E-Book, Spanisch, 352 Seiten
Palacios La cámara del oro
1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-350-4720-3
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 352 Seiten
ISBN: 978-84-350-4720-3
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
El secreto mejor guardado de Madrid se encuentra enterrado treinta y cinco metros de profundidad y esconde un inmenso tesoro de doscientas toneladas de lingotes y medio millon de monedas de oro.
Para llegar hasta él hay que descender en dos ascensores, superar tres puertas acorazadas y un foso, además del infranqueable sistema de seguridad.
Desde que fue construida, nadie ha intentado entrar en la Cámara. Ni siquiera se lo había planteado Diana Akerman, La Gata, sospechosa de varios de los más increíbles robos jamás realizados. Pero las circunstancias han cambiado: uno de los compañeros ha sido asesinado y el resto de la banda puede estar en peligro. Todo apunta a un trabajo pendiente y a una traición.
La Gata se verá obligada a reunirlos a todos de nuevo y a enfrentarse con las sombras de su pasado. Pero no podrá lograrlo sin la ayuda de un hombre con el que nadie contaba. Alguien que ha esperado setenta años para consumar su venganza...
Un thriller en la línea de 'La casa de papel' y 'Way Down'.
Rodrigo Palacios teje con destreza una historia intensa, llena de suspense y emoción, donde aúna el convulso Madrid del 36 con la corrupta ciudad actual, conectándolo en el tiempo a través de un lugar que sigue representando el mayor de los misterios.
Rodrigo Palacios (Madrid, 1979) es escritor e ingeniero. Participó activamente en el teatro universitario, actuando, dirigiendo y escribiendo, para después cursar interpretación. Realizó estudios de doblaje, locución y canto lírico.
En 2009 publicó su primera novela, Los ojos del centinela, una absorbente historia a caballo entre el thriller y la novela negra. En 2014 Edhasa publicó Estanebrage. El último Bastión, fantasía medieval con un amplio abanico de personajes fundidos dentro del crisol de la postguerra. Más tarde llegaría Motivos para matar (Edhasa, 2017), con la que cambió de género y nos sumergió en el turbio mundo del mercado de armas y los secretos oficiales.
Ahora con La cámara del oro nos presenta dos historias de suspense paralelas, resultados de un empeño personal por documentarse sobre uno de los lugares más inaccesibles que existen.
Autoren/Hrsg.
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CAPÍTULO I 14 de abril de 1936 Cruce del paseo de la Castellana con la calle de Fernando el Santo Llovía. He perdido muchos detalles del día en que mataron a Julia, pero nunca olvidaré una lluvia como aquella. Tan espesa. Caía sobre nosotros como un mal presagio. La calle estaba abarrotada. Nadie quiso marcharse, a pesar de la tormenta. O precisamente por ella. Supongo que se lo tomaban como una buena señal. Un símbolo. Algo que los refrescaba y enardecía. Así somos los españoles. Así hemos sido siempre. Lo criticamos todo, pero luego nos sentimos dichosos cuando tenemos la oportunidad de formar parte de algo grande. Una cosa es parte de la otra. Nos gusta criticar porque no queremos arriesgarnos a creer que puedan pasarnos cosas buenas. Aquello nos estaba sucediendo a todos, y algunos intuían que podía ser bueno. Otros no. Al fondo del bosque de paraguas, distinguí al señor Azaña, de camino a la tribuna. Levantó la mirada hacia el cielo, como si le recriminara por aquella manta incesante de agua. Era redondo, con esa papada prominente y sus ridículas gafas delante de aquellos ojos tristes. Y, sin embargo, tenía presencia. Tenía aquello que yo admiraba tanto entonces, en mi juventud. Me quedaba hipnotizado contemplando las maneras de aquellos hombres. Me preguntaba qué sería lo que se estaba fraguando dentro de su cabeza para lograr vestir sus movimientos con aquella solemnidad. Ya no me lo pregunto. Mi mirada es hoy como era entonces la de Azaña, y sé que detrás de ella no había nada más que el reflejo de una molestia. La pesadumbre de los años. De las preocupaciones. De las dos cosas. * * * El general Miaja miró hacia la tribuna, esperando que le concedieran el permiso para comenzar. Entonces dio la orden. Sonó un tambor. Los que aún hablaban enmudecieron. Durante un instante, sólo se escuchó la lluvia. Como en los entierros. Julia se apretó contra mi brazo sin atreverse a decir nada. La mire y sonreí. Me sentía la persona más afortunada del mundo. Ella también. Cada uno por un motivo. A ella le embargaba la emoción del momento: de estar allí y de poder verlo todo tan de cerca. Verlos a ellos, al Gobierno, celebrando lo que celebraban, y por un momento tener la sensación de que de verdad festejábamos cinco años de lo que fuera que se hubiera conseguido. Todo parecía frágil. A mí me daba igual. Me importaba un carajo la República, la tribuna presidencial o el condenado desfile. No podía pensar en nada más que en ella. Tenía quince años. ¿En qué otra cosa podía estar pensando? Julia tenía la piel morena, como su madre, una andaluza de ojos tan intensos como los de un oráculo. Los de Julia eran oscuros, pero conservaban la misma profundidad, aunque no tan inquisidora. Era más como la oscuridad de un escondite. Te envolvía con la mirada. Sus ojos abrigaban. Yo me preguntaba cómo era posible que me estuviera mirando a mí. Todas las veces, sin excepción. Pegó la cabeza a mi hombro y se acercó a mi cuello. Sentí el impulso de besarla, pero lo reprimí. Ojalá no lo hubiera hecho. Si Julia siguiera viva, no sería capaz de verla a ella como me veo a mí mismo: gastado. A ella la seguiría viendo como aquel día. Me bastaría con sus ojos. A partir de ellos reconstruiría el retrato de aquel tiempo. Al inicio del desfile, me invadió el deseo de sacarla de allí. De raptarla. Apretarla contra algún rincón hacia el que nadie estuviera mirando y recorrerla... Uno se hace mayor, pero no olvida esas cosas. Los impulsos. El cuerpo los recuerda. Se hace joven otra vez y vuelve a sentir las mismas ganas. No nos movimos del sitio hasta el primer estallido. Fue a nuestra izquierda, justo detrás de la tribuna. Apenas hubimos girado la cabeza cuando arrancó otra sucesión de pequeñas explosiones. Era una traca de petardos, pero nos pusimos nerviosos. La gente se retiró atropelladamente. Intenté proteger a Julia con mi cuerpo. Nos echamos hacia atrás. Algunas mujeres gritaron. Escuché a los caballos relinchar. Uno se puso a dos patas, por encima de las cabezas. Recuerdo haber pensado en quien estuviera en ese momento delante del caballo, en que lo aplastaría con el ímpetu de aquellos ojos tan abiertos, con las crines erizadas. El humo gris se elevaba y parecía temblar con cada nueva detonación. Yo me temí lo peor, porque cada vez sonaba más fuerte. Sin embargo, la traca terminó y nos atrevimos a asomar por un extremo. Se había formado un pequeño tumulto en el suelo. Golpeaban e insultaban a un hombre que se mantenía encogido y con las manos sobre la cabeza. Alrededor del grupo, otros tantos gritaban como una jauría. Retraían el gesto, angustiados. Se atrevían a lanzar un improperio y regresaban a la seguridad de la mueca. –¡Vámonos! –Julia me trepaba por la espalda como si los pies le quemaran en el suelo–. ¡Vámonos de aquí, Antonio, por favor! Dos guardias civiles se esforzaban por deshacer la algarada, llamando al orden. Sacaron al hombre como pudieron. Estaba despeinado y rojo como un tomate, buscando alrededor con los ojos desorbitados. Su aspecto despertó la risa de algunos espectadores. Aquello hizo que el tipo se envalentonara. –¡Yo también soy del «pueblo»! –gritó a nadie en particular, tratando de recomponerse–. ¡He hecho esto porque era mi voluntad! Las risas crecieron y se multiplicaron. Hacía falta reírse después del susto. Yo también sonreí. Uno de los miembros del Gobierno se abalanzó sobre el balcón de la tribuna y levantó el puño hacia la calle. –¡Viva la República! ¡No ha sido nada! –exclamó en voz alta–. ¡Viva la República, compañeros! Enseguida obtuvo respuesta. Mucha gente se sumó a la proclama desde el otro extremo de la Castellana. Los guardias ya se llevaban al hombre de los petardos, que aún insistía en su derecho a expresarse. –Antonio, por favor –suplicó Julia. La calma estaba restableciéndose. Quedarse no me parecía peligroso, pero comprendí que su urgencia iba más allá de lo que acababa de ocurrir. Miraba hacia todas partes, temerosa de que apareciera alguien. –Está bien, tranquila, mujer –dije–. Ya nos vamos. Podríamos habernos marchado por la calle de Fernando el Santo; era hacia donde ella se dirigía. Pero le pedí que se quedara. Los tambores sonaban otra vez, el desfile continuaba. Me daba rabia que se lo perdiera, con la ilusión que tenía por verlo. Se lo pensó un momento y, al final, accedió. Me he arrepentido tantas veces... Anduvimos hacia la plaza de Colón, pero había demasiada gente y costaba avanzar. Nos detuvimos un poco antes de llegar al palacio de Villamejor, que por aquel entonces era la sede del Gobierno. La entrada estaba abarrotada. Cuando llegamos, me puse de puntillas y comprobé que la Guardia Civil estaba desfilando por allí delante. Agarré a Julia por debajo de los brazos y la levanté para que también pudiera verlo. Dijo algo que no pude escuchar, pero que me sonó alegre. Me sentí más tranquilo. Ya se nos había pasado el susto. Allí estábamos, otra vez solos, en medio de toda aquella gente. Solos con nuestros problemas, con nuestra pequeña intimidad rodeada de extraños. Cuando la bajé de vuelta a mi lado, estaba pálida. Me lanzó una mirada de preocupación que no había visto nunca antes en su rostro. –Antonio... –balbuceó–. Estaba sacando algo de la chaqueta. Los ojos se le enrojecieron. La sostuve con ambas manos y la noté tiesa como una estaca. –Julia –dije sin comprender. Detrás de ella, un pequeño grupo de hombres levantaban los puños. Los proyectaban al cielo como si quisieran parar la lluvia a puñetazos. Estaban cantando, una y otra vez: –¡U. H. P.! ¡U. H. P.! Julia lo recibió como una reprimenda contra ella. Se puso a llorar, apretando los dientes y enseñándomelos al tiempo que negaba con la cabeza. –Le he visto –sollozaba–. Le he visto. El volumen de las voces crecía. –¡U. H. P.! ¡U. H. P.! –¿A quién? –interrogué. –¡¡U. H. P.!! ¡¡U. H. P.!! Julia se encogía, plantada en el suelo. Seguía negando con la cabeza y parecía ignorarme. –Me ha visto –musitó con terror. Un disparo rompió seco entre el rumor de los tambores. Demasiado cerca. Inmediatamente, llegó un chillido que dio paso a muchos más. Hubo un segundo disparo, más relinchos de caballos; el ruido de objetos que caían. Abracé a Julia y me aparté a un lado con ella. En realidad, fueron los demás los que nos apartaron. La gente corría y nos empujaba igual que a perros que estuvieran obstaculizando su camino hacia la salvación. Sonaron más disparos y más golpes. Un niño llamó a su madre. Otro gritó. Me duele, me duele. Algunos paraguas aterrizaron y de inmediato fueron pisoteados y astillados, quebrados entre la marabunta de tobillos. Me quedé sobre Julia, que se agazapaba y mantenía las manos sobre la cabeza. Dijo algo que no entendí. La lluvia siseaba sobre el eterno charco de la calle. Las voces que cruzaban a mi lado eran de animales; no decían nada. Trozos de palabras, jadeos y gemidos de miedo que se amontonaban y huían. Detrás eran diferentes. Voces ausentes. Decían «Dios mío» y «Viva la República». Los disparos callaban todas aquellas frases. Me pisaron varias veces y no dejaron de correr. Estábamos apretados contra el edificio y nos encogíamos con el...