O'Toole | Un fracaso heroico | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 224 Seiten

Reihe: Ensayo

O'Toole Un fracaso heroico

El BREXIT y la política del dolor
1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-120993-7-9
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

El BREXIT y la política del dolor

E-Book, Spanisch, 224 Seiten

Reihe: Ensayo

ISBN: 978-84-120993-7-9
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Al explorar las respuestas a la pregunta: '¿Por qué Gran Bretaña votó irse?', O'Toole se encuentra descubriendo cómo mentiras periodísticas triviales se convirtieron en obsesiones nacionales nada triviales; cómo la indiferencia hacia la verdad y el hecho histórico han definido el estilo de toda una élite política; cómo un país colonialista se está redefiniendo como una nación oprimida que requiere liberación. También discute la atracción fatal del fracaso heroico, una vez un culto autocrítico en un imperio de gran éxito que bien podía permitirse el desastre ocasional. Ahora el fracaso ya no es heroico: es solo un fracaso, y sus terribles costos serán asumidos por los partidarios más vulnerables del Brexit y por aquellos que pueden sufrir las consecuencias de una frontera dura en Irlanda.

Fintan O'Toole. Es un columnista irlandés, editor literario y crítico de texto teatral del The Irish Times, para el que ha escrito desde 1988. O'Toole fue crítico de texto teatral para el New York Daily News de 1997 hasta 2001 y es colaborador habitual de The New York Review of Books. Es autor, crítico literario, escritor histórico y comentarista político, con opiniones generalmente de izquierda. Ha sido un fuerte crítico de la corrupción política en Irlanda a lo largo de su carrera. Ha escrito una veintena de libros.
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Aquel verano hizo en Londres un calor que nunca había experimentado en Irlanda; ese calor denso e impenetrable que solo se da en las grandes ciudades. Estábamos en 1969, yo tenía once años y era mi primer día en Inglaterra. Había llegado en barco a Liverpool, procedente de Dublín, con mi padre y mi hermano de trece años. Nos subimos a un autobús y atravesamos las Midlands, un paisaje profundamente extraño de autopistas, gasolineras y centrales eléctricas gigantescas. Vincent, el primo hermano de mi padre, nos esperaba en la terminal, y allí tomamos otro autobús hacia el East End, donde íbamos a quedarnos con la hermana de mi madre, Brigid. Brigid era monja, así que en realidad nos alojaríamos en un convento católico. En vista del calor que hacía y la perspectiva de pasar tres días tras los muros de un convento, mi padre decidió que no le vendría mal una pinta. Así que mi hermano y yo nos acomodamos junto a un muro a beber una Fanta mientras Vincent y mi padre se metían en el pub.

Recuerdo que mientras sorbía de la pajita intentaba contener el pánico. Estábamos solos en Inglaterra, abandonados en tierra extraña. Inglaterra, como idea, me aterrorizaba. Sabía por mis clases de Historia en la escuela que los ingleses solo habían hecho cosas malas al pueblo irlandés. Y sabía que la causa de esa maldad era el protestantismo. La única fe verdadera era el catolicismo, así que Inglaterra era un lugar depravado por naturaleza. Uno no sabía qué esperar de esa gente, pero en todo caso nada bueno. Mi hermano mayor lo llevaba bastante bien. Yo no paraba de sudar, por el calor y por la ansiedad heredada.

En ese momento vi que se acercaba por nuestra misma acera un hombre enorme que llevaba puesta una ondeante toga de color blanco y cuya estatura se veía acentuada por un sombrero alto de piel de leopardo. Iba acompañado por un séquito de cinco o seis personas también vestidas de blanco, aunque de manera mucho menos vistosa. Sin duda se trataba de algún tipo de dignatario, quizá un monarca menor o un jefe tribal. No podía dejar de mirarle. Él me sostuvo la mirada y entonces su rostro se iluminó con una amplia sonrisa. Me dio una palmadita en la cabeza como bendiciéndome y le dijo algo a sus ayudantes en un idioma que no reconocí. Me miró y me preguntó: «¿Te está gustando tu soda?». Soda no era el término que usábamos en Irlanda para las bebidas azucaradas, pero sabía a qué se refería. Sabía por los cómics británicos que devorábamos, el Beano y el Dandi, que era algo que decían los niños ingleses. Y me sorprendió que nos tomase a mi hermano y a mí por nativos, por ingleses. Quería explicarle que se equivocaba, que éramos unos visitantes quizá tan extranjeros como él. Pero estaba demasiado estupefacto como para decir algo, y, en todo caso, él ya se había alejado majestuosamente calle abajo, seguido por la estela blanca y brillante de su séquito.

A menudo me he preguntado qué le habría dicho mi yo de once años a ese personaje regio si hubiese podido poner en palabras algunos de mis sentimientos. ¿Qué hubiera ocurrido si él hubiese escuchado mis protestas y las hubiese desechado: «Bueno, a mí me pareces inglés, así que ¿cuál es el problema»? ¿Y si entonces me hubiese preguntado qué hacíamos ahí? Le habría tenido que contar que mi tío Vincent, que estaba en el pub justo detrás de nosotros, había abandonado la clase obrera de Dublín y había conseguido acceder a una muy buena educación en Inglaterra, para terminar en la Universidad de Oxford y, posteriormente, como profesor de inglés en Warwick. Y que nos íbamos a quedar donde mi tía, la monja, que trabajaba de enfermera en el West End. Y que después nos quedaríamos en Maidstone con Kevin, el hermano de mi padre, que había sido sargento de intendencia en los Royal Engineers y votaba a los tories. Y que después nos quedaríamos con Peter, el hermano de mi madre, y su mujer Cilla, en Manchester: él era conductor de autobús y ella trabajaba en un taller de costura, y ambos eran laboristas. Y que todos sus hijos, que hablaban con acento de Kent o de Manchester, eran, en última instancia, iguales a mí: jugábamos a los mismos juegos, veíamos los mismos programas de televisión y escuchábamos las mismas canciones pop, y nos llevábamos bien en cuanto nos veíamos porque, al fin y al cabo, éramos familia. No estoy seguro de que hubiese pensado que mi identidad irlandesa era algo más que una variación minúscula de la identidad inglesa.

Era mucho más que eso, por supuesto. Y todavía lo es. Ser irlandés no es algo que tengas que demostrar, es simplemente un hecho. Pero, al mismo tiempo, no es algo tan sencillo, y especialmente no es lo que mi yo de once años pensaba que era: lo opuesto a ser inglés. Las relaciones en el seno de lo que ahora llamamos «estas islas» son fluidas, ambiguas y complejas. Inglaterra, Escocia, Gales, Irlanda del Norte y la República de Irlanda forman una especie de matriz, pero una matriz siempre cambiante y nunca estable. Y las personas que pertenecen a estas distintas entidades tampoco son simples o estables. Abandonamos nuestras identidades y las hacemos resucitar de entre los muertos. A menudo nuestra red de relaciones nos importa mucho, y otras veces la olvidamos porque estamos demasiado ocupados en nosotros mismos. La mayor parte del tiempo estamos bastante cómodos sosteniendo dos ideas contradictorias a la vez en nuestra cabeza.

Yo crecí con esas contradicciones. La cultura irlandesa oficial de mi infancia y juventud definía Irlanda como todo lo que no era Inglaterra. Inglaterra era protestante, de manera que el catolicismo tenía que ser la esencia de la identidad irlandesa. Inglaterra era un país industrializado, por lo que Irlanda debía hacer virtud de su economía subdesarrollada y desindustrializada. Inglaterra era urbana, así que Irlanda tenía que crear una imagen exclusivamente rural de sí misma. Los ingleses eran racionalistas y científicos, los irlandeses debían ser soñadores místicos. Ellos eran anglosajones; nosotros, celtas. Ellos tenían una monarquía, luego nosotros teníamos que tener una república. Ellos desarrollaron un estado de bienestar, nosotros poseíamos la tierna compasión de la caridad. En otras palabras, sé perfectamente lo que significa una identidad basada en el «ellos» y el «nosotros».

Pero la vida no era realmente así. Dos de mis tíos y dos de mis tías lucharon por Gran Bretaña durante la guerra, y yo siempre he estado orgulloso de su papel en la derrota del fascismo. Mis tíos y tías estaban felices de trabajar en fábricas y tiendas en ciudades inglesas. Emigraron no tanto a Inglaterra sino al estado de bienestar. Los irlandeses, como tantos otros inmigrantes, ayudaron a construir uno de los grandes logros de la civilización, el Servicio Nacional de Salud, y disfrutaron de sus beneficios. Saborearon las oportunidades educativas ofrecidas por la socialdemocracia británica. Y, aunque podían ser a veces racistas, muchos también saborearon la vida de una sociedad multiétnica. Muchos de mis primos son medio irlandeses y medio afrocaribeños o medio irlandeses y medio asiáticos. Y, aunque el catolicismo era un elemento distintivo importante, muchos irlandeses preferían vivir en Inglaterra para poder escapar de la represión sexual y los prejuicios de Irlanda.

Seis años después de esa primera visita a Londres, cuando tenía diecisiete, pasé el verano trabajando en un cine gigantesco en Picadilly Circus. Fue el primer sitio en el que me hicieron una pregunta muy particular: ¿eres gay o heterosexual? Como respuesta, murmuré casi pidiendo perdón que era heterosexual (pidiendo perdón porque me había dado cuenta rápidamente de que casi todos los que trabajaban ahí eran gais). El director era gay y contrataba a gais, por lo que el sitio era una especie de santuario. Me habían dado el trabajo por error. Pero no había problema: me toleraban. Y fue una experiencia importante, aunque irónica, una pequeña muestra de lo que es pertenecer a una minoría sexual. Creo que, de formas muy diferentes, Inglaterra supuso eso para muchos irlandeses: nos enseñó que «minoría» y «mayoría» son conceptos en continua evolución. En Irlanda, la mayoría de nosotros éramos miembros de una poderosa cultura mayoritaria; en Inglaterra tuvimos que aprender lo que era pertenecer a los pocos en lugar de a los muchos.

Así que tenemos dos maneras muy diferentes de pensar en Inglaterra: como lo opuesto a nosotros y como un lugar donde nosotros puede significar algo mucho más fluido y abierto. Lo más emocionante de la década anterior al referéndum del Brexit de junio de 2016 no fue que una de esas dos formas de pensar sustituyese a la otra; fue que ambas habían desaparecido. La primera —la noción de que Irlanda e Inglaterra son opuestas— hace mucho que desapareció. Ningún niño irlandés experimentaría hoy la sensación de extrañeza que experimenté yo en 1969 al trasladarme a un paisaje inglés: la mayor parte de los irlandeses viven en la actualidad en el mismo tipo de espacios urbanos o suburbanos que los ingleses. Irlanda es mucho menos católica e Inglaterra mucho menos protestante, y, en todo caso, la religión es mucho menos importante para la identidad colectiva de ambas naciones. Lo más importante quizás es que Inglaterra e Irlanda ya no son los polos opuestos de nacionalidad en estas islas: Gales, y en particular la agitada Escocia, son ahora partes mucho...



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