía un brazo envuelto en un pañuelo colorado, o un ojo morado, o cojeaba a causa de una pedrada en la taba. Sin ser borracho, se iba inclinando a la bebida, y cuatro veces había estado en la cárcel por riña y escándalo. En todas ocasiones no dejaba de hacer malos conocimientos con ladronzuelos y gente perdida de otros barrios, que por robos rateros, borracheras y pleitos entran y salen a la Acordada como si fuese su casa o un mesón ya conocido. Cuando caía en la cárcel, sentenciado a uno o dos meses por el gobernador, los ratos que no jugaba a la baraja los dedicaba a labrar con un trozo de madera cualquiera que se proporcionaba y un mal cortaplumas, una figurita tan acabada, tan característica, que no dejaba de llamar la atención de sus mismos compañeros de prisión, y con esto adquiría cierto respeto y consideración. La figurita iba a dar a la mujer o a la querida del alcaide y a veces a la familia del mismo gobernador, lo que le valía el salir realmente cuando la gana se le daba, sin cumplir su condena. Ocho o diez días duraba la enmienda; pasado ese tiempo, o antes, volvía a su vida alegre. Así acabó con las chaquetas de paño y las calzoneras con botones de plata que le dejó el difunto Lecuona; siguió con la silla de montar, con las armas de agua, con todo, y no hay que decir, que los cien pesos habían ya volado. El dueño del mesón murió, y el nuevo dueño lo primero que hizo fue echar a los inquilinos, comenzando por Evaristo, porque eran maletas como él y, sobre todo, llevaban años de no pagar un peso de alquiler. Evaristo se vio lo que se llama en medio de la calle, con lo encapillado y un buen jorongo de Saltillo. Por primera vez, después de tres o cuatro años, pensó que era necesario trabajar para vivir. Dios, como dicen las viejecitas, le tocó el corazón y se retiró a San Ángel en compañía de una muchacha que se dejó robar, sobrina de la figonera del mesón. El descanso que le dejaba esta luna de miel, de la cual no había tenido noticia ni el cura ni el curato, los dedicaba a labrar figuras de madera, y se habilitó para su improvisado matrimonio y para comprar algunos instrumentos, empeñando su jorongo en casa de los gachupines del Colegio de las Niñas. El material que usaba era la madera de naranjo y de capulín, y nada le costaba, porque a las pocas semanas de residencia conocía a palmos las huertas, sabía el punto más accesible de las tapias, y de noche, armado de un puñal-cuchillo y de una sierra bien untada de sebo, se introducía aquí y allá y cortaba los mejores trozos; y como dicen que comiendo viene el apetito, más adelante, aparte de la madera que necesitaba, se sacaba los mejores perones y las peras gamboas más grandes y maduras. De acuerdo con los jardineros unas veces, y otras por su propia cuenta, hacía sus expediciones nocturnas seguido y en compañía de su muchacha, que le guardaba las espaldas y recibía la fruta por la parte de las cercas que daban a la calle. No dejó de correr peligro, pues a veces las balas de los veladores pasaron muy cerca de su cabeza; pero en definitiva no le resultaban sino algunos raspones en las manos y rodillas al subir y bajar por las agudas piedras de las tapias. El pueblo se hacía cruces, pues se componía de...