Owen / Luengo | En el poder y en la enfermedad | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 146, 672 Seiten

Reihe: El Ojo del Tiempo

Owen / Luengo En el poder y en la enfermedad

La influencia de las enfermedades de los líderes en las políticas que rigen el mundo
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19942-47-0
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

La influencia de las enfermedades de los líderes en las políticas que rigen el mundo

E-Book, Spanisch, Band 146, 672 Seiten

Reihe: El Ojo del Tiempo

ISBN: 978-84-19942-47-0
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



Edición revisada y ampliada. Un libro revelador sobre el influjo de las enfermedades en las decisiones de los grandes líderes, desde la Primera Guerra Mundial hasta nuestros días: Hitler, Roosevelt, Kennedy, Bush, Blair, Mitterand o Trump, entre otros. En el poder y en la enfermedad trata de la interrelación entre la política y la medicina; aborda la repercusión de las enfermedades y las terapias -tanto físicas como mentales- en la toma de decisiones de los jefes de Estado y de Gobierno hasta el extremo de causar una suerte de locura, en términos de insensatez, estupidez o irreflexión. Naturalmente, la enfermedad en personalidades públicas suscita importantes cuestiones sobre los peligros que conlleva mantener en secreto la dolencia, o la dificultad para destituir a los dirigentes enfermos. Como médico, David Owen tuvo ocasión de ver las tensiones de la vida política y sus consecuencias, que pueden llegar hasta el alcoholismo y la drogadicción; ya como político, se interesó especialmente en los casos de gobernantes que no padecen dolencias mentales pero que desarrollaron lo que él ha denominado «síndrome de hybris» o embriaguez del poder: persistencia en el error e incapacidad para cambiar de rumbo. Fascinado desde siempre por este tema, que ha analizado en diversas publicaciones con reconocida autoridad, Owen revisa en este libro los casos desde la perspectiva del trastorno concreto y diagnosticable, y estudia las enfermedades padecidas por jefes de Estado y de Gobierno como John F. Kennedy, el sah de Persia o François Mitterrand, entre otros, además de un análisis certero de la figura de Donald Trump. «Este ensayo no es solo un ramillete de jugosas anécdotas, escritas por alguien que estuvo y sigue estando muy próximo a estos convalecientes del poder, sino una pertinente reflexión sobre los mecanismos de control democrático que se pueden ejercer sobre un dominio ejecutivo desbocado».Eduardo G. Calleja, ABC Cultural «Por debajo de las álgidas peripecias políticas, de las manipulaciones, las mentiras y los secretos, lo que emerge de la lectura de este libro es un fresco asombroso de la titánica lucha del ser humano contra el dolor y la enfermedad, contra este cuerpo nuestro que nos humilla y nos mata. Es un recuento de batallas inevitablemente perdidas, pero, aun así, de alguna manera alentadoras». Rosa Montero, Babelia

David Owen (Plymouth, 1938) ha sido rector de la Universidad de Liverpool y es miembro independiente de la Cámara de los Lores. Fue ministro de Sanidad de 1974 a 1976 y de Asuntos Exteriores del gobierno laborista de James Callaghan entre 1977 y 1979. En 1981 fue cofundador del Partido Socialdemócrata, que dirigió de 1983 a 1990. Antes de entrar en política ejerció la medicina neurológica. Es autor de once libros, entre ellos The Hubris Syndrome: Bush, Blair and the Intoxication of Power, In Sickness and in Health: The Politics of Medicine, Face the Future y A Future That Will Work.
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Introducción


«De la incapacidad para evitar meterse en camisas de once varas, del afán excesivo por lo nuevo y el desprecio por lo antiguo, de poner el conocimiento por delante de la sabiduría, la ciencia por delante del arte y el ingenio por delante del sentido común, de tratar a los pacientes como casos y de hacer que la curación de las enfermedades sea más dolorosa que soportarla, líbranos, Señor».

SIR ROBERT HUTCHISON (1871-1960),

«The Physician’s Prayer»

Siempre he pensado que esta oración del médico, cambiando «pacientes» por «votantes», podría ser igualmente la oración del político. Porque los políticos también tienen en sus manos la vida de las personas. Esto es muy evidente cuando gobiernan en tiempo de guerra, pero no solo entonces. Los políticos, y especialmente los jefes de Estado y de Gobierno, toman muchas decisiones que tienen consecuencias trascendentes en la vida de la gente que gobiernan e incluso, en los casos más extremos, pueden ser cuestión de vida o muerte. Hutchison ruega que los médicos recuerden que su primera obligación es no empeorar las cosas, lo cual tiene importancia cuando es tan frecuente la dolencia iatrogénica. Es asimismo deber del político intervenir solo cuando hay probabilidades de que la intervención mejore el y resistirse a la exigencia de actuar por actuar. La famosa observación de Bismarck según la cual la política es el arte de lo posible expresa la misma idea de que la ambición tiene que ir acompañada de modestia. Tanto para políticos como para médicos, la competencia y la capacidad de hacer juicios realistas acerca de lo que pueden y no pueden lograr son atributos esenciales. Todo lo que empañe ese juicio puede hacer un daño considerable.

La interrelación entre políticos y médicos, entre política y medicina, me ha fascinado durante toda mi vida como adulto. Sin duda, mis antecedentes como médico y como político han alimentado mi interés y han determinado mi punto de vista. Me han interesado en particular las consecuencias de la enfermedad en jefes de Estado y de Gobierno a lo largo de la historia. Estas dolencias suscitan muchas cuestiones relevantes: su influencia sobre la toma de decisiones, los peligros que conlleva el mantener en secreto la dolencia; la dificultad para destituir a los dirigentes enfermos, tanto en las democracias como en las dictaduras, y, no menos que todo esto, la responsabilidad que las afecciones de los altos dirigentes hacen recaer sobre sus médicos. ¿Deben estos lealtad exclusiva a su paciente, como sucedería normalmente, o tienen la obligación de tener en cuenta la salud política de su país?

Durante generaciones, ha habido muchos miembros de mi familia que han sido médicos o han trabajado en profesiones relacionadas con la medicina. También han sido muchos los que se han dedicado a la política, sobre todo en el ámbito local, y algunos han llegado a ocuparse de ambas cosas. Tal vez sea esta la razón de que me pareciera normal que medicina y política hayan ido de la mano en mi vida con toda naturalidad. Aunque a veces la medicina ha quedado desplazada por la política, mi amor por ella nunca se ha debilitado. Incluso cuando fui ministro de Asuntos Exteriores me seguía definiendo en los documentos oficiales, con cierta pedantería, como un profesional de la medicina; de un modo u otro la carrera política era para mí algo temporal. Desde luego, nunca consideré la política como una profesión. Vivía entre unas elecciones generales y otras sin estar nunca seguro de si iba a ser reelegido para ocupar el escaño de mi distrito de Plymouth, muy marginal. Sin embargo, acabé por ser el miembro del Parlamento que más tiempo estuvo en el cargo: renuncié en 1992 después de veintiséis años en la Cámara de los Comunes.

Mi vida entre la medicina y la política empezó cuando me presenté por primera vez como candidato al Parlamento en 1962, siendo un simple médico subalterno del St. Thomas’ Hospital, situado a la orilla del Támesis, en Londres, justo frente al Palacio de Westminster. En cierto modo, la medicina me llevó a la política. En 1959, todavía estudiante de medicina, me había afiliado al Partido Laborista al ver la pobreza y la infravivienda de la zona del sur de Londres a la que atiende el St. Thomas. Tratábamos a los pacientes de sus enfermedades, pero luego volvían a los mismos pisos húmedos y atestados y muy pronto estaban de nuevo en el hospital. Nada más terminar la carrera de Medicina, en 1962, me pidieron que me presentara para ser el candidato laborista de una extensa circunscripción rural, un escaño que el laborismo no podía ganar. Nunca he entendido por qué di este paso, pero creo que fue porque no quería convertirme en lo que yo mismo denominaba un «vegetal médico», alguien obsesionado por la medicina. Había visto que los de mi misma edad, en cuanto obtenían la licenciatura, se ensimismaban por completo en los asuntos médicos, en detrimento de muchos otros aspectos de la vida; dejaban de leer los periódicos y no encontraban tiempo para escuchar la radio ni para ver la televisión.

Cuando llegó el momento de disputar las elecciones generales de 1964, me tomé unas vacaciones sin sueldo de tres semanas. Conseguí los votos justos para no perder el derecho a un depósito financiero. A mi regreso al hospital, la política pasó a un segundo plano y me centré en la medicina. En el St. Thomas me especialicé en neurología, lo que suponía meterse algo en la psiquiatría. Era un entorno estimulante y pronto pasé a dedicarme a la investigación pura en el campo de la química del cerebro1. Después, en el verano de 1965 y de manera totalmente inesperada, un concejal laborista de Plymouth me pidió que me presentara para el que era casi mi distrito de residencia, Plymouth Sutton. Muchos creían que habría otras elecciones generales en 1966, y además aquel era un escaño marginal. Pensando en ello ahora, yo debería haber sabido que el que me eligieran como candidato podría cambiar mi vida, pero, aunque resulte difícil de creer, seguí sin darme cuenta de que probablemente llegaría a ser diputado. Sin embargo, hice una especie de elección: quería tener por lo menos la oportunidad de pintar en un lienzo más grande. Aunque no tomara una decisión definitiva de elegir la política, estaba abierto a la posibilidad de que los electores pudieran hacer esa elección en mi lugar. Aun así, fue para mí una sorpresa verme al día siguiente de los comicios, en 1966, convertido en miembro de la Cámara de los Comunes.

Durante los dos años siguientes crucé de un lado a otro Westminster Bridge para seguir trabajando en la química del cerebro, en mi laboratorio del St. Thomas, al tiempo que acudía al Parlamento, a la otra orilla del río. Todo esto llegó repentinamente a su fin cuando fui nombrado ministro de Marina en 1968, pues es una larga tradición no permitir a los ministros de la Corona tener otras tareas. En 1970, cuando el Gobierno laborista perdió las elecciones generales, seguí siendo diputado y me metí en negocios a tiempo parcial. Me ocupaba de desarrollar modelos informáticos del proceso de toma de decisiones en grandes empresas, algunas de ellas en la industria farmacéutica. Tras la victoria de los laboristas en las dos elecciones generales de 1974 ocupé el cargo de ministro de Sanidad durante dos años y medio y el de secretario de Exteriores desde 1977 hasta 1979. Más tarde fui miembro fundador del Partido Social Demócrata (SDP), que dirigí entre 19831987 y 1988-1990, y copresidente de la Conferencia Internacional por la Antigua Yugoslavia de 1992 a 1995. Asimismo, en 1992 me hicieron par del reino, si bien durante las dos últimas décadas he ejercido más como hombre de negocios que como político. Desde 1994 he servido como asesor en las juntas directivas de diversas compañías vinculadas al cuidado sanitario y a los sectores de textiles, petróleo y acero, y recientemente he dejado mi cargo como presidente de Europe Steel, filial de entera propiedad de Metalloinvest, una compañía rusa cuyo mayor accionista es Alisher Usmánov, con quien he trabajado, como colega y amigo, durante casi veinte años.

Los neurólogos y psiquiatras para los que trabajé en el St. Thomas’ Hospital atendían a una serie de destacados políticos y yo había visto las tensiones y presiones de la vida política dentro del contexto confidencial de la relación médico-paciente. Ayudé a tratar a un político veterano que se había convertido en un alcohólico y a otro que sufría una grave depresión. Vi las presiones bajo las que vivían y empecé a preguntarme qué papel tenía aquella tensión en sus dolencias. Atendí a otros pacientes con drogadicción, ya fuese a la heroína, anfetaminas o tranquilizantes. De todas las partes del país nos enviaban pacientes para una segunda opinión; muchos sufrían enfermedades raras y nos aportaban indicaciones únicas. Para entonces yo estaba muy especializado y decía en broma que era un médico «de la cabeza para arriba», enteramente centrado en el cerebro. Hasta mi período obligatorio de seis meses como cirujano lo dediqué a la cirugía oftalmológica, una experiencia que ahora no cumpliría el requerimiento estatutario de experiencia quirúrgica general. De haber seguido en la profesión, sospecho que hubiera intentado ser profesor de neuropsiquiatría.

Fue en aquellos años de ejercicio de la medicina cuando se inició mi interés —desde entonces permanente— por la manera en que se toman las decisiones de gobierno, sobre todo a alto nivel. Observé fascinado el desarrollo de la crisis de los misiles cubanos en 1962 y, tres años después, la guerra de Vietnam. En 1972,...



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