Nieto | La isla desnuda | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 35, 220 Seiten

Reihe: Caja baja

Nieto La isla desnuda


1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-17496-94-4
Verlag: La Caja Books
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 35, 220 Seiten

Reihe: Caja baja

ISBN: 978-84-17496-94-4
Verlag: La Caja Books
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



Lola Nieto alquiló una casa en Kioto. Estudió el idioma, escuchó el canto de los pájaros en el jardín abandonado del vecino y oyó el escupitajo de un anciano que cada mañana pasaba junto a su puerta. Allí, tras paredes correderas de papel y sobre los suelos de tatami, habitaba un espacio situado entre dos reinos sonoros. Se movía entre el español y el japonés al igual que las itako -las chamanas ciegas que viven en el antiguo volcán de Osorezan- van y vienen del más allá para hacer hablar a los muertos. La isla desnuda nos embarca en una travesía de ida y vuelta: nos adentra en los kanjis; los santuarios del shint? y sus rituales; los daimones, las chamanas y los kami; las atrocidades que recorren la historia de Japón así como su teatro, su cine y su literatura. Y nos devuelve a una lengua materna, contaminada y extrañada, en la que de los sonidos de las palabras brotan racimos de significados impensables. En estas páginas, la escritora contorsiona el lenguaje y deshace su historia hasta invocar el origen de cada término. El resultado es un encantamiento en el que resuena el dolor por la enfermedad del padre, la ternura y el silencio. La palabra de la autora cae en la página como una piedra en un río. La reflexión, el diario y el poema se congregan aquí como las ondas concéntricas que se dibujan sobre la superficie del agua. La precisión, la plasticidad y la imaginación auditiva que Lola Nieto combina en esta obra delicadamente monstruosa la sitúan como una de las ensayistas más sugerentes de nuestra lengua.   Luna Miguel: «Una escritura alucinada y extremadamente tierna. Lola Nieto no se parece a nada ni a nadie salvo a ella misma: qué voz loca, lírica, primaveral, niponísima, ¡e inteligente hasta el desmayo». Patricia Almarcegui, autora de Cuadernos perdidos de Japón: «Lola Nieto conoce bien Japón y lo lleva en este libro al lugar del acontecimiento poético. Asistimos a la geografía emocional del país y a la aplicación por fin de otros sentidos. La autora no solo mira, sino que escucha. Los sentidos se activan y surge otro regalo; la reflexión poética del lenguaje gracias a Japón». Raúl Quinto: «Es un viaje a tientas, donde se avanza con las yemas de los dedos del corazón, hacia el interior de las palabras, hacia el interior de la propia conciencia del dolor y la estupefacción hacia el mundo. Aquí se aprende mucho, es un festival de historias, mitos, datos, anécdotas, pero también se aprende a no aprender, a no querer atrapar el mundo porque el mundo es justo lo que no se puede atrapar. Aquí hay poesía y horror, este es un libro sobre la ternura y el aprendizaje del duelo. Este es un libro sobre los espejos extraños y sobre un monstruo llamado Japón. Hay que leer La isla desnuda porque rara vez alguien nos propone un viaje al límite de tantas cosas como Lola Nieto». Juan F. Rivero: «Un ensayo (y poema, al menos a mi modo de ver) tan delicado como firme, valiente, poderoso, crudo. Bellísimo en completitud. Id a leerlo cuanto antes. Tanto si os interesa el tema japonés como si no.»

Lola Nieto (Barcelona,1985). Es doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona. Ejerce como profesora. Ha coeditado la Revista Kokoro (www.revistakokoro.com) y ha coordinado la editorial Kokoro Libros. Ha publicado los poemarios Alambres (Kriller71, 2014), Tuscumbia (Harpo, 2016), Vozánica (Harpo, 2018) y Caracol (RIL editores, 2021). Ha participado en diversos festivales de poesía experimental como el European Poetry Festival en Londres, el International Interdisciplinary Literature Festival SARDAM en Chipre, la Bienal Europea de Poesía en Brasov, el Festival Voix Vives de Toledo o el Festival Internacional de Poesia de Barcelona, además de actuar en espacios como el Bowery Poetry Club en Nueva York o el BUoY en Tokio.
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Perder

Chü Chih, maestro zen chino del siglo ix, al ser interrogado acerca de la naturaleza del Buda, indefectiblemente y sin mediar palabra, levantaba un dedo.

Un anciano.
En silencio.
El dedo erguido.

Esa era toda respuesta.

Un día Chü Chih supo que su discípulo había tomado por costumbre imitar su conducta. Cuando en ausencia del maestro al novicio se le planteaba una cuestión sobre el zen, callaba y alzaba un dedo, emulando al monje. Chü Chih le hizo llamar. «He sabido que has comprendido la esencia del budismo», le dijo. «¿Es así?». El muchacho asintió. «Y bien, ¿qué es el Buda?». Ante tal pregunta, el discípulo levantó el dedo. En ese momento, Chü Chih sacó el cuchillo que guardaba bajo sus hábitos y cortó la extremidad de un solo tajo. Mientras el otro huía despavorido y chillando de dolor, el maestro insistió: «¿Qué es el Buda?». En un acto reflejo, el muchacho levantó la mano ensangrentada con la intención de mostrar el dedo. Pero no había dedo. Se dice que de inmediato el discípulo alcanzó la iluminación.



*

El maestro no pretendía castigar a su discípulo.

Solo se alcanza cierta sabiduría si perdemos algo a lo que nos sentimos apegados.


*

En los últimos años de su vida, mi tío abuelo aseguraba que unos pájaros anidaban dentro de su oído. Se quedaba quieto, los ojos exageradamente abiertos, extraviados, escuchando ese curioso piar que solo él era capaz de percibir.


*

Antes de eso, mi tío me enseñó a leer mi nombre sobre una tumba. Íbamos al cementerio y, mientras mi padre limpiaba el nicho familiar, él me cogía del hombro y me conducía hasta la lápida. Era una sepultura sencilla, de mármol. Encima tan solo unas letras plateadas, sin fechas ni mementos. «Lee», me ordenaba. «L-O-L-I-T-A». Así es como siempre me han llamado en casa. «Es tu tumba», me decía. Y sonreía.


*

Apreciaba esos momentos con él. Solos frente a los restos de alguien de quien nunca sabríamos nada, salvo una palabra. Los dos susurrábamos mi nombre, como si yo estuviera viva y muerta a la vez, como si morir consistiera en permanecer de pie junto a la persona que más nos quiere leyendo la palabra que nos instauró en el mundo, paladeando la extrañeza de ese sonido, la distancia que se abre en su absoluta inconsistencia. Un plácido abismo. Aprendí a leer para aprender a leer lo que se muere. Ahora sé que me cogía del hombro y me conducía hasta allí para que entendiera que algún día perdería algo a lo que me sentía apegada.

El silbo muerto

Cuando mi tío empezó a escuchar pájaros, sus huesos se deterioraron. Se caía. A duras penas conseguía arrastrarlo por el suelo hasta su cama. Lo tumbaba allí. Le quitaba los zapatos, los pantalones, la camisa, el reloj, las gafas. Le ponía el pijama, lo tapaba con mantas. «¿Escuchas a los pajaritos?». Cuando me preguntaba eso, por no enojarle, por pura fatiga, acercaba mi oído a su oído. «No, no oigo nada, tío, no hay nada». Él me miraba contrariado. «Escucha bien, están cantando ahora mismo». Y abría los ojos desmesuradamente, como si además de oír la melodía también viera las plumas en algún lugar remoto de su delirio.


*

Lo juro, lo oí. Él estaba acostado en la cama en la que yo había dormido tantas noches, cuando de niña me quedaba en casa de mi abuela los días que mis padres no podían hacerse cargo de mí. Encima de la mesilla, había un plato con la piel de una manzana. Al lado, un vaso de agua. Apagué la luz. Fue entonces. Escuché un silbo menguante. Después, el aleteo amoroso que brotaba del pozo oscuro de su oído.


*

Temí acabar así. No que los pájaros anidaran dentro de mi oído. Sino que me encerraran por loca, como habían hecho con mi tío.


*

Callé. Murió sin que se lo hubiese dicho.


*

La primera tarde que pasé en Tokio pensé que solo yo podía oír la melodía. Me sobrecogí. Me detuve en medio de un cruce entre los rascacielos y las librerías del barrio de Jinbocho. Miré instintivamente al cielo. No vi pájaros. Cantaban en otro lugar. Entendí que había llegado el momento. Había viajado hasta tan lejos para encontrar el sonido que vivía en el oído de mi tío. Para estar con él a través de esa música que por fin me visitaba tantos años después.


*

Pero me equivocaba.

Lo que oía era la canción infantil que en todas las ciudades de Japón suena a las cinco de la tarde y advierte a los niños que pronto va a oscurecer y deben regresar a sus casas. Señala el final del día. La luz se acaba. Guareceos.

Esa nana, melancólica y antigua, que tantas veces escuché a partir de entonces, sirve además para que los municipios del país se cercioren a diario del buen funcionamiento de la red de altavoces de que disponen, pues, en caso de desastre natural, con ellos alertarían a los residentes de la necesidad de huir a los refugios.


*

No eran los pájaros que anidaban dentro de su oído, sino la constatación de que había perdido ese sonido para siempre, que ya nunca recobraría la posibilidad de confesarle a mi tío que un día escuché nítido y hermoso el silbo que cantaba en su interior.

Dioses sordos

Izanagi e Izanami fueron las deidades celestiales que crearon las islas de Japón. Removieron las aguas con una alabarda hasta que una gota quedó prendida de la punta, se hizo cada vez más densa y se convirtió en un pedazo de tierra. Sobre esa isla anclaron un pilar y levantaron un palacio. En torno a la columna sagrada giraron, cada cónyuge en sentido contrario, hasta encontrarse. Izanami, la diosa, saludó en primer lugar, lo que se interpretó como un atrevimiento y un mal augurio. El hombre debía anteponerse. En consecuencia, el primer hijo nació deforme y tullido, sin brazos ni piernas, deshuesado, sordo. Un monstruo. Lo llamaron Hiruko, que significa «niño sanguijuela».

Avergonzados por la aberrante criatura, los dioses lanzaron a su primogénito al mar para que muriese, con la intención de empezar una nueva saga. Sin embargo, escurridizo y lisiado, Hiruko atravesó las aguas como un pez hasta llegar a Hokkaido, donde fue rescatado por un hombre de la etnia ainu. Este lo llevó a su choza y le dio cuanto tenía: alimento, cuidado, abrigo por las noches. También le concedió un nombre: Ebisu, que se escribe con los kanjis de «sabiduría» y «longevidad». Rápidamente al niño le crecieron las piernas y los brazos y fue capaz de caminar. Aprendió el arte de la pesca y se convirtió en un dios de la fortuna, amable y respetuoso, dichoso y sereno. De su nefasto origen solo mantuvo la sordera.


*

El décimo día del décimo mes lunar (a mediados de noviembre aproximadamente) los ocho millones de dioses que viven en Japón se reúnen en el santuario de Izumo, el más antiguo del país. Todas las ciudades, pueblos y aldeas ven marchar a sus kami en una peregrinación que les lleva a la playa de Inasa. Para que no se pierdan en el laberinto blanco del cielo (Izumo significa «la aparición de las nubes»), se encienden hogueras. Son señales. Desde la orilla se les conduce por las calles a través de un camino velado por sábanas, puesto que nadie puede ver el desfile sagrado. Una vez en el santuario y durante un mes, los kami deciden el porvenir de todos los seres que habitan el archipiélago. Qué fortunas, desvelos, alegrías, qué vidas y muertes, qué rechazos y caricias acontecerán a lo largo del siguiente año. Por eso, en Izumo a este mes se le llama kamiarizuki: el mes de los dioses. El resto del país, que queda huérfano, habla de kannazuki: el mes sin deidades.


*

Solo un dios no acude a Izumo. Es Ebisu. Y es que no escucha el llamado, no puede, y por tanto vaga por los campos, inocente y despreocupado, ajeno al cónclave divino, sordo, indiferente al poder; toca con las manos insectos y plantas, peces y troncos; obra pequeños instantes de gozo cuando nadie lo ve.


*

Ebisu fue abandonado por sus padres. Un pescador ainu —tal nombre recibe la civilización del norte del país que fue destruida, colonizada y asimilada por el dominio nipón— lo salvó. Un réprobo cuidado por otro réprobo. Como si la ternura solo fuera posible entre aquellos que no son dignos de ser escuchados. ¿Quiénes son los sordos?


*

Sanguijuela para los de su sangre. Sabio para quienes lo hallaron perdido, abatido, solo.

¿Algo se oye si no es desde la compasión?


*

Ebisu no surcó las aguas del mar hasta llegar a Hokkaido. Flotó en el aceite ingrato al que sus padres lo lanzaron como un desperdicio, la aberración, el excremento.

Ebisu se tragó el cielo pringoso de su sufrimiento y decidió que ese dolor sería una suave asistencia para otros. Así, el niño sordo, el engendro, el pez sin padres, brinda bondad y fortuna a los que se cruzan en su camino. En absoluto le importa si lo merecen o no. A Ebisu eso no le incumbe. Es el dios de la suerte. El portador de la fiera ternura.


*

Enfermo y viejo, mi tío se moría despacio.

En los últimos años, era incapaz de sostenerse en pie. «Tengo...



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