Nicholson | Invierno | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 304 Seiten

Nicholson Invierno


1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-17109-27-1
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 304 Seiten

ISBN: 978-84-17109-27-1
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
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Una mortecina mañana del mes de noviembre, el anciano escritor Thomas Hardy y su esposa, Florence Dugdale, esperan en su casa de campo la visita de Gertrude, la actriz principal de una adaptación amateur de la novela de Hardy, Tess, la de los d'Urberville. Sin embargo, la llegada de esta hermosa y joven actriz de teatro pronto perturbará el equilibrio de sus recluidas vidas campestres. En esta novela, ambientada en la década de los años veinte, Christopher Nicholson realiza un sutil retrato psicológico de la relación que se estableció (con motivo de la primera adaptación inglesa de Tess) entre el escritor Thomas Hardy, ya en la vejez, su esposa Florence Dugdale y la actriz de teatro Gertrude Bugler. Hardy había dicho en numerosas ocasiones que la joven Gertrude era la verdadera encarnación de la Tess que él había imaginado, lo que despertó los celos de su mujer. Nicholson se sirve de este triángulo para reflexionar sobre el amor y el deseo, pero también sobre sus esperanzas y decepciones.

(Londres, 1956) creció en Surrey y se educó en la Tonbridge School en Kent. Después de la universidad trabajó en Cornwall para una organización benéfica. Posteriormente fue guionista de radio y productor, y realizó numerosos documentales, principalmente para el Servicio Mundial de la BBC en Londres. Durante los últimos veinticinco años ha vivido en el campo, entre Wiltshire y Dorset. Del mismo autor, Gatopardo ediciones ha publicado Invierno (2015) y El cuidador de elefantes (2018).

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Capítulo 2 Anoche le pregunté, y no era la primera vez, porque lo cierto es que se lo he preguntado en varias ocasiones, si podíamos podar algunas ramas, porque ahora la casa queda en sombra la mayor parte del día. El problema se agrava en verano, cuando el follaje nos envuelve, pero incluso ahora que casi ha llegado el invierno los árboles son asfixiantes. Me asfixian y oscurecen mi vida. Esta casa es oscura. No quiso discutirlo. He vuelto a intentarlo esta mañana. —Thomas —le dije—, perdona que vuelva a sacar el tema, pero tenemos que hablar de los árboles. Sé que estás muy preocupado, pero hay que podarlos en esta época del año…, es el momento de podar. Los pájaros ahora no están anidando. Estábamos desayunando, y él no dijo nada, ni una palabra. Miró a otro lado, como si no me hubiera oído. Se puso a mirar su tostada. Dudé si de verdad había llegado a decir algo o simplemente me lo había imaginado. ¿Había perdido el juicio? ¿Salieron las palabras de mis labios, o se habían atascado en mi garganta? Respiré y volví a insistir: —En verano dijiste que no podíamos podarlos, por los pájaros, y ya estamos casi en invierno. Las criadas están de acuerdo conmigo, totalmente de acuerdo. Al señor Caddy también le parece bien. He hablado con él. Los árboles hay que podarlos de vez en cuando. Y la yedra también —añadí, consciente de que mi insistencia empezaba a fastidiarle, de que no quería hablar de eso. Miraba la tostada como si estuviera quemada. Se puso a juguetear con el asa de la taza de té. Cree que no hay que tocar los árboles, por miedo a herirlos. ¿Se puede herir a los árboles? Los árboles no sienten. Habla de mutilación y desfiguración. Una cosa es preocuparse por los sentimientos de los pájaros y los animales, y otra cosa muy distinta es creer que los árboles pueden sufrir igual que los seres humanos. ¿Y mi sufrimiento? ¿Es que no ve que estoy sufriendo? —Esta casa es muy oscura —dije—. Creo que todo sería distinto si tuviera más luz. Me miró a los ojos. —En otro momento, Florence —dijo con suavidad—. Ahora no. Estoy pensando. Me quedé callada. De momento no acerté a decir nada más. Estaba pensando. Es decir, pensando en su trabajo; quizá un poema estuviera cobrando forma en su cabeza. ¿Cómo voy a saber yo qué cosas cobran forma en su cabeza? Sólo sé que por culpa de los árboles estoy condenada a vivir en las sombras. Me gustaría que comprendiera que vuelven la casa oscura y tétrica, y lo mucho que afecta a mi ánimo la falta de luz en los meses de invierno, pero parece que esto no tiene ninguna importancia en comparación con los supuestos sentimientos de los árboles y los pájaros, que necesitan nidos. Nuestros desayunos son siempre iguales. No puedo hablarle y, por tanto, no hablo, aunque a veces le hago preguntas en silencio, en el espacio que debería ocupar la conversación. ¿Has sido feliz alguna vez? ¿Eras feliz de pequeño? ¿Qué te haría feliz ahora? ¿No deberíamos ser felices? ¿No forma parte de nuestra naturaleza, de nuestro ser, luchar por la felicidad? ¿Te ha hecho feliz la escritura? ¿No serías más feliz si pudieras decir «He escrito todo lo que tenía que escribir; se acabó» y abandonaras la pluma? ¿Qué férreo impulso te obliga a continuar? ¿Thomas? Mi vida está llena de preguntas sin respuesta. Lo que más me saca de quicio es esa capacidad suya para demostrar tanta alegría. Cuando alguien viene a tomar el té, es como si se encendiera una luz eléctrica (¡aunque aquí no tenemos electricidad!): de repente se anima, recuerda su infancia y cuenta ingeniosas anécdotas confidenciales. Interpreta un papel. Las personas que nos visitan no saben cómo es en realidad. ¡Se quedan fascinadas! «¡Qué maravilla de hombre!» —me confían al despedirse. (Ah, esa palabra: «¡maravilla!»)—. ¡Qué energía! ¡Qué vitalidad! ¡Qué vigor!» Yo asiento con la cabeza. En cuanto se marchan, esa luz se apaga y Thomas vuelve a ser el mismo de siempre. La verdad es que no hace el más mínimo esfuerzo por mí, por su mujer. Yo, que no hago sino esforzarme por él, que le he entregado mi vida entera, que lo sigo de puntillas, le preparo la ropa, le ayudo a vestirse, le leo en voz alta durante horas todas las noches y hago todo lo humanamente posible por que sea feliz, no merezco la actuación que les ofrece a ellos. Se marchó con Wessie pegado a sus talones. ¡Ay, Wessie, Wessie, quédate conmigo!, le supliqué en silencio. No me dejes sola en este momento. Fue lo único que pude hacer para no llamarlo en voz alta… Pero se fueron los dos. Me quedé en la mesa con mis sentimientos y con las palabras que hubiera podido decir o no decir. La puerta se cerró. Me tembló la mano mientras intentaba beber un sorbo de café. No digo que talemos todos los árboles, sólo quiero despejar un poco los que están más cerca de la casa. ¿Es pedir demasiado? Despejarlos para que la luz, bendita luz, vuelva a entrar libremente en las habitaciones. ¿No era ésa su intención cuanto construyó esta casa, hace cuarenta años? Está orientada al sur; el sol debería entrar a raudales y, sin embargo, es una casa oscura. Pero de momento no hay nada que hacer; en otro momento, en otro momento, me dice siempre. Y así el asunto se aplaza eternamente, mientras los árboles siguen creciendo y acercándose cada vez más. Las ramas casi rozan los cristales de las ventanas, los canalones se atascan con las hojas que caen en otoño, y la yedra invade las chimeneas. El aire es húmedo. Incluso están perjudicando al césped, que está cubierto de musgo y nidos de lombrices. En realidad, yo no creo que los árboles sean seres necesariamente amables. En las circunstancias debidas, reconozco que son muy agradables. Aquí, sin embargo, son hostiles. Si los dejamos crecer a sus anchas invadirán la casa. Es así como he decidido comenzar este relato que me cuento a mí misma, ya que no puedo contárselo a nadie más. Yo también estoy ocupada. Tengo mi ronda de tareas diarias. Hay que sacar a las gallinas del corral. Las tengo en un terreno, a un lado del jardín, apartado de los árboles, al sol. Lo pagué con mi propio dinero, hace cuatro años, porque él no quería comprarlo, a pesar de que tiene mucho más dinero que yo, a pesar de que bien puede ser, según Cockerell, el escritor más rico del país. ¿Es posible? ¿Cómo lo sabe Cockerell? Estuve esperando a ver si se ofrecía a comprar el terreno, pero por lo visto ni se le ocurrió. Y si se le ocurrió no dio ninguna muestra. Se lo podría haber pedido directamente, pero tengo mi orgullo. El caso es que tuve que esquilmar mis modestos ahorros. Así es como están las cosas. Así son. Salen en cuanto abro la puerta del corral. Siete gallinas preciosas. «Bonitas mías, lindas. ¿Cómo estáis?» Quiero mucho a mis gallinas, les hablo con una voz especial y estoy convencida —la verdad es que no sabría decir por qué— de que ellas la reconocen. Estoy segura de que sí. Les he puesto nombre a todas. Ésta es Betty; ésta es Jess; ésta es Hetty. ¡Hetty es una ricura! Ésa es Maud. Cuando el sol está bajo, resplandecen de luz. Les brilla el plumaje. «Paciencia, paciencia —les digo—. Paciencia, bonitas.» Se ponen a cloquear, nerviosas, en cuanto me ven coger la bolsa de grano, antes de meter la mano y esparcir las semillas. Salen corriendo como locas y empiezan a lanzar picotazos, cacareando con una gratitud que me halaga. ¡Incluso mientras comen! ¡Qué cariñosas son y qué alegres! Me sienta bien verlas tan alegres, porque tengo muy pocas alegrías. Me sienta bien tomar el sol, lejos de las sombras alargadas de los árboles. Les echo cuatro puñados de grano. Algunas —sobre todo Betty y Alice— son más grandes y tienen más carácter que las demás. Por favor, por favor os lo pido, ¡tened paciencia! Hay para todas. Ahora mismo están poniendo bien. Ayer recogí tres huevos morenos; hoy, otros tres, que nos vendrán muy bien para la cena de esta noche. Reconozco que a veces pienso que debería tener la consideración de dejarles los huevos, para que se sienten a incubar. ¿Sería más considerado? Pero los huevos no fecundarían, no habría pollitos. Se pasarían horas y horas sentadas inútilmente, y eso sería terrible para ellas, estarían eternamente frustradas. Creo que es preferible que me lleve los huevos, para ahorrarles la frustración. El sol ilumina los campos; los pájaros cantan. Sí, reconozco que ser dueña de ese terreno me produce cierta satisfacción, porque casi todo lo demás es de Thomas. La casa y todo lo que hay en ella es suyo; era suyo mucho antes de que nos casáramos. Vivo encerrada en el caparazón de sus bienes. Sin embargo, ese terreno es mío, y quizá por eso, bien pensado, me alegro de haberlo comprado con mi...



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