Osoha / Demeillers | Viaje a Liberland | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 10, 276 Seiten

Reihe: Caja Alta

Osoha / Demeillers Viaje a Liberland

La historia de un país inventado en el corazón de Europa
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-17496-79-1
Verlag: La Caja Books
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

La historia de un país inventado en el corazón de Europa

E-Book, Spanisch, Band 10, 276 Seiten

Reihe: Caja Alta

ISBN: 978-84-17496-79-1
Verlag: La Caja Books
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



Hay lugares en el mundo que no pertenecen a ningún país. Son terra nullius, tierras de nadie. En Europa hay una, entre Serbia y Croacia, en la orilla oeste del Danubio. Su nombre es Gornja Siga. Para los pescadores locales no es más que un barrizal, pero para Vít Jedli?ka y sus amigos libertarios es un espacio virgen para la imaginación. El suelo soñado sobre el que levantar su micropaís: Liberland. El lema nacional es «Vive y deja vivir» aunque bajo la brillante promesa de libertad yace el deseo de crear un paraíso fiscal que tiene por nuevos dioses al bitcoin y a la propiedad privada. Una utopía anarcocapitalista en el tuétano de Europa, justo en la frontera entre dos países que aún intentan reparar el desgarro del nacionalismo y que ven con horror la estampa de una nueva bandera ondeando junto al Danubio. Timothée Demeillers y Grégoire Osoha han viajado hasta allí para narrar los contratiempos y las derivas de Liberland y su presidente Vít Jedli?ka. Un personaje quijotesco que vive en una eterna gira mundial para recabar financiación y reconocimiento. Que ve la investidura de Donald Trump desde las primeras filas. Que da conferencias en think tanks de ultraderecha y es aplaudido por salones de criptoentusiastas. Que intenta participar en la Copa Mundial de Fútbol de las naciones no reconocidas junto a Abjasia, Rutenia subcarpática o Laponia. Que colabora en un concurso de belleza organizado por proxenetas en el que oportunamente gana Miss Liberland. Que se mueve con soltura en una red de falsos cónsules, políticos de pega y estafadores profesionales. Viaje a Liberland cuenta la odisea de un país ilusorio y la de sus ciudadanos alucinados con la libertad y el dinero.

Grégoire Osoha es periodista independiente y productor de podcast. En los últimos años, él y Timothée Demeillers han visitado y recorrido los Balcanes en numerosas ocasiones. Viaje a Liberland, escrito a cuatro manos, y los documentales, Vukovar(s) y Kosovo, problemas de identidad son fruto de aquellos viajes.
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12. Un polvorín

Descubrimos la existencia de Liberland casi por casualidad.

Todo empezó en el otoño de 2009, a través de Ivan, el simpatiquísimo recepcionista de un albergue donde éramos los únicos clientes. Nos sirvió un café caliente muy especiado, «un café a la turca», y empezó a contarnos su vida. Con su fina perilla rubia, Ivan se parecía un poco a D’Artagnan. Un D’Artagnan anacrónico, enfundado en un chándal Sergio Tacchini.

Mientras se bebía el café ardiente a sorbitos, nos hablaba de sus orígenes. Había nacido en Eslavonia, una región formada por inmensas llanuras agrícolas, salpicadas por pueblecitos, cuya existencia, al parecer, había olvidado el resto del país. Inmensos campos dorados, situados en el extremo este de Croacia. En el rincón con forma de cruasán, el más oriental del país. En los confines. De espaldas a las imagenes de los folletos que tanto valoran los turistas de todo el mundo.

Cuando terminó su turno, nos propuso que fuéramos a tomar algo con él. Se quitó el chándal y se puso ropa de calle –unos vaqueros azul oscuro y una camiseta–; luego lo seguimos por las calles adoquinadas de la fortaleza de Osijek, entre las fachadas barrocas de colores pastel. Nos llevó a un bar diminuto en un sótano en el que casi había que contorsionarse para entrar por la puerta. Nos dio la impresión de que conocía mucho al encargado.

–¡Tenéis que probar el raki! –nos dijo.

Nos sirvieron el líquido turbio en un frasquito como de alquimista, acompañado por unos vasos de Osjecko, la cerveza local. Entonces empezamos a interrogarle sobre su país y enseguida las preguntas se centraron en la guerra, porque, como a tantos occidentales, nos atormentaban esas cuestiones desde que llegamos a su región, desde que descubrimos los restos de balazos en las fachadas, las casas carbonizadas y los pueblos fantasma. El aguardiente nos desató el arrojo: «Y entonces…, ¿cómo fue la guerra? ¿Y a ti? ¿Qué recuerdos tienes?». Y, alentados por sus respuestas bondadosas y amables, nos atrevimos a formularle preguntas cada vez más íntimas: «¿Cómo fue la experiencia de las bombas? ¿Viste muertos? ¿Y tu padre tuvo que luchar?». Ivan, con una paciencia infinita, sin dejar de sonreír, contestó al interrogatorio de esos viajeros ávidos de épocas convulsas. Luego mencionó Vukovar.

Vukovar. El nombre nos sonaba vagamente, nos traía recuerdos lejanos de una batalla olvidada. Como Solferino. Como Austerlitz. Resonancias bélicas familiares, pero demasiado distantes como para recordar realmente qué sucedió. Quién había luchado contra quién. Quién fue el agresor y quién la víctima. No preguntamos nada, convencidos de que enseguida lo sabríamos. Esta vez, Ivan continuó hablando sin necesidad de que le sonsacáramos. Nos miró sin pestañear, primero a uno y después al otro, y nos preguntó, literalmente, con suma frialdad:

–¿Sabíais que allí los niños serbios y los croatas no se mezclan?

Pidió otra ronda de raki y de cervezas y nos los contó en detalle.

Un edificio. Un parvulario que no se parece a ningún otro parvulario: un centenar de niños que hablan la misma lengua, pero dos clases, dos patios de recreo, dos comedores y dos puertas que llevan a la misma puerta principal. Dos puertas separadas por unos veinte centímetros, dos puertas del mismo tamaño, del mismo color, fabricadas con los mismos materiales, dos puertas aparentemente idénticas para aquellos que no lo sabían. Aunque allí todo el mundo lo sabía. Todo el mundo sabía que aquellas dos puertas no eran iguales. Que no tenían la misma función. Ni el mismo papel simbólico. Los croatas entraban por la de la derecha, mientras que los serbios entraban por la de la izquierda, pese a que las dos puertas conducían al mismo vestíbulo, pese a que en cualquier otra parte del mundo habría dado igual que un croata de cuatro años entrara por descuido por la puerta de la derecha. Aunque, precisamente allí, sí que habría tenido consecuencias. Se podría haber interpretado como una provocación o una ofensa, por eso nadie se equivocaba. Allí todo el mundo lo sabía. Del mismo modo que todo el mundo sabía que se elegía a las señoras de la limpieza por su pertenencia étnica. Una serbia para limpiar la mitad izquierda del edificio y del vestíbulo. Una croata para la parte derecha. Y, como buenas empleadas, dejaban de pasar la fregona a propósito a lo largo de una frontera invisible para cualquiera que no lo supiera: la frontera entre las baldosas serbias y las baldosas croatas de la entrada.

Ivan prosiguió su relato. Le indignaba tanto aquella situación como el hecho de que nadie lo comentara, así que siguió, con la lengua desatada por el aguardiente afrutado:

–¿Os dais cuenta de que hasta el patio está dividido? ¡Para que los niños no puedan jugar entre ellos!

Se mostraba contenido, pero lo explicaba con una expresión fatalista. Casi con frialdad. Como si no se pudiera hacer nada al respecto.

–Incluso pusieron unas rejas en la escuela, para separar a los niños… para que su inocencia no les juegue una mala pasada y decidan mezclarse, por su cuenta y riesgo, desafiando a sus padres.

Para que ellos también lo sepan con cuatro años.

Tal vez influyera el raki o la hora tardía, pero el caso es que su historia nos dejó como si nos hubieran dado una bofetada. Prometimos a Ivan que regresaríamos. La verdad es que parecía una promesa en el aire. No pensábamos que la historia de ese parvulario donde se aprendía a ser distinto desde muy pequeño llegaría a obsesionarnos una vez de vuelta en Francia. Creíamos que, yendo a Vukovar, podríamos comprender cómo se construye la diferencia. Aproximarnos así a las raíces de la identidad y del odio, aunque nosotros dos compartíamos el hecho de tener varias identidades.

Al cabo de más de seis años, en la primavera de 2006, regresamos con un proyecto de documental. La estación del año era distinta. En lugar de los calores de finales del verano, nos encontramos con la grisura y la humedad de principios de primavera. Nos detuvimos en Osijek, donde vimos a Ivan en su hostal. Se alegró de que hubiéramos cumplido nuestra promesa y nos deseó buena suerte.

Al día siguiente, tras una noche de fiesta en una barcaza convertida en discoteca, con la cabeza embotada, la carretera nos parecía recta e inmóvil. Nos acercábamos a nuestro objetivo. Al final de la carretera, llegamos a las afueras de una ciudad. Casas cada vez más juntas entre las que apareció una rutilante gasolinera, una parada de autobús desierta y un hipermercado escandaloso, con el aparcamiento medio lleno de pequeños coches de colores como confeti pisado.

El letrero anunciaba «Vukovar».

La lluvia atravesó los nubarrones grises que daban al cielo un aspecto de ropa sucia. Unas gotitas tenaces caían sobre los barrios de la ciudad, sobre los edificios uniformes de hormigón oscuro de color arcilla. Una arquitectura funcional de la década de 1970, construida a toda prisa sin ninguna voluntad estética. Los carteles arrugados colgaban en los escaparates de las peluquerías anunciando el concierto ya pasado de una estrella folclórica local. Las droguerías exponían productos inverosímiles «made in China». Los dependientes de las tiendas de electrodomésticos, arrellanados en sillas con ruedas detrás de sus mesas de conglomerado, combatían el sopor que los asediaba navegando por Facebook. Enseguida nos asaltó una extraña pesadumbre.

Por fin llegamos al centro de la ciudad. O a lo que quedaba de ella. Casas históricas, de una arquitectura modesta, recordaban que antaño la elección de los materiales era tan importante como la preocupación por los acabados. Un riachuelo llamado Vuka y unos humildes parterres de flores transmitían cierta calma. Algunos transeúntes iban de una tienda de moda anticuada a un café lleno de humo. Sombras sin rostro. Vukovar parecía una ciudad congelada en el tiempo que había perdido la esperanza en el futuro.

Allí el pasado afloraba en todas partes. Vukovar, como una Stalingrado croata, aparecía desfigurada por los ochenta y siete días de asedio y los centenares de miles de obuses que la redujeron a escombros. Una lucha desigual entre los defensores croatas armados con simples fusiles y el ejército yugoslavo, con tanques y aviones. El mismo ejército yugoslavo que empezó allí su servidumbre a las ideas nacionalistas serbias. El 18 de noviembre de 1991, la ciudad cayó en manos de los serbios. Treinta años después, Vukovar fue devuelta a Croacia, pero todo recuerda el conflicto: los museos de la guerra, la omnipresencia de memoriales dedicados a los heroicos defensores, un sinfín de asociaciones de antiguos combatientes e infinidad de grafitis que glorifican a guerreros de infausta reputación.

No dejaba de llover. La pantalla con luces LED verdes parpadeantes de la farmacia de la esquina indicaba que eran las ocho y media de la mañana y que la temperatura era de 12 grados. Allí estábamos, recién llegados para un viaje de diez días, sintiéndonos algo ridículos con la cámara a cuestas, deambulando por las lúgubres callejuelas de la pequeña ciudad sin saber con quién hablar ni cómo abordar a los transeúntes deseosos de refugiarse del chaparrón.

Nos reunimos con los empleados de la cadena de radio y televisión serbia para saber qué pensaban de aquella división. Con los «agresores» que habían destruido la ciudad para «reconstruirla más hermosa que antaño», como decían en la época. Nikola estaba presente. Nos observaba mientras debatíamos torpemente con el director...



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