Nobbs | El regreso de Reginald Perrin | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 384 Seiten

Reihe: Impedimenta

Nobbs El regreso de Reginald Perrin


1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-15979-24-1
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 384 Seiten

Reihe: Impedimenta

ISBN: 978-84-15979-24-1
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Reggie Perrin es un hombre gris, de mediana edad, que lleva una vida si cabe más gris. Hasta que un día decide simular su propio suicidio y comenzar de nuevo como una persona diferente. 'El regreso de Reginald Perrin' retoma el espíritu de la hilarante y agridulce 'Caída y auge de Reginald Perrin', y nos ofrece las nuevas aventuras de uno de los antihéroes más inolvidables de la literatura británica reciente. Tras diversas tribulaciones, incluida la temporada en que nuestro protagonista se ve obligado a cuidar gorrinos en una granja, Reggie abrirá una tienda, 'Basura', en la que todo lo que se vende es completa y absolutamente inútil. Para su sorpresa, el proyecto se convierte en un éxito apabullante. Cuando Reggie decide destruir el monstruo que ha creado, se da cuenta de que hay criaturas difícilmente eliminables. Un canto a la condición suburbana y a la miseria del hombre moderno; una 'comedia trágica' plasmada con un ácido humor a prueba de bombas.

David Nobbs nació en Orpington, en el condado inglés de Kent, en marzo de 1935. A pesar de ser hijo y nieto de profesores, jamás en la vida tuvo siquiera tiempo para pensar en dedicarse a la enseñanza. Tras hacer el servicio militar en el cuerpo de ferroviarios y convertirse en guardavías, estudió Lenguas Clásicas en Cambridge y comenzó a escribir. Incluso planeó mudarse a Viena (por entonces la ciudad más barata de Europa), alquilar una buhardilla y convertirse en un novelista muerto de hambre. Afortunadamente, le salió al paso la oportunidad de trabajar en un pequeño periódico de Sheffield, donde comenzó una titubeante carrera como reportero. El propio autor afirmaría más tarde que fue probablemente el periodista más pésimo de la historia de Inglaterra. De hecho, dedicaba sus días a beber una pinta tras otra en el pub del barrio y a escribir obras de teatro impublicables. Dotado de una vis cómica a prueba de bombas, pronto empezó a colaborar como guionista para varios programas humorísticos de la BBC. En 1965, cuando vio la luz su primera novela, The Itinerant Lodger, el Daily Telegraph dijo literalmente de ella que 'presumiblemente, se trataba de una historia graciosa'. El éxito, sin embargo, le llegaría en 1975 con la publicación de Caída y auge de Reginald Perrin, que conocería una secuela en El regreso de Reginald Perrin (1977) y en The Better World of Reginald Perrin (1978). El personaje de Reggie Perrin, que se hizo inmortalmente famoso, y que incluso creó escuela entre la nueva generación de autores británicos de los ochenta, sería recuperado en 1995 en The Legacy of Reginald Perrin. Actualmente, David Nobbs vive con su segunda esposa en una bellísima casa sobre las colinas de North Yorkshire. Le sigue encantando descubrir pubs rurales, y es un hincha acérrimo del Hereford United.

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Capítulo 2

El martes por la mañana el sol asomó acuoso, con un brillo acorde con el día. —Siento lo de ayer —le dijo Reggie al técnico de la telefónica—, ¡pero es que no puedo con Martin Wellbourne! —No pasa nada, jefe —repuso este—. Ningún hueso roto. Pero, a todo esto, ¿quién es ese Martin Wellbourne? —Yo. El técnico dio un respingo y aterrizó de culo en su agujero. El de las 8.16 llegó a Waterloo con diecisiete minutos de retraso. Renovación de vías en Queen’s Road. C. J. se acababa de reincorporar a su puesto. —Siéntate, Martin, siéntate. Reggie retiró de la mesa una silla de respaldo duro y se sentó. —No te fías de los sillones, ¿eh? —comentó C. J.—. No te culpo. No habría llegado adonde estoy si me hubiera fiado de los sillones. —Desde luego que no, C. J. El despacho era espacioso y estaba tapizado con una gruesa moqueta amarilla y dos alfombrillas rojas circulares. C. J. estaba sentado en una silla giratoria de acero tras un enorme escritorio de palisandro. —Tengo que informarte de algo, C. J. —¿El trabajo marcha, Martin? ¿Me tienes a todo el mundo con la moral bien alta? —Sí, C. J., me… —¿Cómo va el club de folk vespertino? —Muy bien, C. J. Hoy canta Parker, de Flanes. —Ese hombre podría ser perfectamente el primo de Dylan Thomas —comentó C. J. Por el cercano río resonó la sirena de un remolcador. —El caso es que… —¡Lo importante es participar! —Sin la menor duda, C. J. Me… —El sábado quedé con un tipo que en tiempos fue el médico de la empresa. Morrissey, se apellida. Un hombre con la cabeza bien amueblada. Una vez le despedí. —Verdaderamente fascinante, C. J. Me… —Pues bien, le he devuelto el puesto. Me he dado cuenta de lo importantes que son la lealtad y la felicidad. Lealtad y felicidad, Martin. —Eso mismo, lo que tú digas, C. J. —Bueno, ¿qué querías? ¡Suéltalo ya! ¡Desembucha! No dejes para hoy lo que puedas hacer mañana. —La producción ha caído en un uno coma dos por ciento y el absentismo laboral ha crecido el tres coma uno por ciento —le informó Reggie. —Vaya. C. J. midió la habitación con pasos presurosos sin dejar de fijar con la mirada los cuadros de la pared, como para coger fuerzas. El Bratby y el Bacon se habían visto desplazados por obras que cantaban más abiertamente a la felicidad: dos paisajes del Lake District, una naturaleza muerta con langosta incluida y un retrato del cómico Ken Dodd. —He analizado los resultados de los cuestionarios, C. J. —¿Y? —bramó C. J. —Verás, hay muchas cosas que a mucha gente le gustan mucho, C. J. —Bien, genial, fetén. —Exacto, tú lo has dicho, fetén. Pero hay otras cosillas… minucias… que a mucha gente le desagradan mucho, C. J. —¿Qué cosillas, Martin? —Bueno… em… minucias, poco más. El… em… el edificio en sí, C. J. Y las… esto… las oficinas, y el mobiliario y… ejem… —¿El qué? —El producto en sí, C. J. Al parecer no llevan bien lo de producir púdines instantáneos. —Vaya. C. J. miró de reojo los paisajes lacustres, la langosta y a Ken Dodd; su sola visión pareció infundirle energías renovadas. —Bah, tonterías, puras bagatelas, Martin. No debemos permitir que los reveses a corto plazo ensombrezcan las perspectivas a largo plazo. Ni mi señora ni yo hemos permitido jamás que los reveses a corto plazo ensombrezcan las perspectivas a largo plazo. —Ya me imagino que no, C. J. El jefe se echó hacia delante con una vehemencia inesperada. Tenía los ojos brillantes. —Ya recogeremos los frutos, ya. Tú sigue trabajando así de bien. Y no olvides que, en cierto modo, estás manteniendo con vida a Reggie Perrin. —No lo olvidaré, C. J. —contestó Reggie.


—A la atención del Gabinete de Ubicación de Oficinas, muelle sur, Tobermory (Isla de Mull). Estimados señores… —Suspiro. —¿Está usted bien, señor Wellbourne? —le preguntó Joan. —Estoy de perlas. Es solo que este asunto de hacer feliz a todo el mundo me está haciendo un desgraciado. —Owen Lewis, de Tartas, viene dentro de cinco minutos. Para su charla mensual. —Ah, perfecto, pues que venga. Yo me voy a casa.


Sin embargo, Reggie no se fue a casa; en lugar de eso, fue a ver a su encantadora hija Linda a su encantador pareado de la encantadora población de Thames Brigthwell. Linda descorchó una botella del vino de coles de Bruselas de Tom y se acomodó en la chaise longue. Cuando Reggie fue a sentarse en un sillón, pegó un brinco, acompañado de un grito. Escondido en el asiento había un cuchillo insólitamente afilado. —Te has sentado encima del cortaberenjenas —le explicó Linda. —¿Del qué? —Tom me regaló un juego de utensilios para verduras en Navidad. Viene uno distinto para cada verdura: un pelaendivias, un rallacalabacines… —Ah, estupendo. ¡Una casa sin un rallacalabacines es como un jardín sin flores! —Para ti es muy fácil burlarte, papá, pero si uno quiere medrar como corredor de fincas no puede ser menos que el vecino. Reggie se sentó de nuevo, esta vez con mucho cuidado. —Eres la única persona del mundo que sabe quién soy realmente. —Tu secreto está a salvo conmigo. Reggie le dio un trago al vino y en su cara se dibujó una mueca de asco. —Está repugnante. —El setenta y dos no fue un buen año para las coles. Reggie sacó un uómbat de peluche de debajo del cojín. —Tus niños tienen unos juguetes la mar de monos. —Tom no les deja tener nada violento. Le ha confiscado a Adam la maqueta del Tercer Regimiento de Paracaidistas que le regaló Jimmy. —Yo creía que Tom creía en la libertad. —En la libertad y en la paz. —Supongo que los principios pueden ser algo confusos… Ay, Linda, ¿qué voy a hacer? —Quizás deberías hacer que Martin Wellbourne dejara sus ropas apiladas en la playa y reapareciera como Reggie Perrin. —¿Cómo? ¿Asistiendo al funeral de Martin Wellbourne y casándome con tu madre por tercera vez? Esto no es cosa de broma, Linda. —Perdona. Esta le dio un beso a su padre cuidándose mucho de evitar la barba pinchuda de Martin Wellbourne. Reggie miró al otro lado del césped, una franja de hierba alargada culminada por el capricho gótico de piedra que se había construido Tom. —Me preguntaba si podrías contarle tú la verdad a tu madre… —¿Yo? Si alguien tiene que contársela, eres tú. —Puede que no sea tan fácil. Ya se ha acostumbrado a mi nuevo yo. De hecho, a veces creo que me prefiere a mí mismo antes que a mí. —No te prefiere a ti mismo antes que a ti, no digas tonterías —repuso Linda—. Si prefiere a alguien, es a ti. —Pero es que va a ser todo un golpe para ella como se lo diga. —A lo mejor no es para tanto. Tú díselo, papá. Y ya. Hazlo esta misma noche. —Sí. Sí. Lo he decidido: se lo diré esta noche. ¿De veras crees que debería decírselo? —Si es lo que quieres… Linda le sirvió a su padre otra copa del líquido, de un color amarillo verdoso. —El coraje del beodo. —Más bien, del belga. Adam y Jocasta llegaron corriendo, seguidos a corta distancia por su padre. —Hola, Tom. ¿Cómo anda el genio barbudo de los anuncios de casas del valle del Támesis? —Buenas, Martin. Santo Dios, ¿no estarás bebiendo el vino de coles de Bruselas, verdad? —Sí. —Es imbebible. Hasta la fecha, se trata de mi único tropiezo. No se le puede pedir vino a esas coles. Tom cogió la copa de Reggie y tiró lo que quedaba por el fregadero. Reggie no tardó en irse. Cuando se volvió para echar una última mirada, Adam estaba abriéndole la garganta al uómbat con el cortaberenjenas.


Linda llamó a Elizabeth desde la cabina de enfrente de la iglesia. Las gélidas corrientes de marzo se colaban por los cristales que los vándalos habían roto. —Papá acaba de estar por aquí. Te va a decir que es Reggie. —Ah… Fuera, un hombre con cara siniestra daba saltitos de una pierna a la otra, como si la cabina fuese un urinario. —¿Estás contenta? —le preguntó Linda. —Pues no lo sé, la verdad. En realidad me he pasado gran parte del tiempo intentando ponérselo fácil para que me lo dijera, pero ahora me da miedo. Linda estaba segura de que el tipo no era más que un pinchaúvas. —He pensado que era mejor avisarte para...



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