E-Book, Spanisch, 864 Seiten
Palacios Estanebrage
1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-92472-63-5
Verlag: MARLOW
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
El último bastión
E-Book, Spanisch, 864 Seiten
ISBN: 978-84-92472-63-5
Verlag: MARLOW
Format: EPUB
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Injusticia, magia, guerra y amor...En un reino imaginario de una época remota, Lombar Natoque es el malvado rey que ha logrado imponer el terror en todo el país. Su ambición no tiene límites. Nada escapa a su control. La magia está prohibida y la gente vive atemorizada. Un joven zapatero, de nombre Niclai Estanebrage, será el líder de la rebelión. En su lucha contará con la inestimable ayuda de Oiob, un aprendiz de mago capaz de devolver la ilusión a la gente, de Genco y Aberrón, nobles defenestrados por Lombar Natoque, de Alana, una mujer muy guerrera, y de algunos otros que claman contra la injusticia reinante.
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NUEVA RUTA
Oiob Erereire cerró la bolsa de cuero rodeándola con una cuerda robusta. Esas dos pequeñas cosas eran sus más preciadas posesiones. No las había tocado desde hacía tres años, en aquel lejano día de invierno en que se aventuró dentro del silencioso pueblo de To. Por aquel entonces se consideraba a sí mismo un viajero, un observador de vidas ajenas, un eremita convencido de que no había mejor hogar para un hombre que su propio corazón. Resultaba extraño recordarlo y darse cuenta de que no había acabado en la tierra de los magos por casualidad. Llamarlo «tierra» era pretencioso. Se reducía a poco más que un poblado oculto en lo profundo del bosque, alejado de la Humanidad por el sencillo aislamiento de tantos y tantos árboles. Llegó hasta allí creyendo que quería ser uno de ellos, y se marchaba convencido de que sólo ahora lo deseaba realmente. El frío día cerrado –nieve en tierra, aire y ramas– que le vio llegar tan pletórico de ganas era un sueño carente de auténtico sentido después de todo lo vivido en To. Cuando aterrizó allí se encontró con gentes recién derrotadas, escondidas y atrapadas por el miedo de admitir haber perdido una batalla cuya importancia en realidad sólo ellos conocían. Lo último que alguien deseaba en aquellos días era tomar a un alumno bajo su protección, para instruirle en un arte que el mundo se empeñaba en abandonar y despechar hasta el ridículo. Una vez que Lombar Natoque se dispuso a conquistar el país entero y lo empezó a lograr, la infecunda intercesión de los magos provocó que las gentes de las altas y bajas esferas sociales perdieran la fe en la efectividad de los que antaño fueron sabios consejeros de tantos reyes. La casta de los magos observó descender su popularidad, al tiempo que se percataba de lo muy importante que resultaba ese elemento para su existencia. Las llamas de lo etéreo fueron debilitándose, y los practicantes del sortilegio contemplaron la desaparición del fuego que una vez calentó sus manos. Oiob se encontró en To a un grupo de personas retraídas en su decadencia. Todos los magos que había conocido a lo largo de su camino hasta allí le resultaban ahora poco representativos de lo que esperaría obtener entablando conversación con cualquier habitante del mítico pueblo. To se había convertido en un refugio. Había perdido el estatus de templo. La austeridad de sus gentes seguía siendo su principal característica, pero Oiob supo leer en ella un vacío que se llenaba día a día con el egoísmo de la individualidad en el dolor. Los magos se habían convertido en víctimas que no deseaban sino ser compadecidas por sus semejantes. Se sentían abandonados, perdidos en su soledad, aunque paradójicamente cada vez más magos migraran a To para compartir su distintivo abandono con sus compañeros de arte. Oiob el ermitaño valoraba la suerte que supuso encontrarse con alguien como Febro Jano, ya por entonces con escasa fe en el ser humano, pero esperanzado aún con la posibilidad de transmitir a alguien sus conocimientos. Oiob no llegó a realizar sortilegio alguno durante su instrucción en la magia, razón por la que se le antojaba tan vana la pretensión que le trajo al pueblo. Las desafortunadas circunstancias que le habían visto iniciarse en el estudio de la hechicería determinaron el resultado de su adiestramiento. No era posible aprender magia de alguien que ya no sabía utilizarla. Nadie lo decía jamás en voz alta. No se mencionaba explícitamente –al menos, no en To–, pero todos sabían que la guerra de Natoque fue la que acabó con ellos. Consideraban de mal gusto señalar que no quedaban magos en la tierra, que su estirpe se extinguía, pero carecía de sentido afirmar lo contrario. Los de To no habían oído hablar de la presencia de ningún otro mago en ninguna parte. En aquellas tristes circunstancias, Oiob recibió lecciones de las artes del embrujo, de los modos en que un mago canaliza su arte hacia su deseo en cada sortilegio que se dispone a aplicar. Fue instruido en las ciencias del pensamiento y de la medicina, en la hipnosis y en la sugestión, en la ética con los semejantes y en los aspectos prácticos del comportamiento humano. Aprendió, en definitiva, a estar preparado para el día en que la llama le colmara del poder de realizar lo imposible. Pero no recibió ninguna demostración práctica de que fuera cierto que tal cosa hubiese de ocurrir nunca. Mientras recogía sus cosas para marcharse, meditaba sobre la última lección que le quedaba por aprender, la misma que le había llevado a tomar la decisión de irse del pueblo: encontrar la fe. La base de la magia estaba en ella, en la fe. Creer en algo indemostrable era el alimento imprescindible para lograr alcanzar la iluminación del espíritu y el equilibrio del alma. No se realizaría hechizo alguno sin habitar una existencia basada en aquel pilar central definido por la transgresión de lo posible, a pesar de lo que la realidad se empeñara en demostrar. La fe de un mago era el secreto que no revelaba, la más pura esencia de su ser, como practicante de un arte que le regalaba al hombre la opción de fabricar milagros. Oiob no comprendió en un primer momento por qué necesitaba fe para ser mago, pero a medida que avanzaba su formación y crecía su capacidad reflexiva, le poseía la idea, lógica, de que sin ser fiel a una creencia absurda era impensable llevar a cabo lo inverosímil. La gente conocía –y malinterpretaba– ese principio de funcionamiento. Inventaba cuentos fantásticos y relatos para niños acerca de la necesidad de creer en un dios y en unos ancestros protectores, justificándose en que los magos eran grandes hombres que practicaban el mismo culto. Utilizándoles como reflejo de lo que se podía traer desde el Más Allá. Pero ciertamente sólo un mago, y nadie más, vislumbraba el significado intrínseco del dogma. Nadie lo necesitaba tanto. Así que, en sentido estricto, Oiob ya era un mago. Uno sin magia. Un mago por dentro. Un teórico de la magia..., ansioso por transgredir las leyes de lo posible. Pleno de sed y vacío de posibilidad. Por eso tenía que marcharse. Los pies le empujaban al movimiento. No encontraría su fe dentro de To. No quedaba ninguna allí. Y no parecía que fuera a quedar mucha tampoco lejos del pueblo, pero él albergaba la esperanza de que, tomando distancia, encontraría el modo de despertar de su letargo y alcanzar esa parte de sí mismo que nadie –y menos aún él– conocía. Se iba de To antes de que la decadencia de To entrara en él. Ahora que las raíces aún eran poco profundas y seguía sintiéndose un extranjero. Todavía estaba a tiempo. Si esperaba más, ya no podría escapar. Volvía a marcharse de sí mismo, en realidad. Prefería hacerse las preguntas mientras caminaba, para no quedar atrapado en la contemplación estática de To. Mejor moverse, así su cabeza se movería con él. Así no tendría que recordar. * * * Su querido maestro Jano respetó la decisión, y la comprendió en cierta manera, aunque de hecho él ya no se creyera capaz de encontrar fe en ninguna parte. Los magos se habían encerrado en To porque pensaban que sólo la tierra que aún les pertenecía sin discusión podía proporcionarles la remota esperanza de acercarse a su idea de la paz del espíritu. La incapacidad para llenar sus ansias de confianza en lo imposible era lo mismo que los ataba a dar por perdido el mundo exterior. To había adquirido la imagen de una isla, incluso dentro de sus conciencias. Más que un acto de valentía por parte de un aprendiz como Oiob, abandonar To era juzgado por los habitantes del pueblo como la maniobra inútil de un joven convencido de la ilusión de cambiar el mundo. Oiob detectaba esa opinión, y no podía sino compadecerles, considerando tal pensamiento contrario a la misma doctrina que ellos le habían transmitido. Una vez perdidas sus creencias, los magos percibían que era imposible aferrarse a otras. Eso los convertía en algo distinto. Ya no eran magos. Oiob ya no podía verlos como tales. Pero sin duda eso no le consolaba, porque significaba que probablemente él no llegaría a serlo nunca. No un mago de verdad. Se abrigó bien y salió de la choza. Febro Jano le esperaba en el exterior, de espaldas a la entrada. Observaba la profundidad del bosque, igual que lo hacía todas las madrugadas después de despertar a Oiob para hacerle caminar descalzo por el bosque. Los pies insensibles posándose sobre la nieve compacta. Aquella mañana Oiob llevaba botas y le pareció extraño permitirse el privilegio. Abandonaba el que había sido su hogar durante la época más trascendente de su vida. Sabía que, a partir de ese momento, recordaría aquellos años como un antes y un después. Centraba su preocupación en cómo había cambiado tras permanecer tanto tiempo alejado del viaje, de la vida errante llena de incertidumbre, del transcurrir de los pasos bajo sus pies y de la ausencia de preguntas que no se refirieran a lo básico para la supervivencia. En cierto modo se sentía satisfecho después de cumplir su sueño de poner todos los medios a su alcance para llegar a ser mago. Pero también tenía cierta sensación de pérdida; un susurro confesando que el deseo no se había realizado porque no podía ser. Le había tocado vivir en la generación que vería desaparecer la magia de la faz del mundo. Llevado por aquellos pensamientos se detuvo...